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Martes, 26 de enero de 2010
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La quinta luna, con León Gieco y un homenaje al Cuchi

Folklore, parte de la religión

La bizarra escena de Los de Imaguaré rezándole a una virgen en el escenario fue sólo una pincelada de una velada en la que León y Mundo Alas conmovieron, y Luis Leguizamón, Sara Mamani y La Negra Chagra pusieron sus voces en un sentido tributo.

Por Cristian Vitale
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León recorrió un repertorio lleno de clásicos junto a los pibes de Mundo Alas.

Desde Cosquín

Que en el marco de un festival de folklore, un grupo salga a escena con una virgen, le rece y después cante el Ave María, entra dentro de una lógica. De cierta mirada. El género, o parte de él, también hunde sus raíces en la hispanidad cristiana. Es un rasgo, algo de su impronta. Pero que un grupo salga a escena, inmediatamente después de un escenario recalentado por León Gieco y en el mismo día del homenaje al Cuchi Leguizamón, con una virgen sincrética, popular y gaucha pero virgen al fin –la de Itatí–, la apoye en una especie de atril de iglesia, cante una versión medio pesada del Ave María, se persigne arrodillado ante ella y meta un discurso denso en el medio resulta, cuanto menos, bizarro. Casi fellinesco. Los de Imagueré lo hicieron y, en cinco minutos, lograron que la Próspero Molina se vaciara con la rapidez de una mosca asustada. “¡Hubiesen salido con ‘Kilómetro 11’, che!”, gritó un correntino resistente, medio picado, viendo que sus ídolos se quedaban sin receptores. El Dios de esta noche, el de la quinta luna de Cosquín, no era ese solemne. Era el de Gieco y su gente. El del Cuchi. El de la eterna plegaria contra la guerra que el cosquinense reeditó para cerrar su concierto o el Tata a quien el salteño mágico le pide que se emborrache los domingos.

Y el que toca, invisible, con su mano mejor, a la tríada de tributantes que le encendió la vela al Cuchi: su hijo Luis, Sara Mamani y La Negra Chagra, secundados por una banda a la altura del hecho, y apoyados en el inevitable ABC de Don Leguizamón. “El –el Cuchi– quería un Dios que se emborrachara los domingos, y que hubiera tenido que ir a la Universidad como él, también, para recibirse de algo. El quería un Dios que fuera capaz de poner en peligro la justicia divina, preso de la pasión por una muchacha. A este Dios, el Cuchi le canta estas coplas”, introdujo la Mamani, carismática, para interpretar las coplitas agudas del principio: “Pobrecito tata Dios, siempre solito y ausente/se moriría de aburrido si no fuera por la gente/pobrecito tata Dios/administrando prejuicios”. Impecable. Sobrevinieron “Chacarera del expediente”, bien; “Carnavalito del duende”, también. “Maturana”, en una versión ensayada pero demasiado formal (“Es la que más me gusta de mi viejo. Maturana, un hombre que se equivocó porque amó dos tierras, y para sacarle ese dolor el Cuchi y Castilla decidieron hacer esta zamba”), explicó Leguizamón hijo. Y, para completar, “La arenosa”, con imágenes de las coloridas montañas de Cafayate, como fondo de pantalla inevitable.

Tras el concierto en tres, vívido, cerradamente aplaudido, subió a escena uno de los nenes mimados del Cosquín siglo XXI: Luis Salinas. “Hace tres años tuve el honor muy grande de abrir la noche de Mercedes Sosa, y después tocar con ella. Lo único que hice, desde que llegué, fue pensar en ella, de corazón. Este concierto, por supuesto, le está dedicado”, dijo el guitarrista nacido en los suburbios de Buenos Aires, que pobló su media hora de piezas en su mayoría instrumentales. Una fija del festival. Momentos íntimos, con ciertos saltos de energía que dejan muda a la platea. Clímax ideal para respirar en una noche fresca. Los Carabajal, acto seguido, con su habitual tacto de chacarera a volumen record. Luego Ariel Petrocelli, el Ballet de Juan Saavedra, Franco Luciani, hijo dilecto de Hugo Díaz, que enjugó su armónica trotamundos para meterle un poco de tango a la impronta poco urbana del festival: “Garúa”, de Troilo y Cadícamo. Pero también una zamba (“Padre del Carnaval”); una chacarera (“La de los angelitos”) y un gato propio, rosarino a pleno, para el final: “El canaya”. Repertorio ajustado pero nutrido. Bien repartido.

Y León, luego del Trío MJC y Beatriz Pichi Malén, destinado a mostrar su Dios a través de los chicos de Mundo Alas. A diferencia de la edición anterior, el ídolo de los quemados festejó los 50 años del festival con todos ellos arriba, de principio a final, y con los pintores sin manos dibujando las secuencias. Empezó con una joyita de De Ushuaia a La Quiaca (de Isabel Parra, “En la frontera”), siguió con “La colina de la vida”, en la voz y la guitarra de Alejandro Davio, el tierno de mirar triste y bueno que se come la película, y encaró ruta segura con un tendal compartido de clásicos: “El fantasma de Canterville”, cuya intro –creada por Davio– recrea un riff de La pantera rosa; “Carito”, a cargo del puntano Maxi Lemos; “Cinco siglos igual”; “La memoria”, con pareja de baile incluida; la irrupción de Pancho Chévez, el chico sin pies ni manos, con dos composiciones propias: la que le dedicó a su amigo Beto “el que me da agua cuando tengo sed” y otra, más nueva y comprometida en otro sentido, llamada “Ay, mi país”. “Pensar en nada”, obvio, y “Sólo le pido a Dios” para el final. León les entregó la noche a sus pibes y, de esa forma, dicho está, expuso su Dios. El que vació la plaza cuando terminó. El del Gauchito Gil y, por qué no, el de la Itatí.

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