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Lunes, 16 de noviembre de 2009
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Un recorrido posible por la Noche de los Museos

Cultura bajo las estrellas

Mientras varios hacían cola para entrar en la casa donde vivió Batato Barea, muchos turistas pasaban por el caserón de Carlos Gardel. Y se podía viajar sin pagar boleto, en una movida nocturna que le sacó el velo a lo cotidiano.

Por Facundo García
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Juana Molina musicalizó selecciones de Sucesos argentinos en la ex cervecería Munich.

Más que las ansias por asistir a lugares que el público ignorará olímpicamente el resto del año, lo que caracteriza a la Noche de los Museos es que durante seis horas el territorio urbano se altera. No porque haya cortes de calle, ni sexo grupal en el Obelisco, sino porque verdaderas multitudes “salen de gira” y con eso le quitan el velo a lo cotidiano. Abuelos con nietos, matrimonios, parejas, amigos: la sexta edición de uno de los acontecimientos culturales más destacados de Buenos Aires dejó espacio para el despliegue de una colorida gama humana que consiguió, entre las 20 del sábado y las 2 del domingo, que la palabra “cultura” ganara nuevas acepciones.

Para continuar una estrategia de probada eficacia, el Ministerio de Cultura del gobierno de la Ciudad garantizó los viajes gratuitos en numerosas líneas de colectivo y en el Tranvía del Este de Puerto Madero. Los vehículos, cargados con jóvenes que activaban insoportablemente los parlantes externos de sus celulares, trasladaban la algarabía de quienes están redescubriendo el entorno. “Y esto es cultura pura”, ratificaba el carrocero de la línea 278 Fernando Oviedo, mientras abarcaba con sus manos el tablero del bondi antiguo que hacía desfilar por Parque Patricios. En vez de estar en un edificio, la exhibición del “Museo del colectivo, el ómnibus y el trolebús” se había montado ahí mismo, sobre avenida Caseros. Había unos cien colectivos con los estéreos a pleno; y la fila de choferes completaba una galería de panzas y carteles con destinos como “Wilde”, “Liniers”, “Tigre”, “Alejandro Korn” y “Glew”. “Un colectivo está lleno de arte, desde las luces hasta el fileteo, pasando por cómo se acomodan los espejos. Son juegos de seducción del transportista”, metaforizaba Oviedo. Los carroceros como él tienen a cargo la decoración y restauración de los buses. “Por eso es fundamental escuchar qué les gusta a los choferes. Hay algunos más retro y otros más modernos, depende. Le cuento un secreto: muchos me piden que ubique un espejito en el suelo e inclinado hacia arriba, para cuando suben chicas en minifalda.”

Si Hollywood ha hecho dos comedias taquilleras con la idea de pasar Una noche en el museo, ¿qué decir de lo que sucedió en algunas de las 150 instituciones que se adhirieron a la celebración porteña? Además, en esta oportunidad se sumaron a la convocatoria –por primera vez– los barrios de Villa Luro, Flores, Colegiales y Coghlan, los partidos bonaerenses de Maipú y Vicente López, las provincias de Catamarca y San Luis y las ciudades de Madrid y Río de Janeiro. Pasajes a Brasil no había, por lo que hubo que indagar más cerca. En un ejercicio de asociación libre, Página/12 pasó del Museo del trolebús al departamento donde vivía Batato Barea, en Tucumán 3054 (Balvanera). En el hogar del recordado actor se permitió la entrada de sólo doce personas cada veinte minutos, y así –para sorpresa de la muchachada que tomaba cerveza en el cordón– se acumuló en la puerta un grupo de “osos”, “cazadores”, “drag queens” y señoras maduras tomadas del brazo. Pulsaban el timbre y se daban aliento mutuo, con la ilusión de que eso multiplicara sus chances de ingresar. Pero el cupo se había cumplido y tuvieron que irse a la vuelta, a mezclarse con otro componente de la masa nómade: los gringos que deambulaban por el caserón de Carlos Gardel. Muchos de esos alemanes, estadounidenses y aledaños ya habían pasado por la preinauguración de otra casona que ayer abrió sus puertas y que, aunque faltan meses para su inauguración oficial, promete convertirse en otro polo importante. Queda en Anchorena 1660 y estará dedicada a Jorge Luis Borges. Ahí también los vecinos miraban vitrinas y gente, hasta que por fin se cansaban y se trasladaban buscando aire fresco.

Se iban para el lado del río, por ejemplo. En la Dirección General de Museos de Costanera Sur, Juana Molina musicalizó una selección de Sucesos argentinos, aquel pintoresco noticiero que marcó época entre las décadas del ‘30 y del ‘60. Los investigadores del Museo del Cine C. Dukrós Hicken organizaron la proyección con ejes temáticos como el río, el trabajo, el ocio y la noche; y la cantautora añadió su interpretación sonora desde un coqueto balcón de la ex cervecería Munich. Había quien disfrutaba haciéndoles honor a los fantasmas del lugar tomando una “birra” en el césped y otros se sacudían con ritmo de rave. Andrea, socióloga y ex psicobolche confesa, aseguraba con un dejo de cinismo que “el mejor lugar para mirar esto es ahí enfrente, en las mesas del Rey de la Bondiola”. Y claro: las parrillitas que están en el límite de la Reserva Ecológica vivían instantes de gloria, y los ojos achinados de los cocineros se iluminaban al contar lo que iba entrando en caja.

Después el asunto se puso más bolichero. Proliferaron los DJs, los lentes de sol y las botellas de agua mineral. Inmejorable excusa para moverse hasta San Telmo. El Museo Penitenciario Argentino Antonio Ballve, montado en un ex presidio que queda a metros de Plaza Dorrego, se vengaba de su pasado y vivía una fiesta “abarrotada”. Con la oreja atenta se podía oír a hombres de corbata y corte al ras dialogando con estudiantes de cine sobre Atrapado sin salida o Papillón. “Hemos recibido muchísimos amigos y tocó la banda penitenciaria. Lástima que no pudiste verla”, se lamentaba el museólogo Gustavo Gonçalves a metros de los grilletes y las facas requisadas que cuelgan de la pared. Repasar las últimas anotaciones en el libro de visitas era un juego tan entretenido como delirante. “¡Hermoso lugar!”, había escrito uno. “¡Radowitzky está vivo, Falcón no!”, perjuraba otro. “Todo genial, excepto cuando la banda tocó ‘Mujer amante’”, reclamaba un tercero; y entonces daba menos pena haberse perdido el concierto.

Unas cuadras más arriba, yendo hacia la 9 de Julio, el pequeño Museo Argentino del Títere rompía –como ya es costumbre– sus propios records de asistencia y temperatura en sala. Un papá con dos nenes dormidos y en andas le decía a su mujer: “Amor, nos fuimos re lejos...”, e iniciaba los planes de regreso a casa en tono sigiloso para no despertar a las fieras. Hacía tanto calor que las marionetas parecían querer armarse la valija y renunciar. Se superponían gritos de chicos que estaban empezando a cansarse. La noche estaba en pañales, igual que varios asistentes.

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