Desde CosquĂn
Lo que ocurre en la peña oficial de CosquĂn, la más tradicional del circuito que rodea a la PrĂłspero Molina como alternativa, es lo previsible. El espacio es inmenso, las luces muy blancas, el gentĂo suele llenar las mesas en diagonal que enfrentan al escenario y los nenes –muchos– se duermen con las cabezas apoyadas en los respaldos de las sillas. De no ser por el agite extra de los Stones del folklore, Los Manseros Santiagueños, y las ocurrencias del fundado Onofre Paz, esta noche la puerta de salida serĂa una buena opciĂłn. La estĂ©tica visual no ayuda, y menos los relatos de una conductora que se va por las ramas y de paso les resta minutos de oro a los artistas. Pero Los Manseros, que saben de esto del folklore a tierra seca, le ponen onda. Llenan la pista de baile, se mandan con la parte más festiva de su repertorio y Paz sale con un desliz de antologĂa. “No sĂ© si decirlo, pero lo voy a decir: me enferma que bailen cuando canto. Parece que no me están dando bola”, lanza Ă©l, sin filtros. Y al minuto encara una añeja chacarera. “Ma’ sĂ vamo’a cantar pa’que bailen todos”, tranquiliza. Era una joda. ÂżEra una joda?
Si es que lo fue, fue la Ăşnica en un ámbito demasiado formal, en el que aĂşn se venera cierta veta conservadora del folklore, impuesta desde arriba. No hay gente picada ni en picada, y los gauchos no son como los que se ve cruzando el rĂo hacia las sierras en cada crepĂşsculo: Ă©stos lucen elegantes y varios andan en esas camionetas gigantes que se transformaron en el icono de la patria sojera. Un chivito cuesta 45 pesos, un vacĂo 35; las gradas tambiĂ©n están llenas, los pañuelos vuelan y la atmĂłsfera ambiental recuerda a la de ciertos viejos Cosquines, cuando el diablo de las nuevas miradas aĂşn no habĂa metido la cola. RaĂşl Palma, que tambiĂ©n habĂa estado en la Molina esa noche, toca una zamba (“Salta es una mujer”) a medio sonido, un ensamble coral de jĂłvenes cordobesas no supera la previsibilidad general y la noche se apaga temprano.
Un diablo divino, encendido, bien de febrero, metiĂł la cola en otro lado: las cuatro noches mágicas organizadas por Paola Bernal. El leitmotiv son los cuatro elementos: aire (mĂşsica y color), agua (vida y vitalidad), fuego (fuerza y pasiĂłn) y tierra (movimiento). El eslogan es “AquĂ y ahora, arte para todos” y la peña es la más jugada entre las que los organizadores “reconocen” como patas satĂ©lite del festival. La niña mimada de CosquĂn se propuso ponerle otro color a la de por sĂ diversa paleta del festival. Noche bien entrada. Una luna llena que se espeja en el rĂo, mil estrellas, leves vientos y un medio ambiente natural que se desmarca del sudor de las peñas bajo techo: las cuatro jornadas se viven en el camping del Puma, algo alejado del epicentro del festival. TambiĂ©n se aleja de los focos, salvo los mĂnimos necesarios para alumbrar el escenario –montado sobre una loma de tierra y rodeado de piedras–; en cambio, hay calidez en la luz de una velas rojas e inapagables. Todo está por fuera de la idea habitual de peña: los bombos que cuelgan de los árboles, el horno de barro donde un viejo hippie barbudo cocina unas riquĂsimas empanadas –alumbrado por la Cruz del Sur–, el ingreso gratuito, la ausencia de gorras azules, un tacho de chapa enorme con hielo en vez de heladera, el cĂrculo de arena y piedritas donde se baila descalzo, gente sentada sobre troncos y niños durmiendo en colchones inflables, casi al borde del rĂo. Paz musical.
En ese contexto de ensueño, potenciado por el magnetismo Ăşnico que irradia la anfitriona, se luce el DĂşo Orozco-Barrientos, que habĂa tenido su breve momento en la PrĂłspero, justo el mismo dĂa en que la histeria del “gaucho star” tomaba el pueblo. Con TilĂn Orozco y Titi Rivarola, la Bernal recrea ciertas gemas en vuelo. DespuĂ©s, cerveza en mano, se pliega Barrientos para un momento intimista (“Pulpa”) y un set apretado de cuecas, gatos y odas al vino, que no puede durar más porque el DĂşo tiene que viajar rápido a Buenos Aires para acompañar a Pedro Aznar. “Me quedarĂa a vivir acá... se armĂł la rave agropecuaria, muchachos”, tira el cantante de los rulos largos, ante una danza que se desmadra. Y otra vez la voz de Paola que se mezcla, a dos bombos, con los pájaros del amanecer, y desemboca una baguala con fuerza de rito ancestral. Silencio. Fiebre y cielo. Una bailarina que danza como poseĂda por los duendes. Un solista del bandoneĂłn. Una visita al “Libertango” de Piazzolla. FogĂłn sin fuego en cĂrculo. Guitarra, bombo, contrabajo, baterĂa de lata para mezclar “Hallejullah”, de LeĂłn Gieco, con el anĂłnimo “Ojos Azules”, y el final con un guitarrero todoterreno cantando el “Blues de los plomos”. Una noche maravillosa, apolĂnea y dionisĂaca, en la que todo puede pasar. Un contraste nĂtido con la oficial –con “lo” oficial–, sĂłlo posible aquĂ y ahora. En tiempo presente absoluto.
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