El lugar fue la Gran Sala de la Philharmonie de BerlÃn. El 11 de diciembre de 2006, dos viejos amigos, que ya habÃan tocado infinidad de veces las mismas obras e, incluso, de varias de ellas habÃan dejado grabadas en disco las que serÃan durante mucho tiempo versiones de referencia, se reunieron a tocar. La música tiene algo de contradictorio en sà misma, por lo menos como objeto de concierto, con su puesta en público de una ceremonia privada. Y la música de cámara, nacida –o por lo menos cristalizada– como práctica hogareña, lleva esa contradicción hasta el máximo. Parte del valor que se le atribuye a la especie es, justamente, su capacidad para lograr generar en el oyente la impresión de una afortunada intromisión. Y cuando los que tocan son, como en este concierto que el sello EMI acaba de editar como álbum doble con el tÃtulo The Berlin Recital, Gidon Kremer y Martha Argerich, esa impresión llega al paroxismo. Si toda actuación busca hacer creer que no se trata de una actuación y si toda nueva interpretación de una obra pretende sonar como si fuera la primera vez, en este caso la concentración de los intérpretes y la (audible) conexión que establecen entre sà verdaderamente suena como si estuvieran tocando para ellos solos y sólo porque quisieran hacerlo. La obra que cierra el programa, la Sonata Nº 1 para violÃn y piano de Béla Bartók, es, en ese sentido una culminación. En esa obra no hay voz solista y acompañamiento ni nada que se parezca a los recursos que durante unos dos siglos habÃan constituido el eje de la construcción musical. No hay imitación entre las voces, no hay relaciones temáticas ni motÃvicas entre ellas. Y, sin embargo –o precisamente por eso– ninguna de las dos voces podrÃa existir sin la otra. Extraño caso de interdependencia abismada, esa obra escrita en 1921 encuentra en esta interpretación no sólo una de las mejores imaginables sino la eventual clausura de cualquier versión futura. No parece posible que volviera a lograrse tal energÃa, tal capacidad de vibración hasta con los menores detalles sonoros; tal sensación de improvisación, de decisión repentina como la que habita cada sonido, simultáneamente con tal respeto por la obra.
Los dos discos muestran un recorrido con una cierta simetrÃa, con la obra de Bartók al final y la Sonata Nº 2 de Robert Schumann en el comienzo. Entre ellas se sitúan dos obras solistas, la Sonata para violÃn solo de Bartók, escrita en 1944 (un Kremer formidablemente melancólico), y las Kinderszenen (Escenas infantiles) Op. 15 de Schumann (Argerich en estado de gracia, aunque, ¿alguna vez no lo está?). En la conclusión, como bis, rompiendo ese equilibrio entre composiciones para piano y violÃn solos y para dúo y ese diálogo tan fructÃfero como poco transitado entre Bartók y Schumann, se ubican dos piezas ligeras y virtuosas (y posiblemente innecesarias) compuestas por Fritz Kreisler. Una concesión a la idea de que un final debe ablandar las tensiones que, en todo caso, no llega a opacar lo que lo antecedió. Kremer y Argerich ya habÃan grabado juntos las Sonatas de Schumann y Bartók y cada uno por su lado habÃa registrado las composiciones solistas (las Escenas infantiles por Argerich están entre las cumbres de la historia discográfica). Los enfoques no han variado. Y no obstante jamás sonaron asÃ.
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