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Sábado, 30 de enero de 2010
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Dos maneras de entender las peñas que rodean a la Próspero Molina

Tradicionalismo o rave agropecuaria

En la oficial hay luces blancas, conservadurismo y gauchos que llegan en camionetas 4x4. En cambio, en la organizada por Paola Bernal se respira naturaleza a la luz de las velas y con un escenario montado sobre una loma.

Por Cristian Vitale
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La previsibilidad versus la sensación de que cualquier cosa puede pasar: juego de contrastes entre las peñas de Cosquín.

Desde Cosquín

Lo que ocurre en la peña oficial de Cosquín, la más tradicional del circuito que rodea a la Próspero Molina como alternativa, es lo previsible. El espacio es inmenso, las luces muy blancas, el gentío suele llenar las mesas en diagonal que enfrentan al escenario y los nenes –muchos– se duermen con las cabezas apoyadas en los respaldos de las sillas. De no ser por el agite extra de los Stones del folklore, Los Manseros Santiagueños, y las ocurrencias del fundado Onofre Paz, esta noche la puerta de salida sería una buena opción. La estética visual no ayuda, y menos los relatos de una conductora que se va por las ramas y de paso les resta minutos de oro a los artistas. Pero Los Manseros, que saben de esto del folklore a tierra seca, le ponen onda. Llenan la pista de baile, se mandan con la parte más festiva de su repertorio y Paz sale con un desliz de antología. “No sé si decirlo, pero lo voy a decir: me enferma que bailen cuando canto. Parece que no me están dando bola”, lanza él, sin filtros. Y al minuto encara una añeja chacarera. “Ma’ sí vamo’a cantar pa’que bailen todos”, tranquiliza. Era una joda. ¿Era una joda?

Si es que lo fue, fue la única en un ámbito demasiado formal, en el que aún se venera cierta veta conservadora del folklore, impuesta desde arriba. No hay gente picada ni en picada, y los gauchos no son como los que se ve cruzando el río hacia las sierras en cada crepúsculo: éstos lucen elegantes y varios andan en esas camionetas gigantes que se transformaron en el icono de la patria sojera. Un chivito cuesta 45 pesos, un vacío 35; las gradas también están llenas, los pañuelos vuelan y la atmósfera ambiental recuerda a la de ciertos viejos Cosquines, cuando el diablo de las nuevas miradas aún no había metido la cola. Raúl Palma, que también había estado en la Molina esa noche, toca una zamba (“Salta es una mujer”) a medio sonido, un ensamble coral de jóvenes cordobesas no supera la previsibilidad general y la noche se apaga temprano.

Un diablo divino, encendido, bien de febrero, metió la cola en otro lado: las cuatro noches mágicas organizadas por Paola Bernal. El leitmotiv son los cuatro elementos: aire (música y color), agua (vida y vitalidad), fuego (fuerza y pasión) y tierra (movimiento). El eslogan es “Aquí y ahora, arte para todos” y la peña es la más jugada entre las que los organizadores “reconocen” como patas satélite del festival. La niña mimada de Cosquín se propuso ponerle otro color a la de por sí diversa paleta del festival. Noche bien entrada. Una luna llena que se espeja en el río, mil estrellas, leves vientos y un medio ambiente natural que se desmarca del sudor de las peñas bajo techo: las cuatro jornadas se viven en el camping del Puma, algo alejado del epicentro del festival. También se aleja de los focos, salvo los mínimos necesarios para alumbrar el escenario –montado sobre una loma de tierra y rodeado de piedras–; en cambio, hay calidez en la luz de una velas rojas e inapagables. Todo está por fuera de la idea habitual de peña: los bombos que cuelgan de los árboles, el horno de barro donde un viejo hippie barbudo cocina unas riquísimas empanadas –alumbrado por la Cruz del Sur–, el ingreso gratuito, la ausencia de gorras azules, un tacho de chapa enorme con hielo en vez de heladera, el círculo de arena y piedritas donde se baila descalzo, gente sentada sobre troncos y niños durmiendo en colchones inflables, casi al borde del río. Paz musical.

En ese contexto de ensueño, potenciado por el magnetismo único que irradia la anfitriona, se luce el Dúo Orozco-Barrientos, que había tenido su breve momento en la Próspero, justo el mismo día en que la histeria del “gaucho star” tomaba el pueblo. Con Tilín Orozco y Titi Rivarola, la Bernal recrea ciertas gemas en vuelo. Después, cerveza en mano, se pliega Barrientos para un momento intimista (“Pulpa”) y un set apretado de cuecas, gatos y odas al vino, que no puede durar más porque el Dúo tiene que viajar rápido a Buenos Aires para acompañar a Pedro Aznar. “Me quedaría a vivir acá... se armó la rave agropecuaria, muchachos”, tira el cantante de los rulos largos, ante una danza que se desmadra. Y otra vez la voz de Paola que se mezcla, a dos bombos, con los pájaros del amanecer, y desemboca una baguala con fuerza de rito ancestral. Silencio. Fiebre y cielo. Una bailarina que danza como poseída por los duendes. Un solista del bandoneón. Una visita al “Libertango” de Piazzolla. Fogón sin fuego en círculo. Guitarra, bombo, contrabajo, batería de lata para mezclar “Hallejullah”, de León Gieco, con el anónimo “Ojos Azules”, y el final con un guitarrero todoterreno cantando el “Blues de los plomos”. Una noche maravillosa, apolínea y dionisíaca, en la que todo puede pasar. Un contraste nítido con la oficial –con “lo” oficial–, sólo posible aquí y ahora. En tiempo presente absoluto.

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