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Martes, 5 de octubre de 2010
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Con la consigna No al silencio musical. Sí a la música en vivo

Los músicos no se callan y siguen marchando

Por Karina Micheletto

¿Hasta cuándo vamos a ser un país poco serio?
Cortina del programa radial Lucy en el cielo con Capusotto

La tragedia del boliche Beara desató una caza de escenarios, porque algo hay que hacer. Y así la ciudad de Buenos Aires está clausurando sus escenarios. No son los locales los que cierran, por cuestiones de seguridad: son los escenarios los que lucen las fajas de clausura, por cuestiones de habilitación. En particular, los más pequeños, aquellos que ofrecen un tipo de música que no goza de las protecciones del mercado. Un par de semanas atrás, un hecho alertó sobre la gravedad de la situación. La policía interrrumpió un concierto del pianista Diego Schissi, para invitarlo a dejar de tocar: en ese mismo momento, les comunicaban a él y al dueño del café Vinilo que el escenario quedaba clausurado. Entre las futuras fechas que anunciaba este lugar estaban las del Festival de Jazz, organizado por el mismo gobierno que ordena su clausura. El lugar había sido elegido, justamente, por las excelentes condiciones de su escenario. Frente a lo evidente, los músicos se despabilaron. Muchos se enteraron de que una ley sancionada el año pasado abre el juego al llamado Régimen de Concertación para la Actividad Musical, que permite que los escenarios para menos de trescientas personas tengan un encuadre legal de habilitaciones a largo plazo, y también establece un régimen de fomento para músicos independientes y lugares chicos. La ley duerme en algún cajón desde hace un año y medio, a la espera de una reglamentación que se promete pero no llega. Semanas atrás un grupo de músicos, productores y público –el dato no es menor– juntaron bronca y hartazgo por Facebook, hasta que alguien encendió la mecha: ¿Y si hacemos algo? En un par de horas terminaron organizando una marcha que, en su primera edición, juntó más gente frente a la Jefatura de Gobierno que aquella de Fibertel, archifogoneada por diario, radio y televisión.

El ministro de Cultura mandó al primer perejil que ubicó en las oficinas de Avenida de Mayo para que bajara a despachar a los ruidosos. Con tan mal tino que el funcionario de Cultura que terminó dando la cara no sabía de qué se trataba la ley, no sabía cuándo había sido sancionada, no sabía quién era Liliana Herrero, una de las que subió a hacer el planteo. La siguiente marcha, el lunes pasado, multiplicó la cantidad de gente con el mismo reclamo: No al silencio musical. Sí a la música en vivo. En la de ayer, fueron cerca de dos mil los que se hicieron oír al ritmo de tambores, panderetas, acordeones, trompetas, tecladitos. Recién con la insistencia, Hernán Lombardi y Javier Ibáñez, el flamante jefe de la Agencia Gubernamental de Control, aceptaron una audiencia con representantes de músicos y dueños de boliches. Prometieron rapidez en la reglamentación de la ley, pero algo –la forma en que actuaron hasta ahora– hace sospechar que las promesas continuarán incumplidas. Mientras tanto, una cadena de mails y teléfonos está en alerta, ante las inspecciones que llegan en plena función: el que sepa de un lugar que está en problemas sabe que puede avisar. Un “Manual de supervivencia” pasa data sobre qué pueden exigir las inspecciones y qué no, y cuáles son los derechos que protegen a los músicos en estas situaciones.

Los llamados “músicos autoconvocados”, que generaron esta movida junto a organizaciones como la Unión de Músicos Independientes y la Cámara de Espacios de Música en Vivo, tienen ahora ante sí un par de desafíos políticos, aunque la palabra choque con lo que cada uno de ellos valora como político. Son en su mayoría jóvenes, los une un reclamo común pero son sueltos, “autoconvocados”, con todas las fortalezas y debilidades que ello implica. De una cosa están seguros: juntarse, conocerse y organizarse para hacerse oír les hizo bien. El Gobierno de la Ciudad, por su parte, tiene ante sí un problema concreto y material, algo que sus ejércitos de asesores, tan ocupados en construir eso que llaman “imagen”, no supieron mensurar: una generación está mostrando su voluntad de protagonismo más allá del click. Se hacen presentes, ya no sólo con el mouse y la palabra. Cuerpos que generan, debaten, exigen. Son peligrosos: Nadie los puede clausurar.

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