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Martes, 3 de mayo de 2011
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FERIA > Se presentó la versión actualizada de Crónica de un sueño, la biografía de León Gieco

“Esperemos seguir sumándole hojas”

La frase de Carlos Ulanovsky, moderador del encuentro que incluyó a León y al autor Oscar Finkelstein, fue una adecuada expresión de deseos para el formidable relato de la vida del cantautor, para quien un par de años puede significar una multitud de hechos.

Por Facundo García
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“Desde 1994 corrió mucha agua bajo el puente. Aquella vez ni yo ni León usábamos anteojos”, dijo Finkelstein.

Diecisiete años pasaron desde que León Gieco y Oscar Finkelstein publicaron por primera vez Crónica de un sueño, la biografía del cantor que compuso “Sólo le pido a Dios”. Y es imposible resumir en pocas líneas lo que sucedió desde entonces. Pero fue mucho. Tanto, que los autores y Editorial Planeta consideraron necesario presentar en la Feria del Libro una segunda edición, corregida y aumentada. Además de las aventuras de León en su juventud, la versión nueva abarca lo vivido a partir de sus últimos discos, el apoyo a las recientes luchas en favor de los derechos humanos y la fundación de esa locura linda que se llama Mundo Alas. Casi otra vida más para sumar a la anterior.

Por la vuelta

Como en el lanzamiento de 1994, Carlos Ulanovsky se encargó de conducir la reunión y leer partes de la obra. “Ha corrido mucha agua bajo el puente. Aquella vez, ni yo ni León usábamos anteojos”, ironizó el periodista. Es cierto: la amistad entre Finkelstein y Gieco ya tiene su trayectoria. Se conocieron en un bar de Caballito hace dos décadas. Ahí tuvieron la idea de recopilar las anécdotas más jugosas del trovador. “Desde esa charla inicial –siguió Ulanovsky– el país, el público y los lectores cambiaron. Yo sólo espero que esto no termine aquí y que en el futuro ambos sigan agregándole hojas al proyecto.”

Escrita a dos voces –esto es, con declaraciones del protagonista y eventuales aportes de su biógrafo–, la crónica recupera jalones de una existencia novelesca. La naturaleza como guía y maestra durante la infancia en Cañada Rosquín, el viaje de León a Bolivia –con sólo trece años–, los primeros éxitos, De Ushuaia a la Quiaca y tantas otras perlas del pasado. Las experiencias de Raúl Alberto Antonio Gieco requirieron más de cuatrocientas páginas para pasar al papel. Y eso que están resumidas.

Finkelstein sostiene que en un principio León era Raulito, o Luli. Al comenzar los cincuenta, “vive en el campo familiar gestado con el trabajo de los abuelos José y Anuncia. Allí están sus padres, Onildo y Elda, los tíos Adelio y Nélida, los primos Hugo y Víctor y una treintena de vacas lecheras a las que van convocando por su nombre para ser ordeñadas”. Al pequeño campesino le parece increíble ver cómo su padre, sentado en un banquito atado a su cuerpo, va ordeñando a esas viejas conocidas, que responden a sus directivas. “‘Bueno, Blanquita, ya está’, le dice a una de ellas, y la vaca retrocede. ‘Vamos, Periquita’, y la vaca se hace presente. No falla nunca”, evoca el escritor en uno de los capítulos.

Las escenas trazan un arco iris de nostalgia. En una parte, se repasa lo que ocurría cuando el viejo Gieco terminaba sus tareas y se escapaba al bar. “El problema era que a lo mejor mi papá terminaba medio borracho a las dos de la mañana en el pueblo. Lo que hacían los amigos era subirlo al sulky, aflojaban un poco las riendas, las ataban y el caballo iba solo al campo, con él durmiendo arriba. Porque el caballo siempre vuelve a su casa (...) Yo lo escuchaba llegar y putear enseguida, porque ya clareaba y tenía que ponerse a ordeñar”, rememora en un tramo el cantautor. Después la familia se mudó “al centro”. El pequeño León descubrió que un vecino relojero tenía “un cajón del que salía música”. Y la canción que el niño escuchó en ese tocadiscos antes que ninguna otra fue “Puentecito de mi río”, de Antonio Tormo, un tema que entonaría a dúo con el propio Tormo en el disco 20 y 20, que Página/12 editó en 1997.

Intimo y compartido

Crónica de un sueño es un texto atravesado por la historia y las inquietudes sociales. El disparador puede ser la imagen de un cine de barrio, o el peso de haber tenido que suspender los juegos de niño para salir a vender revistas, empanadas y gaseosas a los pasajeros del tren que pasaba por Cañada Rosquín rumbo a la Capital. La llegada a Buenos Aires y el contacto con Gustavo Santaolalla –pieza clave para entender el sonido del Gieco más folk– también está narrado al detalle. Ulanovsky siguió poniéndole voz al relato de León en la Sala José Hernández: “A Santaolalla le mostré un par de temas y me dijo ‘ajá. Ahora yo te voy a hacer escuchar algo’. Y puso discos de Crosby, Stills, Nash & Young y Joan Báez. Cuando escuché The free Weelin’ Bob Dylan me cambió la cabeza”.

Entre lectura y lectura, en la sala de la Feria León interpretó canciones que fue mechando con recuerdos. Comparó “Hombres de hierro” con “Blowin’ in the Wind” de Dylan: “Un verdadero afano”, reconoció entre risas. Más tarde, se refirió a las varias versiones de “Sólo le pido a Dios” que se mencionan en el libro. “Hasta hubo un simple que sacaron para la época de Malvinas: en un lado tenía el Himno... ¡y en el otro estaba yo cantando!”, reveló. De yapa, el juglar tocó “El país de la libertad”, “La memoria”, “La colina de la vida” –con el Mundo Alas Alejandro Davio–, “Cinco siglos igual” –acompañado por Andrés Giménez, de D–Mente– y varios temas folklóricos junto al grupo Las Guitarras del Amor.

En el final, quedó claro que otro de los prismas que ofrece Crónica... es el de la visión que tiene un muchacho común y corriente cuando se levanta un día y descubre que es famoso. “Hasta están los que les dicen a los chicos: ‘Vení para acá que está León Gieco, mirá que está León Gieco, ¿eh?’. Y ahí, en un segundo, paso a ser el Hombre de la Bolsa”, chancea el ídolo en uno de los párrafos. Pocos saben que le gusta andar en bicicleta con barbijo, para conservar su anonimato. Tampoco se conocen masivamente los sitios públicos que llevan su nombre. Hay una avenida en La Quiaca, una calle en Tilcara, una calle en Vaqueros (Salta), más un colegio y dos centros culturales en Mendoza. “Cuando fui a inaugurar la calle en Tilcara me regalaron un terrenito para que me construyera lo que quisiera. Yo se los dejé a ellos. Pero el premio más importante es que fue todo el barrio a saludarme. Pensé que si construía algo ahí iba a vivir en León Gieco al 100 y me pareció muy gracioso”, cuenta el artista.

Los fans aplaudieron en cada estación del recorrido. En el cierre del fin de semana, y con el predio de la Rural ya casi desierto, una extraña fibra de intimidad unía a los que se habían quedado hasta tan tarde. Paulatinamente, cada quien volvió a sus asuntos. El propio Gieco lo hizo al explicar que lo que cuenta es verdadero, pero que hay aspectos que se reserva para sí. “Es justo decirlo –advirtió–, aquí no está todo (...) Las cosas que sólo yo sé y que jamás contaría pertenecen a un mundo al que ninguna otra persona tiene acceso (...) Son como un tesoro escondido. Solamente yo puedo descifrar las claves del mapa que indica dónde está. Y muchas veces creo haber olvidado cómo hacerlo.”

Textual

“Viajar a la Antártida era un viejo sueño de Pity, mi manager. Era un loco genial y muy emprendedor. Tenía una locura interna, un tipo con pensamientos enmarañados, pero muy valiente a la hora de conducir la carrera de un artista. Desde que terminamos De Ushuaia a La Quiaca venía diciendo que lo único que nos quedaba por hacer era la Antártida. Insistió durante más de diez años hasta que lo consiguió. (...) Y fue alucinante. Viajamos en un Hércules, subimos en una combi con todos los equipos de ATC, un montón de periodistas, nos dieron los trajes... Volamos de Don Torcuato hasta Río Gallegos, reabastecieron el avión y de ahí a la Antártida. Un viaje incómodo, muy incómodo, porque no es un avión confortable. Ahí me di cuenta de cómo viajan los pobres soldados.

Fue en la época de Argentina en vivo y en cada lugar donde se hacía, además del artista que viajaba, tocaba un grupo del lugar. Nos preguntábamos en broma si habría en la Antártida un grupo soporte. La cuestión es que había uno. Cuando llegamos se nos acerca un militar, nos recibe muy bien y dice: ‘Nosotros tocamos folklore’. ‘Qué bueno, van a tocar de soporte, ¿no?’ ‘No, nosotros no podemos tocar, no tenemos autorización.’ ‘¿Para qué?’, le pregunté. ‘Tendríamos que hablar con un superior en Comodoro.’ Les propuse llamarlo yo. ‘¿Cómo se llama el grupo?’ ‘Yacansan.’ ‘¿Es un nombre indígena?’ ‘No, Yacansan es porque ya están cansados de escucharnos.’ Finalmente les dieron autorización, pero también les dieron la orden de no aplaudir mientras yo tocaba. No podían manifestarse. (...)

El programa se grababa dos horas antes por si había algún problema técnico. O sea que cuando terminamos de grabar faltaban dos horas para que lo pasaran. En ese tiempo comimos empanadas y tomamos unos vinos (...) Vimos el programa y cuando terminó estábamos todos en pedo, los Yacansan incluidos. Hay unas fotos muy graciosas en Gente de los militares haciendo pogo mientras yo tocaba ‘Guantanamera’ de sobremesa.”

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