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Sábado, 10 de abril de 2010
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Paraíso y Die Räuber son parte de la Competencia Oficial

Tan diferentes como Lima y Viena

La película peruana, del debutante Héctor Gálvez, comunica sensación de abatimiento en un pueblo sin futuro. En cambio, la austroalemana dirigida por Benjamin Heisenberg es un policial con un ladrón kantiano como protagonista.

Por Horacio Bernades
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En Die Räuber no hay razones, explicaciones y mucho menos redenciones o arrepentimientos.

No podrían ser más distintas las dos películas que por estos días presenta la Selección Oficial Internacional del 12º Bafici. La peruana Paraíso es la clase de film que con más facilidad suele identificarse con la noción de “cine latinoamericano”: una crónica, al borde mismo de lo antropológico, de los trabajos (pocos) y los días (largos) de un grupo de jóvenes, en un pueblito humildísimo, ubicado en las inmediaciones de Lima. En cambio, la austroalemana Die Räuber (The Robber, a los efectos de su distribución internacional) considerada una de las revelaciones de la última edición del Festival de Berlín, es algo así como un policial urbano reducido al hueso. La puesta en escena luce la clase de rigor, de capacidad de administración de medios y fines, de sequedad, hasta de frialdad, que suelen considerarse idiosincrásicas en aquella zona del globo.

Jardines del Paraíso es el nombre de la aldea de casitas hechas a mano por sus pobladores. Todos ellos son emigrados de la zona de Ayacucho, allí donde hasta veinte años atrás el enfrentamiento entre el ejército y los miembros de Sendero Luminoso dejó un tendal de horror y sangre. Entre los fantasmas de ese pasado y la falta de futuro parece atrapada esa comunidad, que está por celebrar sus quince años de vida, pero a la que podría considerarse en estado letárgico. Las opciones de futuro para los jóvenes del pueblo consisten en poner un puestito en la feria (las chicas), ingresar al ejército (los varones) o emigrar a Lima, en busca de estudio o trabajo. Todas esas opciones barajan los protagonistas de Paraíso, algunos de los cuales van al colegio de la zona, mientras otros se quedan esperando por las noches, infructuosamente, alguien a quien robar: no pasa nadie.

Producida por Josué Méndez (director de Días de Santiago, exhibida unos años atrás en el Bafici), escrita y dirigida por el debutante Héctor Gálvez, Paraíso muestra algunas ironías (la de que no haya siquiera a quien robarle, o que el circo que llega al pueblo esté integrado por una troupe de cuatro personas, dos ovejas y un mono araña) más sutiles que otras (el nombre del pueblo). Tan seca como los alrededores (camiones cisterna traen el agua en tanques, y la cobran), tan precaria como las casitas de adoquines irregulares (cuando no son de caña o cartón), recién en su último tercio Paraíso logra despegar de la media conocida de lo que podría considerarse el género de la pobreza latinoamericana. Lo hace a través del personaje de la madre de una de las chicas, que por las noches llora al recordar a su marido alcalde, ejecutado por los terrucos (los miembros de Sendero) y su propia violación de un día entero, a manos de los cachacos (los soldados). Si la intención de su realizador era comunicar abatimiento, sensación de sin salida, no hay duda de que Paraíso logra su objetivo.

El ladrón sería el título en castellano de la película de Benjamin Heisenberg que en febrero pasado deslumbró a los asistentes del Festival de Berlín. Si se hubiera llamado El corredor hubiera estado bien también. Porque ésas son las dos actividades a las que se dedica el protagonista, que ya desde antes de salir de prisión parece haber tomado la decisión de hacerlo, en el mismo momento en que recupere su libertad. De tan indiscutible e inquebrantable, para Johann parece tratarse más que de una decisión, de un imperativo categórico. ¿Ladrón kantiano? En ambas actividades descuella el protagonista, a ambas se entrega de modo sistemático. Al mismo tiempo que, máscara sobre el rostro, inicia un solitario raíd de robos de bancos en Viena y alrededores, Johann –basado, según dicen, en un personaje real– bate el record en la maratón pedestre que todos los años se celebra en la capital austríaca. Encima se queda con la chica, a quien conoce de antes y que vendrá a buscarlo. Cartón lleno para el ladrón maratonista. Inalcanzable, por supuesto, cada vez que huye a pie –siempre rumbo al bosque, como lo haría una liebre– de alguno de sus robos.

Filmada con una precisión tal que no le sobra una sola escena o un solo plano, alternando planos fijos con travellings tan maratónicos como el propio Johann, Die Räuber parece un policial negro de los ’40 (Alma negra o Su último refugio son buenos ejemplos), reducido a lo que aquellos podían tener de más fáctico y físico. Lo más parecido a un psicologismo es cuando el protagonista le dice a la chica que a él no le alcanza con eso que ella llama vida. Se entiende que no hay razones, explicaciones y mucho menos redenciones o arrepentimientos, en esta suerte de mecánica cinematográfica del robo, la carrera y la huida. El protagonista, Andreas Lust, tiene cuerpo de jabalina, rostro de Stan Laurel y mirada de Robert Patrick en Terminator 2. Lo más intenso y conmovedor de la película de Heisenberg, que también sigue la tradición del film noir, es la larga, interminable huida final, con su cuadro de agonía y desangramiento, y la certeza de su imposibilidad. Imposibilidad ante la que un kantiano como Johann no se rendirá, desde ya.

* Paraíso se proyecta hoy a las 15.45 y el lunes a las 13.45, en ambos casos en el Hoyts 6. Die Räuber, hoy a las 22 en el Atlas Santa Fe 1 y mañana a las 16.39, en el Teatro 25 de Mayo.

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