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Lunes, 18 de enero de 2010
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Juan José Becerra, autor de Patriotas

“Me molesta el cinismo de la cultura política argentina”

En su nuevo libro de ensayos, el escritor canaliza el enojo que le provocan varios de los personajes públicos de la derecha criolla. Hay reflexiones e ironías sobre Marcos Aguinis, el rabino Bergman, Alfredo De Angeli y Francisco de Narváez, entre otros.

Por Silvina Friera
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“El concepto de patria es conservador, aunque lo use la izquierda”, apunta Becerra.

Es cierto: el rabino Sergio Bergman da un poco de miedo. Lo confiesa el escritor Juan José Becerra en el primer ensayo de Patriotas (Planeta), en el que revisa y desnuda la inquietante cartografía de personajes y hechos que fundan la nueva Argentina conservadora. A ese paladín de las causas justas que mete miedo lo define como “un Góngora de la civilidad, que no pierde ocasión de instarnos a la participación sin descuidar un tipo de formalismo baratísimo que impacta por las molestias de su aparente lírica”. Los slogans del rabino, con un formalismo de sedimentos religiosos que parece cocinado en los departamentos creativos de las agencias de publicidad, son, como analiza el escritor –que afortunadamente, pese a los riesgos, salió ileso de la lectura del Manifiesto cívico argentino–, “efectistas y huecos, pero capaces de quedar flotando en el ambiente como una nube tóxica”.

A continuación, en esa galería que intoxica, arremete contra el arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, a quien describe como “un dispositivo inquisitorial portátil, que tiene la mirada rapaz de Argos y se mueve en todos los frentes sociales atacándolos desde arriba”. Becerra capitaliza el enojo que le provocan estos “vigilantes” del sentido común con una ironía tan corrosiva que no deja fascista con cabeza. “Si hay algo que reconocerle a Aguer es su brutalidad. No es alguien que necesite hacerse el progresista. Todo lo contrario: es todo lo políticamente incorrecto que se puede ser en las discusiones públicas.” Otro “decapitado” es Marcos Aguinis, “autoridad moral y estilística del sentir nacional. Quién no se atraganta al leer, en la página 69, que en el programa de Mirtha Legrand puso a su ¡Pobre patria mía! a la altura del Yo acuso de Zola y del Manifiesto comunista de Marx y Engels. Debería figurar, aunque usted no lo crea, en un futuro documental de delirios literarios”.

Con el subtítulo “Héroes y hechos penosos de la política argentina”, los “patriotas” que desmonta Becerra en estos ensayos urgentes no tienen desperdicio. De pronto se detiene en el “semblante papal” que ofrece la imagen de Joaquín Morales Solá. “Es una imagen controlada por lo que los maestros de urbanidad conocen como el arte (dramático) de guardar las formas, una hipereducación o una sobreeducación y, por añadidura, una infrasensibilidad o una distancia que desplaza hacia un territorio blanco la materia que Morales Solá juzga a través de métodos de análisis que giran sobre un eje de oro: el perfeccionismo para observar la democracia liberal, es decir, un ideal de funcionamiento y eficacia institucional cuyos nombres y teóricos son tan elevados que no encuentran nunca o casi nunca su realidad”, escribe en “Política del alma perfecta”. En “La consagración del gaucho sencillo” repasa el vertiginoso ascenso de un nuevo héroe visual, el complejísimo icono de Entre Ríos. “Si la gauchesca nunca fue cosa de gauchos, ¿qué es lo que inspira el teatro actual del gaucho argentino reducido a la figura de Alfredo De Angeli? –se pregunta Becerra–. Posiblemente, el folklore. No un folklore reflexivo e ideológico –no el de Atahualpa Yupanqui, pero tampoco del todo el de Larralde o Cafrune– sino el folklore melodramático y altisonante que reduce la sensibilidad rural al grito, una especie de alarido de malón adaptado a un sentimentalismo que no es social sino privado.” Tampoco se salva del estilete de Becerra el discurso político “enclenque” de Francisco de Narváez.

El tono de Patriotas puede evocar, por momentos, el fervor con que Ignacio Braulio Anzoátegui vituperó a ese santoral negativo poblado de réprobos en su Vidas de muertos, en el que le dio con un caño a Sarmiento, Alberdi y Echeverría, entre otros. La diferencia está en la vereda desde la que se mira a esas “familias disfuncionales”. Mientras Anzoátegui fue un recalcitrante ultracatólico y antisemita, considerado por muchos críticos como enfant terrible de la derecha argentina, Becerra se planta como un ciudadano de centroizquierda que fustiga contra el sentido común de la derecha. Poco antes de que Becerra llegue a La Boutique del Libro de Palermo con un ejemplar de la nueva novela de Gustavo Ferreyra, Piquito de oro, los televisores de los bares proyectaban al último “héroe de la patria” atrincherado en el Banco Central, Martín Redrado, quien por la tiranía de los tiempos editoriales –el libro se publicó en diciembre– se quedó con la ñata contra el vidrio de esta galería de la nueva Argentina conservadora. “Es un hijo dilecto del mercado; varias veces en situaciones como ésta no tuvo problemas si se gastaban las reservas”, subraya Becerra a Página/12. “No se puede dar ningún paso adelante. ¿Quién decía un paso atrás, dos adelante? Lenin, ¿no? Esto es al revés: uno adelante y dos atrás. Es tremendo”, asegura el escritor. “Este libro lo escribí para que mi ‘enano civil’ hiciera su catarsis. Si tengo que analizar la actualidad política, pediría, por favor, que hablemos de literatura”, bromea el escritor.

–¿Escribió los ensayos de Patriotas contra el “sentido común” de discursos como el de Bergman o Aguinis?

–Sí, es un libro contra el sentido común; no contra la oposición, porque hay discursos de la oposición que no forman parte del sentido común. Me siento muy incómodo hablando de estos temas porque siempre se hace necesario desplazarse a lo que sería una especie de “chapuceo sociológico”, que no tiene nada que ver conmigo. Yo predico una tradición muy personal en este tipo de libros que está relacionada con las notas que hago para Los Inrockuptibles, en las que escribo sobre literatura, cine o algún acontecimiento. Pero cada tanto me doy el gusto de escribir sobre lo que podríamos llamar la actualidad. Y ahí, como quien dice, encontré un tono. En el caso del Manifiesto cívico... de Bergman, posiblemente el libro más tedioso que cualquier persona pueda leer, tiene una densidad proustiana en el peor sentido (risas). Aguinis es un manual del sentido común sobre el que, curiosamente, él se monta como autor; cuando sabemos que no hay un autor del sentido común.

–¿A qué atribuye el éxito que tienen libros como ¡Pobre patria mía!?

–El éxito de esos libros se explica por un tipo de lector que necesita leer algo ya leído en otro libro, o en el ambiente. Son fenómenos de venta masiva en los que se reivindica el sentido común, lo ya dicho o sabido. Los lectores encuentran en ese libro de Aguinis lo que saben que van a encontrar. Hay como un pacto de fidelidad comercial, pero ningún pacto literario, porque si hay algo que no necesita ese tipo de lector es un estilo. Le fastidia el estilo; necesita como una ola de literalidad que lo revuelque un poco.

–Le pega duro y parejo a Aguinis cuando transcribe una frase de su libro: “Se abandonó el espléndido camino que iluminaba la antorcha de la Constitución y se trepó a un diarreico tobogán ondulante. Es decir, un tobogán que se desliza siempre hacia abajo”. Usted se burla de que “al menos en este momento newtoniano que atraviesa la historia de la humanidad, no hay toboganes que se deslicen hacia arriba”.

–¿No te parece que es como una literatura de autoparodia? Aguinis es un Bustos Domecq que habla en serio y es leído en serio. Es una relación de escritura y lectura que ni siquiera podemos llamar anacrónica; es como de un orden místico: “Yo, que no escribo, hago que escribo; y yo, que no leo, hago que leo”. No debería meterme con los lectores de este tipo de libros, pero ahora que lo pienso bien hay que encontrar la manera de cortar con esto. No digo que terminen leyendo, después de un lavado de cerebro, a Gustavo Ferreyra, pero hay que hacer algo. Si a un libro no se le exige nada, no te da nada. Eso me produce un malestar como lector. ¿Sabés por qué? Porque son libros. ¿Cómo puede ser que el lector de Aguinis, que exige tanto en tantas cuestiones sobre la sociedad y la política, no exige nada del libro de Aguinis? Y lo toma como si fuera un texto sagrado...

Becerra pone la pausa a su enojo y dice que sabe que se indigna un poco. “Mi idea era escribir un ensayo que alcanzase, aunque sea a través de un grito, a dialogar con la actualidad”, plantea el escritor. “No me parece mal que en un ensayo aparezca el elemento personal, la idea de que alguien dice lo que dice no sólo desde una plataforma ideológica o formal sino desde un estado de ánimo. En este caso, desde la indignación.”

–Pero también desde el miedo, como señala en el ensayo sobre Bergman...

–Sí, es cierto: escucharlo a Bergman es como ver una granada sin espoleta que va a explotar en cualquier momento. Pero confieso que más inquietud me causa la opinión pública, que es la que alimenta este tipo de personajes muy populistas. La opinión pública los infla todo el tiempo, pero ellos no se niegan a ser inflados.

–¿Son muy populistas Bergman o Aguinis? En general, ellos usan el “comodín populista” para cuestionar al Gobierno...

–Bueno, el Gobierno tendrá su populismo aparte, pero son populistas en tanto Aguinis y Bergman se encargan muy bien de resaltar que le están hablando al 70 por ciento del país, como si el otro 30 no existiera. Y existe tanto el 70 como el 30.

–Pero Bergman y Aguinis parece que se dirigen al 30 por ciento de la sociedad; esos discursos, más aptos para las clases medias urbanas, tal vez no lleguen a otros sectores sociales.

–¿Pero Aguinis puede tener un solo lector refinado? ¿Por qué no se puede criticar a esos lectores que leen a Aguinis o a Bergman? Nunca van a leer un libro mío (risas). Un libro siempre funciona como una organización que atrae a determinados tipos de lectores y expulsa a otros. Tengo la impresión de que los lectores de Aguinis son lectores de un solo libro; toman ese libro o un conjunto mínimo de libros como la biblioteca universal a partir de la cual no sólo se inspiran sus ideas sino sus vidas. Son como preceptos vitales lo que extraen de esos libros.

–Los personajes que desmenuza en el libro apelan a un discurso con eje en la patria. ¿Qué opina del modo en que se utiliza el concepto de patria?

–El concepto de patria es conservador, aunque lo use la izquierda. No me preocuparía mucho por producir un sentido patriótico, pero sí me interesa leer el sentido patriótico que aparece cada tanto. En este caso se presenta de un modo regresivo: la patria como aquello que la Argentina fue; por lo tanto es un problema que habría que situar en el porvenir. Esa patria que la Argentina fue irrumpe ahora, curiosamente, en el horizonte. Uno puede decir que es un concepto meramente anacrónico, que se trata de experiencias que ya pasaron. Sin embargo, el planteo es que podemos ir a una Argentina patriota en el peor sentido. Esto me molesta porque yo también soy tan argentino como De Angeli; no es que De Angeli es más argentino que nosotros.

–Habría una suerte de campeonato para ver quién es más patriota, ¿no? ¿Lo que está ocurriendo con el Banco Central es una prueba de este fervor patriótico de ciertos sectores de la oposición por “custodiar” las reservas?

–Sí, pero quién es más patriota es una cosa muy difícil de establecer. Lo que más me molesta de la cultura política argentina es el cinismo. Cuando digo sociedad, obviamente me incluyo como partícula de esa marea. Nosotros como sociedad –empiezo a adoptar el tono de sociólogo– tenemos un vínculo con la corrupción y un vínculo con el cinismo. El vínculo que tenemos con el cinismo es la indiferencia. No nos interesa que la cultura de la política se funde en el discurso cínico. Sí, digamos, parece que nos interesa, incluso mucho y tal vez demasiado, el vínculo de nosotros con la corrupción del universo político. El cinismo, que tiene que ver con el lenguaje, es totalmente aceptado. No sé por qué pasa esto; hay cosas que no me explico o no las entiendo. Lo que menos entiendo son las cuestiones ligadas a la sociedad y nuestra supuesta “falsa inocencia”. Hay una especie de salto desesperado por colocarnos fuera de lo que sería el espacio de la responsabilidad. Este libro es como un operativo comando: salgo y vuelvo. Cuando vuelvo, me arrepiento un poco de haber salido; no de haberlo hecho sino de enredarme en ese exterior, porque no soy un politólogo, ni un opinólogo. Como soy un espíritu antimilitante, prefiero escribir estos libros, como Grasa y La vaca, que pueden tener alguna utilidad en términos políticos. Siento un deber como ciudadano. ¡Imaginate lo que significa leer a tipos como Bergman y Aguinis! Es como que te caguen a palos (risas). Alan Pauls dice que este libro es mi probation.

–Usted no es kirchnerista, pero deja en claro que no quiere sumarse a la ola desestabilizadora de la oposición política de derecha.

–Me molesta muchísimo que me lleve cualquier ola, incluso la ola que podemos considerar razonable. Si es por mí, prefiero que no me lleve ninguna ola. Como todo ciudadano de centroizquierda, miro hacia la centroderecha. ¿Hacia dónde querés que mire? Miro el territorio de las antípodas.

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