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Sábado, 14 de mayo de 2011
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En Habemus Papam, Nanni Moretti reflexiona sobre la responsabilidad del poder

Fumata blanca y crisis de confianza

El director italiano, hijo dilecto del festival, volvió a la competencia en gran nivel, con una sátira ácida aunque emotiva acerca de un cardenal que, al ser elegido papa, se resiste a asumir el cargo. Michel Piccoli, el protagonista, parece hecho a medida para el papel.

Por Luciano Monteagudo
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En Habemus Papam, el cardenal Melville, ya canonizado, debe ser asistido por un psicólogo.

Desde Cannes

Premio a la mejor dirección en 1994 por Caro diario y Palma de Oro 2001 por La habitación del hijo, el italiano Nanni Moretti es uno de los hijos dilectos de Cannes y ayer volvió a la competencia con un film de gran nivel, Habemus Papam. Se trata de una sátira ácida pero no por ello menos emotiva acerca de un cardenal que, al ser elegido papa, sufre una crisis de confianza y se resiste a asumir el cargo, conmoviendo no sólo al Vaticano sino a todo el mundo católico en general. Estrenado en Italia el mes pasado, pocos días antes del revuelo mediático que provocó la súbita beatificación de Karol Wojtyla, el nuevo film de Moretti no tardó en encender la polémica, al punto de que algunos columnistas de la prensa vaticana llamaron inmediatamente a boicotear la película, aun sin haberla visto, como es su costumbre. Pero sería un error leer Habemus Papam como una invectiva contra la Iglesia Católica, a pesar de la libertad y el humor con que Moretti trata los rituales del Vaticano y el cónclave del Colegio Cardenalicio. Se trata más bien de una reflexión sobre la responsabilidad del poder, que –un poco a la manera del último cine de Roberto Rossellini– se interroga por los motivos profundos que pueden mover a un hombre a ejercer una investidura para la cual quizá no se siente preparado.

De hecho, el film de Moretti comienza con imágenes de archivo, tanto del funeral de Juan Pablo II como de la plaza de San Pedro repleta de fieles, esperando la famosa fumata blanca que indica la elección de un nuevo papa. A partir de ese contexto, el film se interna en el cónclave cardenalicio e imagina lo que puede suceder allí dentro, a puertas cerradas, comenzando por un inesperado corte de luz, que provoca la caída de un purpurado, que no puede evitar pisar su propia sotana. Basta con que comience el recuento de votos para que el film se introduzca en los rezos internos de los cardenales, que revelan sus dudas y temores: “Que no me toque a mí, que no me toque a mí...” es el transido coro que sale de sus conciencias. En una segunda fila, el cardenal Melville (un Michel Piccoli que parece nacido para este papel) luce tranquilo, ya que no es uno de los favoritos. Hasta que de pronto –¿por un raro designio divino?– resulta sorpresivamente elegido papa. Basta que todos sus pares se prosternen ante él para que empiece a correrle un sudor frío por la espalda. Y cuando llegue el gran momento de salir al balcón y dirigirse a la multitud de fieles que esperan su palabra en la plaza, sufrirá en la antecámara un violento ataque de pánico escénico, y de su garganta apenas surgirá un grito primal, cargado de angustia.

Ante semejante crisis, el vocero papal (a cargo del polaco Jerzy Stuhr, rostro habitual en el cine de Zanussi y Kieslowski) no tiene mejor idea que convocar a un psicoanalista, para que ayude a Su Santidad a superar el bloqueo. Interpretado por el propio Moretti, el psicoanalista descubre que no sólo no está autorizado a tener una entrevista a solas con su paciente (todo el Colegio Cardenalicio debe presenciar la sesión), sino que tampoco puede, obviamente, preguntar nada que tenga que ver con el sexo, ni con la madre, ni con traumas de la infancia. Para peor, el analista será recluido forzosamente en el Vaticano, porque nadie debe saber lo que sucede allí dentro. Mientras tanto, el Papa renuente logra escapar al mundo exterior y disfrutar fugazmente de su anonimato por las calles de Roma, al tiempo que se pregunta cómo resolver el dilema del cual sólo él puede asumir la solución.

Hay momentos simpáticos y otros verdaderamente graciosos en Habemus Papam, como cuando el psicoanalista Moretti organiza un campeonato de voley entre los purpurados o, forzado a leer el único libro del cual dispone en su habitación (la Biblia, por supuesto), encuentra ya en la Sagradas Escrituras un parágrafo que a su entender es una descripción clínica de la depresión. “Pura deformación profesional”, lo desmiente escéptico un cardenal. Pero hay también auténtica emoción en el proceso interior que recorre el personaje de Piccoli –por caso, gran favorito ya a llevarse aquí el premio al mejor actor–, quien recuerda que alguna vez quiso ser actor, que es capaz de citar de memoria pasajes enteros del melancólico teatro de Antón Chéjov y que se siente feliz de sumarse a una troupe teatral y presenciar el estreno de La gaviota, del cual lo arranca la colorida Guardia Suiza que vela por su seguridad.

Al no referirse a ningún papa en particular y, a la vez, al tomar como protagonista a una autoridad máxima, que tiene una investidura a la vez humana y divina, Habemus Papam se pregunta ante todo por las formas que asume la representación del poder, por los modos de relacionarse con la realidad, por las palabras y categorías de pensamiento con las cuales abordar el fragmentario mundo contemporáneo. A diferencia del psicoanalista de Moretti, el cardenal Melville no es un personaje de comedia sino un agonista que, abrumado por sus pensamientos (“tengo una suerte de sinusitis mental”, confiesa), es plenamente consciente de su condena. El final del film, sin embargo, se permite un curioso soplo de optimismo, no sólo por la inesperada decisión que toma Melville sino también por la canción con la que Moretti hace bailar a todo el Congreso Cardenalicio: “Todo cambia”, en la versión de Mercedes Sosa. Dicho sea de paso, es la segunda vez en tres años que la Negra termina cantando en el Palais de Cannes: en el 2008 fue con “Si se apaga Valderrama”, en el emocionante final de la segunda parte del Che de Steven Soderbergh y ahora con la coda de Moretti.

En contraste absoluto con el film de Moretti, la competencia oficial de Cannes presentó ayer el que quizá sea el punto más bajo en el que ha caído el festival en los últimos años. Se trata de Polisse, tercer largometraje dirigido por la actriz francesa Maïwen Le Besco, acerca del trabajo cotidiano de la Brigada de Protección de Menores de la policía parisiense. No se trata solamente, en el mejor de los casos, de una suerte de telefilm episódico y costumbrista, no muy distinto de los que se pueden ver en alguna aburrida trasnoche por la transmisión de TV5, aunque quizá con más dramáticos golpes bajos. Más grave aun, en un momento en el que parte de la sociedad francesa cuestiona la dimensión y el poder que ha alcanzado su aparato policíaco, Polisse viene a celebrar el despliegue policial con un ahínco –y una estética– equivalente al del programa porteño Policías en acción.

Son muchas las escenas que llaman a la indignación, como esa que se pretende un paso de comedia, en la cual unas mujeres policías se burlan en la cara de una adolescente –a quien deberían contener– porque se dejó violar para recuperar su lujoso teléfono celular (“era un smartphone”, dice la chica ante las risotadas policiales). Pero hay un momento particularmente irritante: a meses apenas de que el gobierno de Nicolas Sarkozy expulsara a casi trescientos ciudadanos rumanos de etnia gitana, Polisse no tiene empacho en retratar una escena en la que la Brigada en cuestión realiza una razzia en un barrio rumano donde presumiblemente los padres prostituyen a sus hijos, y que termina cuando los agentes suben a los chicos a un vehículo policial y todos terminan allí cantando y bailando, felices los niños de haber sido separados de sus padres por el buen Estado francés. Lo que no dice la película es dónde terminó el viaje de ese ómnibus.

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