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Miércoles, 28 de julio de 2010
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Un hombre que supo esculpir en el tiempo

El sello de Antonioni

La carrera del cineasta italiano entraña una magnífica ruptura con los modelos clásicos, una nueva forma de narrar, poner el ojo y crear un nuevo espacio en el que la música tuvo su rol.

Por Luciano Monteagudo
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El legado de Antonioni parece vibrar hoy en algunos de los más radicales cineastas contemporáneos.

En 1980, Roland Barthes escribió un famoso texto titulado Cher Antonioni, una suerte de carta abierta donde elogiaba la visión que Antonioni tenía del mundo como artista, como poseedor de una sensibilidad capaz de expresar el espíritu de su época. En ese texto, Barthes define los rasgos esenciales de la modernidad del cineasta: “Muchos toman lo moderno como una bandera de combate contra el viejo mundo, contra sus valores comprometidos; para usted, lo moderno no es el término estático de una fácil oposición; lo moderno es, por el contrario, una dificultad activa para poder seguir los cambios del tiempo, no sólo en el nivel de la gran historia, sino en el interior de esa pequeña historia de la que la existencia de cada uno de nosotros constituye la medida”.

La definición de Barthes le cabe muy bien a toda la obra de Antonioni, pero es particularmente justa para abordar las dos películas de las que se acaban de editar sus magníficas, revolucionarias bandas de sonido (ver aparte). Como un artista plástico que pasa de una técnica a otra, después de haber probado el color –en la imprescindible El desierto rojo (1964)–, Antonioni nunca más lo abandona. Y lo utiliza cada vez de forma más personal y expresiva, sobre todo cuando decide tomar aún más distancia del modelo cultural italiano y probar su ojo allí donde parecía agitarse el centro del mundo. En Blow Up (1966), rodada en el swingin’ London de la época a partir del relato “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar, Antonioni le toma el pulso a la ciudad y su tiempo y gana la Palma de Oro del Festival de Cannes. Y en Zabriskie Point (1970) se aventura en el de-sierto californiano, descubre los movimientos contraculturales que se agitan en la juventud universitaria de Estados Unidos e imagina –literalmente– el estallido de la sociedad de consumo y del dominio del modelo patriarcal.

De todo eso, hoy queda más que nada el registro del espíritu de una época, la diagnosis casi antropológica de un determinado momento y de una determinada generación. Pero si hay algo que permanece inalterablemente vivo y presente del cine de Antonioni, si hay algo que afirma su modernidad a ultranza es la manera en que percibe el mundo, la sensibilidad de su mirada, su capacidad de “esculpir en el tiempo”, para utilizar el concepto de Andrei Tarkovski. El suyo es un cine abierto, liberado de la clásica estructura aristotélica, entregado al misterio del sentido, que ya no puede ser unívoco.

Antonioni rompe definitivamente con uno de los elementos fundamentales de la poética neorrealista: la posibilidad de hacer coincidir lo real con lo visible. Como señala el crítico español Angel Quintana: “Antonioni demuestra cómo lo visible puede abrirse hacia dimensiones mucho más vastas que lo real. A partir de las figuras de la realidad, Antonioni construye un espacio fílmico cercano a la tela de un pintor racionalista abstracto. La geometría del mundo ha acabado eclipsando también a las personas, las ha anulado y las ha disuelto en el paisaje urbano”. Por eso, el mejor legado de Antonioni parece vibrar hoy en la obra de algunos de los más radicales cineastas contemporáneos –el malayo Tsai Ming-liang, el tailandés Apichatpong Weerasethakul, último ganador de la Palma de Oro–, como si la modernidad de su cine todavía no se hubiera extinguido, como si todavía pudiera ser capaz de interrogar a esa construcción que llamamos realidad.

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