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Sábado, 7 de mayo de 2011
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Antonio Muñoz Molina presenta hoy La noche de los tiempos

“La gente se acostumbra a las cosas más monstruosas”

El escritor español explica el sentido de su monumental novela de 958 páginas, en la que explora los claroscuros sentimentales y políticos de un hombre ensimismado y angustiado por la velocidad del presente. El contexto es la Guerra Civil Española.

Por Silvina Friera
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“España fue una sociedad castigada, encerrada, aterrorizada y empobrecida por el franquismo.”

“El tiempo verbal del miedo no lo cancela la distancia.” Eso piensa el arquitecto español Ignacio Abel, tan lejos de Madrid, un día de finales de octubre de 1936, cuando está en la estación de Pennsylvania, en Nueva York, a punto de tomar un tren que lo llevará al Burton College, una institución académica en la que ha sido contratado para dar clases. Será la última escala de un viaje que empezó cuando escapó de Madrid, vía Francia. La lejanía aviva los recuerdos de un hombre tironeado por sus contradicciones –un socialista “templado”, quizá demasiado correcto políticamente, en la piel de una especie de “reaccionario” sentimental–, que aún no sabe que es un exiliado. Su matrimonio naufraga en la liturgia de la tristeza y la costumbre cuando conoce a Judith Biely, una hispanista norteamericana que pronto se convertirá en su amante. Abel abandona a su esposa y a sus dos hijos en un país quebrado por la Guerra Civil Española. Como si el vaivén del vagón alentara el movimiento interior, la conciencia del arquitecto segrega imágenes de la destrucción de la República y los cadáveres de los fusilados; evoca la carta de su esposa, que se sabe de memoria, aguijoneado por la culpa y la vergüenza y sueña con reencontrarse con su amante. La noche de los tiempos (Seix Barral), monumental novela de 958 páginas de Antonio Muñoz Molina que presenta hoy a las 17 en la Feria del Libro, explora los claroscuros sentimentales y políticos de un hombre ensimismado y angustiado por la velocidad del presente.

El escritor español dice que intentar comprender la Guerra Civil y el franquismo al margen del contexto europeo es una empresa imposible. “Es muy fácil repetir que los españoles somos propensos a las dictaduras y al toreo”, ironiza Muñoz Molina ante Página/12. “Hasta hace poco pensábamos que los egipcios eran proclives a las dictaduras, pero de pronto nos dimos cuenta de que son como nosotros.”

–A propósito de los prejuicios, el protagonista de su novela se queja de que a los españoles les ha tocado la “desgracia” de ser pintorescos. ¿Sigue cargando España con ese pintoresquismo en el concierto europeo?

–Creo que sí, en ciertos aspectos. En muchos campos, España es percibida como un país moderno, pero es muy difícil cambiar las percepciones. Ese antipintoresquismo de Ignacio Abel es de la época, de los años ’30. Toda novela tiene que ser de algún modo autobiográfica y yo no sé hacer una novela que no sea autobiográfica.

–¿Usted sería como Ignacio Abel?

–Sí, en parte. Yo me siento heredero de esa tradición racionalista, muy importante en España, que fue desbaratada por la guerra. Fue la tradición que benefició a los países donde se exiliaron los españoles, como México, Argentina o Estados Unidos. Cuando un país expulsa a una parte de su población, hace un mal negocio; pero los países que las reciben hacen un excelente negocio. Estados Unidos se benefició con el hecho de que Alemania expulsara a mucha de su mejor inteligencia. ¿Qué sería del cine o del humor americanos si no fuera por los expulsados de Alemania? En el primer tercio del siglo XX, hubo en España un movimiento de modernización cultural y político muy importante, que no sólo fue literario, que estuvo también en la ciencia. Pero todo ese mundo fue barrido.

–Uno de los epígrafes de la novela es de Pedro Salinas: “¿Será verdad que tenemos la patria deshecha, la vida en suspenso, todo en el aire?”. El protagonista de la novela, Ignacio Abel, ¿estaría inspirado en el poeta, sería una versión de Salinas?

–Sí, es un personaje literario plenamente inventado, pero el elemento de inspiración fundamental fue Salinas. Ignacio Abel tiene la situación vital de Salinas; pertenece a la clase de profesionales españoles de las décadas del ’20 y ’30, que son los modernizadores del país; y es una persona que ha ascendido socialmente. Salinas, como el personaje de mi novela, tuvo un amor con una profesora americana, profesora que le inspiró los poemas de amor más célebres de la lengua española del siglo XX, La voz a ti debida, y se fue a Estados Unidos a principios de la Guerra Civil. Ese epígrafe es de una carta que le escribió a su amigo Jorge Guillén, en estado de derrumbe.

–¿Por qué eligió ese período que va de septiembre de 1935 a octubre de 1936?

–Quise escribir una novela sobre cómo la normalidad se rompe y nadie sabe lo que va a ocurrir. Yo quería hacer una novela sobre un tiempo que no fuera histórico, es decir que los acontecimientos se vieran con la crudeza y la incertidumbre que tienen antes de convertirse en históricos. Me interesaba ver cómo las vidas privadas se entrecruzan con las circunstancias políticas y sociales y cómo hay una lenta escalada, una escalada de palabras, una escalada de actos terroristas y una escalada de cadáveres. Aunque al principio es un shock tremendo la cantidad de muertos, al cabo de una semana se ha convertido en normal; igual que se ha convertido en normal el constante delirio verbal de la política enloquecida. Las personas no perciben nunca lo que está sucediendo de verdad en el presente, por varias razones.

–¿Cuáles?

–El presente no se distingue bien; cuando se está en un primer plano, los árboles no dejan ver el bosque. Las personas tenemos muy poca capacidad de predicción y vivimos en las burbujas de nuestras preocupaciones, de nuestras obsesiones. Los personajes de mis novelas tienen sus preocupaciones; entonces la realidad pública es como un rumor lejano. Hay una escena en la que los amantes se encuentran en una casa de citas, con las cortinas cerradas. Al fondo se oye el rumor de la ciudad, pero qué les importa. No sé si de manera muy consciente intenté capturar la textura de ese presente antes de que se convirtiera en relato histórico. Cuando se lee retrospectivamente, los hechos adquieren su jerarquía. Pero cuando están sucediendo, uno no los sabe interpretar. En un momento de la novela se dice algo que observé leyendo periódicos de la época: que la palabra guerra empezó a usarse muy avanzado el ’36.

–¿Por qué no se usaba antes?

–Había mucha confusión y no se sabía lo que estaba pasando. Nosotros vivimos en un mundo de comunicaciones instantáneas y nos cuesta comprender que era muy difícil saber en Madrid lo que estaba sucediendo en Barcelona. Las decisiones políticas se tomaban a partir de informaciones muy limitadas. Esa es la belleza, si se puede llamar así, de intentar mirar un tiempo desde la mirada del presente de los que lo han vivido, porque es como si hubiera que desaprender; es como leer el diario de una persona. Las personas están cautivas en el presente.

–Pero hay una conversación, muy al comienzo de la novela, que intenta pescar algo de ese presente, al menos a través del pasado inmediato. En un momento, Abel se define como socialista y Judith le recuerda que a Rosa Luxemburgo la mataron los socialistas. Y que socialistas y comunistas, después de pelearse entre sí, acaban juntos en las cárceles fascistas.

–Claro, es cierto, pero porque esos personajes son muy conscientes de lo que ha ocurrido en Alemania en 1933. Recuerdo un libro que se llama Hitler’s thirty days to power (Los treinta días de Hitler hacia el poder), de Henry Ashby Turner, un historiador americano que estudió con detalle los días que van del 1º al 30 de enero de 1933, cuando Hitler fue nombrado canciller. Nadie tenía la menor idea de lo que iba a suceder. El 1º de enero un periódico liberal de Berlín escribió que gracias a los resultados electorales de noviembre de 1932 el peligro nazi había desaparecido. En la semana en que Hitler fue nombrado canciller, los noticiarios cinematográficos pusieron esta noticia en sexto lugar. El modo en que los hechos son percibidos, ese contraste entre el presente y cómo se ven retrospectivamente es muy aleccionador.

–¿Qué lección sacó usted como novelista?

–Ese contraste es muy interesante como materia literaria porque te permite reflejar la incertidumbre de la vida humana; cómo las vidas son envueltas y arrastradas en circunstancias que no controlan. Lo cotidiano es muy frágil, difícil de desechar y muy tramposo. Uno piensa tontamente que si sigue actuando con normalidad la normalidad se va a mantener. La gente se acostumbra a las cosas más monstruosas.

–¿Se acostumbra a los fusilados, a los cadáveres, al autoritarismo?

–Sí, ése fue el momento en que se perdió por completo la noción de que era posible un compromiso no violento. Se perdió la noción de que el adversario no tenía por qué ser exterminado, se perdió la noción de que había un régimen republicano democrático y que se debía jugar dentro de las reglas de ese régimen. En ese período hubo una escalada de la violencia verbal y física extraordinarias. En los debates parlamentarios, en la prensa, la violencia verbal era escalofriante. El lenguaje que se usaba era el lenguaje del exterminio. Todo esto hay que entenderlo en el contexto europeo; pensar a España como singular lleva a lecturas esencialistas que son una tontería. Ese proceso de brutalización de la sociedad sucedió también en los países del Este, en Alemania y en Francia, con la tendencia a los uniformes, a las juventudes uniformadas y a la atracción por lo militar. En esa época la democracia no tenía ningún prestigio; lo moderno, lo cool, era ser totalitario. El sistema parlamentario parecía una antigualla. Francisco Ayala, que estuvo en Alemania en 1934, cuando ya hacía un año que los nazis estaban en el poder, me contó que el nazismo era como una “revolución” de los hijos contra los padres: los padres eran burgueses y los hijos eran nazis. Ser nazi era cool, era ser moderno. Esta fascinación por la tecnología que tenemos ahora ya estaba en el nazismo. Los nazis utilizaron la radio mejor que nadie.

–En “El modernismo reaccionario”, Jeffrey Herf plantea que los nazis conciliaron las ideas románticas e irracionales del nacionalismo alemán con la tecnología moderna, cuando muchos, a priori, podrían pensar que la expresión “modernismo reaccionario” es un oxímoron.

–El persistente error de las interpretaciones históricas es asociar modernismo estético con modernismo político. Algunos de los grandes modernistas han sido grandes reaccionarios: T. S. Eliot ha sido un gran reaccionario; Ezra Pound, otro. En esa época la democracia no tenía prestigio y las personas templadas eran barridas del discurso político, mientras la mayor parte de la sociedad española era testigo pasivo de los acontecimientos. Había unas minorías activas muy radicales, pero era difícil encontrar personas sensatas.

–¿El personaje de La noche de los tiempos sería un “socialista templado”?

–Sí, es un moderado, un pragmático que cree en el utopismo práctico, que sería otro oxímoron. Pero el utopismo práctico, cuando se desatan los discursos radicales, no tiene oportunidad. Los que se ganan los aplausos no son los que tienen las propuestas más inteligentes, sino los que tienen las propuestas más radicales.

–Pero el nazismo fue derrotado. ¿Por qué perduró tanto el franquismo cuando en la posguerra hubo un viento a favor de las democracias?

–Franco se convirtió en un aliado de Occidente contra el comunismo en 1945; España fue traicionada por las democracias occidentales. En 1951 la España de Franco es admitida en las Naciones Unidas; en 1959, el presidente de los Estados Unidos, (Dwight) Eisenhower, viajó a Madrid y abrazó a Franco a cambio de unas bases americanas en España. Al principio de la Guerra, las democracias occidentales decidieron que no iban a ayudar a la República Española (sólo la ayudaron México y la Unión Soviética), mientras que Franco tuvo la ayuda de Hitler y Mussolini. El golpe franquista estuvo pensado desde el principio como un golpe de exterminio porque la sociedad ya había cambiado; era una sociedad de masas y los reaccionarios se dieron cuenta de que el pronunciamiento tradicional en el que bastaba ocupar el palacio presidencial para dominar a la sociedad ya no era posible porque había una movilización social extrema. A un corresponsal del New York Times, Franco le dijo: “Si hace falta destruir, habrá que destruir”. La posguerra fue de una represión y de una crueldad extremas. España fue una sociedad castigada, encerrada, aterrorizada y empobrecida por el franquismo.

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