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Sábado, 29 de agosto de 2009
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Opinión

Nueva Saturnia

Por Eduardo Fabregat
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Oh, te ves tan bella esta noche,
en la ciudad de las luces cegadoras.
(U2, 2004)

Los folletos turísticos lo dejaban bien claro: uno no podía morir sin conocer Nueva Saturnia. La ciudad era célebre en el Cono Sur por ser una extraña combinación de Nueva York, Chicago, París, Nueva Orleans, Londres, y también Nueva Delhi, San Pablo, el Bronx de los ’70 y Kabul. Como cualquier gran ciudad, Nueva Saturnia tenía sus bellezas y sus esperpentos, sus glorias y sus miserias. Pero tenía un enorme capital cultural, principal atracción para turistas del resto del país y de todo el mundo también. Esencia de una ciudadanía de todos los colores, en la que se podían encontrar por igual personas que disfrutaban de la lectura de Jacques Derrida o del afiebrado baile de cumbia alternativa, amantes de la música, la plástica, el teatro, el varieté, el stand up, los libros, el cine, la intervención poética. Gente que necesitaba alimento cultural y gente dispuesta a ofrecerlo.

Los gobiernos iban y venían, se alternaban los signos políticos, pero todos coincidían en que ese capital cultural debía ser conservado, alimentado, estimulado. Con mejores y peores ideas, con políticas más o menos activas, la cultura de Nueva Saturnia de cualquier modo florecía.

Un día llegó el Gran Administrador. Procedente del mundo de los negocios, el ingeniero Toblerone (nadie sabía si era ingeniero diplomado, pero así se lo llamaba desde siempre) ganó las elecciones con la fuerza del sorprendente slogan “Saturnia va a ser grossa”. Sorprendente no por la terminología –los saturnianos eran gente muy moderna, abierta, receptiva al neologismo–, sino porque existía una sensación general de que Nueva Saturnia ya era grossa, no necesitaba especiales esfuerzos en pos de un mayor grossismo. La suposición era que en las campañas se dicen muchas cosas, no todas tienen estricta raigambre con la realidad y al cabo sólo se trataba de una simple frase que apelaba al orgullo citadino.

El primer signo de alarma debió encenderse el día en que el nuevo gobernante llamó a una conferencia de prensa en la que dijo, sin pelos en la lengua: “En Nueva Saturnia se gasta demasiado”. Primero echó a todos los empleados que venían de la administración anterior, fueran ñoquis probados o intachables trabajadores. Después recortó presupuestos destinados a la salud, la educación, la asistencia social y el desarrollo de deportes. Obsesionado por la imagen pública, creó el CoBaNI (Comando Barredor de Neanderthales Impresentables), un escuadrón nocturno dedicado a limpiar las calles de gente fea e incómoda. Volcó ingentes esfuerzos a la obra pública, a poner veredas nuevas en los barrios más chic, pintar paredes y monumentos, poner rampas, puentes y túneles donde se necesitaban y donde no también, lanzar topadoras sobre las villas y tapar los restos con grandes tapiales donde lucía el característico cartelón naranja con la leyenda de siempre, Saturnia va a ser grossa.

Las protestas al respecto fueron resueltas aplicando el flamante Decreto de Ordenación de Calles y Respeto por el Prójimo, que sancionaba fuertemente toda protesta no autorizada. Pero llamaron la atención de los legisladores, que llevaron a cabo un ardiente debate de dos días que terminó en la nada (el primer día) y a las piñas (el segundo).

Un día, el ingeniero descubrió que la ciudad tenía una cadena de centros culturales que eran muy apreciados por los vecinos, pero significaban un gasto inexplicable. “¿Para qué mantener a estos vagos que dan cursos y talleres de dudosa aplicación, que ofrecen espectáculos gratis, si la gente puede cultivarse de mejor manera en lugares como las Academias Mastrolorenzi?”, apostrofó a su ministro de Cultura y Esparcimiento, quien recordó que el ingeniero Mastrolorenzi había sido compañero de facultad de Toblerone y con ello se convenció de la inutilidad de discutir el punto. Los centros culturales fueron cerrados. Algunos predios fueron cedidos a nuevas asociaciones privadas de variopintos propósitos. Otros sirvieron a la expansión de locales de McDonald’s, y también de comida japonesa, tailandesa y neocelandesa. Los lugares más reputados, como el Centro Cultural de los Monjes Recoletos, fueron subalquilados para fastuosas exhibiciones extranjeras que cobraban jugosas entradas, o para ocasiones especiales. La hija menor del ingeniero Mastrolorenzi se casó allí.

Otro día, el jefe de Gobierno decidió dejar de pagarles a los actores, dramaturgos, directores y técnicos que daban vida al Círculo Teatral, conglomerado de ocho salas financiadas por el Estado, donde se ofrecían maravillosas puestas teatrales, accesibles al público, reconocidas en todo el mundo como una de las razones por las que había que visitar Nueva Saturnia. Los actores emocionaban al público primero con el texto y después relatando que llevaban cuatro meses sin ver un dólar, pero la decisión fue irrevocable: se terminó pagando lo adeudado, aunque llegó la orden de no contratar, financiar ni impulsar nuevas obras. Se gasta demasiado, insistió el ingeniero Toblerone, aunque sus asesores trataban de hacerle entender que la medida no era popular, que, a la corta o a la larga, a la gente le iba a caer mal. El ingeniero cerró la discusión mostrándoles la proyección de ingresos que dejaría la reconversión del Gran Teatro Lírico Saturniano en un estacionamiento de quince pisos. “Mi deber es atender el ingente problema de la falta de espacio para los vehículos que llegan cada día a nuestra gran ciudad”, dijo, y no atendió más razones.

El problema sumió en la preocupación a los legisladores, que convocaron a una sesión especial para debatir. Algunos se fueron temprano para llegar a las audiciones en vivo de un popular animador televisivo, que presentaba Zapateando por un sueño desde el Teatro Municipal Padres de la Patria.

Para multiplicar la productividad del gobierno, el ingeniero Toblerone decidió después cubrir los huecos de la gente cesante del teatro con empleados ya incluidos en la plantilla. Esto en principio disparó toda una serie de anomalías teatrales que no dejaron de tener su interés, como un Hamlet ambientado en el edificio del Ministerio de Obras Públicas, Catastro y Mobiliario Ciudadano, un ciclo de clásicos de la commedia dell’arte en clave de stand up y una puesta de circo en la que los técnicos del canal de televisión y la radio de Nueva Saturnia (ambos clausurados) se estrellaban contra el piso entre carcajadas del público.

Los actores sin trabajo empezaron a juntar el mango haciendo espectáculos callejeros, que podían ir del simple malabarismo a la representación de Sueño de una noche de verano en la zona bancaria. Esto fue bien recibido por la población –e incluso por el ingeniero Toblerone, que en una rueda de prensa dedicó diez minutos a ensalzar el modo en que un capitalismo sano sabe reintegrar a los elementos ociosos—, pero la cantidad de artistas desempleados terminó llevando a un caos público. Entre los que terminaron exterminándose entre sí por disputar los lugares más concurridos y la aparición en escena del CoBaNI, las calles pronto estuvieron limpias de nuevo. Hasta que empezó el paro de basureros, que eran en realidad elementos antes improductivos de la Subsecretaría de Coordinación de Equipos de Control de Bienes Raíces. Y tampoco se distinguían por su eficiencia en el básquet con camión recolector.

El problema sumió en la preocupación a los legisladores, que convocaron a una sesión especial para debatir, finalmente levantada por el advenimiento de un fin de semana largo.

Para los turistas, Nueva Saturnia seguía pareciendo encantadora. El nuevo orden impuesto por el Gran Administrador posibilitaba un mejor manejo de la agenda de las agencias de viaje, que estudiaban el cronograma de los MegaFestivales Saturnianos oficiales y así podían comercializar de manera más efectiva los paquetes turísticos.

Pero en las puertas de tanguerías que habían cerrado tras la eliminación del Plan de Fomento a Clubes de Cultura (Nueva Saturnia, como sus pares del Río de la Plata, era una ciudad con enorme cultura tanguera), viejos bandoneonistas languidecían silbando añosas melodías, sus instrumentos empeñados para meter algo en la olla. Los grupos de rock y música popular tocaban en su casa: debido a una tragedia sucedida en un boliche rockero, las nuevas reglamentaciones habían eliminado de hecho todo lugar de música en vivo. Los niños se sentaban frente a los centros culturales clausurados (o donde ahora se ofrecían muestras de artesanía senegalesa) con la mirada triste, e improvisaban un teatro de títeres ranfañoso con tres medias y un tubito de papel higiénico. La actividad cultural languidecía, los artistas huían. Pronto empezaron a escasear números que alimentaran los Mega-Festivales.

La obra pública continuaba. La extensión de la red de subterráneos había quedado en la nada, pero ya lucían los pilares de la Gran Autopista Saturniana, que cumplía la doble función de facilitar el tránsito y evitar nuevos asentamientos de gente fea. La gente fea seguía siendo expulsada más allá de los límites de la ciudad, hacia el distrito conocido como Gran Saturnia. Cundían los carteles naranja. El flamante mobiliario urbano resplandecía bajo las nuevas luces de magnesio provistas por Construcciones Mastrolorenzi.

Así llegó el día, más bien la noche, en que los resplandores lo cegaron todo, y Nueva Saturnia se convirtió en pura luz. Una luz de tal calibre, de tal magnitud, de tal kilovataje, que impedía ver que abajo, al cabo, ya no quedaba nada por ver.

Preocupados, enceguecidos, los legisladores convocaron a una reunión urgente.

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