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Jueves, 12 de agosto de 2010
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El director suizo Alain Tanner fue distinguido en el Festival de Locarno

Pasado y presente de vanguardia

Con la imponente Piazza Grande aplaudiendo de pie, el cineasta suizo recibió el Leopardo d’Onore a su trayectoria, que marcó una “revolución estética”. Además, en el Concorso Internazionale brillaron films franceses y rumanos.

Por Luciano Monteagudo
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Tanner, premiado con el Leopardo d’Onore, es uno de los grandes cineastas europeos de los ’60.

Desde Locarno

¿Quién es Alain Tanner? Las generaciones más jóvenes de cinéfilos seguramente lo desconocen y los más veteranos probablemente lo tengan un poco olvidado. Pero se trata, ni más ni menos, que de uno de los grandes cineastas europeos de la generación del ’60, un suizo que hizo suyo el ideario vital y libertario de Mayo del ’68 y que no lo abandonó jamás, desde que cuatro décadas atrás se llevó de aquí mismo, de Locarno, el Leopardo de Plata por su sorprendente ópera prima, Charles, mort ou vif (1969). Ayer, ante una imponente Piazza Grande que se puso íntegramente de pie para aplaudirlo, el festival le otorgó el Leopardo d’Onore a su trayectoria. El director artístico de la muestra, Olivier Père, habló –en su nuevo y muy cincelado italiano– de “la revolución estética” que significó la aparición de Tanner en el cine independiente internacional, mientras que Serge Toubiana, presidente de la Cinemateca Francesa, que el año pasado organizó una retrospectiva integral de su obra, valoró la originalidad, el vuelo, la libertad esencial de su cine y recordó algunos de sus títulos más significativos. Algunos de ellos se repasan en estos días en Locarno: La salamandra (1971), Jonás que tendrá 25 en el año 2000 (1976), Messidor (1979) y Los años luz, que le valió el Grand Prix du Jury del Festival de Cannes 1981. El propio Tanner, sin embargo, eligió entre sus predilectos a En la ciudad blanca, rodada en 1983, con Bruno Ganz como un marinero sin puerto, en un estilo que se anticipó a su época y que hoy sigue siendo moderno. “La filmé en Lisboa y, a pesar de que estaba enfermo en aquel momento, o quizá por ello, creo que es mi mejor película, la más íntima, las más personal. Se hizo casi toda improvisada y es un poco loca”, declaró Tanner con el Pardo d’Onore en sus manos.

Algo de esa locura es la que sigue reivindicando Locarno en su Concorso Internazionale. Ayer la competencia se vio sacudida por el huracán de Bas Fonds, el tercer largometraje que dirige la joven actriz francesa Isild Le Besco (París, 1982). Como “stellina”, Le Besco ya había estado unos días atrás en la apertura del festival, que se inauguró con Au fond des bois, protagonizada por ella y el argentino Nahuel Pérez Biscayart. Pero como directora impresionó por la fuerza oscura de su nueva película, un viaje al corazón de las tinieblas de tres chicas jóvenes, casi recién salidas de la adolescencia, que rechazan toda relación con el mundo circundante, al punto de llegar al encierro, la locura y el asesinato.

Basado en un episodio real que Le Besco rescató de las páginas de policiales de los diarios sensacionalistas, Bas Fonds no busca una recreación documental del caso. En cambio, a partir de esa noticia, se enclaustra con sus tres personajes en el sórdido e inmundo departamento que habitan como si fuera una cueva y se sumerge en su nihilismo existencial, que ya alguna crítica francesa ha asociado con el universo negro de la literatura de Louis Ferdinand Céline. El film es de una violencia extrema, aunque no tanto por la perturbadora relación que se establece entre este ménage à trois (en el que dos de sus integrantes son hermanas) y que incluye golpes y sometimientos entre ellas. Su violencia mayor, en todo caso, está en su rechazo visceral de la sociedad, de la idea de familia y de las instituciones burguesas, como la Justicia.

Que esta abjuración no esté articulada desde el conocimiento y el lenguaje –como podría esperarse de un clásico film francés– sino, por el contrario, desde una instancia preverbal, hecha de gritos, patadas e insultos, le da al film de Isild Le Besco una cualidad brutal particularmente perturbadora. Es difícil, por ejemplo, distinguir en la debutante Valérie Nataf, que interpreta a la líder del trío, entre persona y personaje: hay en ella una fuerza salvaje que estalla a cada momento, como la de un animal enjaulado.

Y ya que se habla de prisiones, otro de los films del Concorso Internazionale que también llamó la atención en Locarno es Periferic, nueva demostración –por si hacía falta– del increíble momento que sigue atravesando el cine rumano, convertido en una cantera inagotable de talentos. A los nombres ya consagrados de Cristi Puiu (La noche del señor Lazarescu), Corneliu Porumboiu (Policía, adjetivo) y Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas, 2 días), habrá que sumar ahora el de Bogdan George Apetri. Hay muchos más, por cierto, como lo ha venido probando el circuito de festivales internacionales y, dentro de ellos, el Bafici. En Locarno mismo también está en concurso otro film rumano de un cineasta debutante: Morgen, de Marian Crisan, en la línea de humor absurdo de Bucarest 12:08. Pero Periferic da un paso más allá y consigue una rara síntesis entre los rasgos de estilo más habituales en el nuevo cine rumano –realismo puro y duro, tiempo presente absoluto– a los que le suma elementos del cine de género, como el film noir y las road movies.

La protagonista es Matilda (impresionante Ana Aldaru, que puede llegar a competir, si no en ferocidad, al menos por el premio a la mejor actriz con el elenco de Bas Fonds), una joven convicta a quien le otorgan un permiso de salida por 24 horas para asistir al sepelio de su madre. De más está decir que Matilda piensa aprovechar ese permiso para fugarse del país. Pero antes deberá cumplir con una serie de escalas para recuperar un dinero que dice que es suyo y que le servirá para comprar su libertad. Que cada una de estas escalas, distribuidas a lo largo del país, esté marcada en el film con una hora precisa, provoca un suspenso creciente, considerando la hora señalada a la que tiene que alcanzar la frontera. Y que cada uno de estos capítulos lleve a su vez el nombre de un hombre –el de su hermano taxista, el del proxeneta que la explotaba e incluso el de su hijo, a quien va a buscar a un orfanato– no deja de ser una clave de los muchos, crecientes problemas de Matilda. Por momentos, se tiene la impresión de que la mujer –con la piel más curtida por la vida que por el sol áspero, inclemente con el que el director Bogdan Apretri iluminó su película– está atravesando cada uno de los círculos del infierno, a cual más profundo. Y hacia el final se puede llegar a tener la certeza de que para ella no hay mayor diferencia entre una y otra prisión: fuera de la cárcel la espera otra cárcel, quizá más amplia, pero no por ello menos sórdida ni menos hostil.

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