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Miércoles, 17 de junio de 2015
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Roberto Ibáñez y Gabriel Cosoy ante un nuevo montaje de He visto a Dios

Interrogantes sobre la espiritualidad

El actor ya había hecho esta obra emblemática de Francisco Defilippis Novoa, pero ahora, treinta años después, convoca a Cosoy para dirigir una nueva versión y así “cumplir el sueño de cerrar un círculo”. La redención y lo sagrado atraviesan esta pieza de la década del 30.

Por Cecilia Hopkins
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Ibáñez y Cosoy proponen en la sala La Ranchería “un cruce entre el sainete, el grotesco y el expresionismo”.

La reciente puesta de He visto a Dios, de Francisco Defilippis Novoa en La Ranchería (México 1152) significa, para el protagonista, el actor Roberto Ibáñez, “cumplir el sueño de cerrar un círculo”. Lo dice porque cuando llegó de Tucumán a fines de los ’70 tuvo la oportunidad de integrar el elenco de esta obra, que encabezaba Osvaldo Terranova en el Teatro San Martín. Y este hecho marcó el inicio de su carrera actoral en Buenos Aires. Convocado por el mismo Ibáñez para hacerse cargo de la dirección, Gabriel Cosoy coincide con él en haber realizado “un nuevo montaje de este texto emblemático de los años ’30 respetando y potenciando la propuesta de su autor”. El rol que Ibáñez interpretaba antaño, el del empleado en el pequeño taller de relojería del codicioso Carmelo, está a cargo de su nieto, Santiago García Ibáñez. “Se trata de un auténtico trasvasamiento generacional”, bromea el director, quien destaca el intenso trabajo del joven elenco que también integran Fausto Bengoechea, Gustavo Alejandro Brenta, Silvana Coppini, Beto Orchosky y Sergio Veloso.

Obra subtitulada “Misterio moderno en tres cuadros”, se ha dicho que He visto... con sus interrogantes acerca de la espiritualidad del hombre y sus preguntas metafísicas tiene el formato de una pieza de evangelización, aunque no esté al servicio de ningún dogma religioso en particular. No obstante esto, su contenido no desdeña la comicidad. Por el contrario, en algunos pasajes se concreta el efecto propio del grotesco que tiene la característica de reunir lo risible con lo dramático. Don Carmelo, un italiano enriquecido y avaro, sueña con dejar a su hijo toda su fortuna. Desprecia los valores espirituales y se ríe de los que creen en Dios. Hasta que un hecho trágico signa su vida y le es dado realizar un completo vuelco espiritual.

La adaptación, obra del propio Ibáñez, prescinde de algunos personajes secundarios y, fundamentalmente “abre un poco el cocoliche”, como apunta el actor refiriéndose a cierto allanamiento de la abigarrada lengua que en la obra comparten los inmigrantes italianos. A modo de separadores, la presente versión incluye fragmentos de tangos cantados con acompañamiento de guitarra, a cargo del mismo García Ibáñez. Crear elementos que acerquen al espectador actual a otros tiempos fue, para Cosoy, parte importante de la tarea de dirección: “Dirigir es crear puentes, crear circuitos de relación y encuentro entre sujetos, prácticas e imaginarios”, sostiene.

–¿Cuál es el interés que hoy despierta esta obra?

G. C.: –El hecho de que se pregunte acerca de lo que es sagrado para el ser humano. Nos pareció que es un texto interesante para hacer en esta época tan signada por el consumismo y la posesión.

R. I.: –Hoy existe una gran falta de límites morales y éticos. Todo el tiempo vemos el manoteo desesperado por la supervivencia. Esta obra, en oposición, desnuda la codicia, donde creo que está la esencia del error del género humano, el origen de todos sus males.

–La obra presenta muchas situaciones reideras pero contiene elementos de carácter moralizante...

G. C.: –Defilippis Novoa era un maestro rural, un hombre de tradición alberdiana formado en el racionalismo positivista. El final didáctico y moralizante de la obra tiene que ver con los misterios medievales y con su condición de místico. Pero también fue director de cine y conocedor del expresionismo, lo cual se ve en esta obra. En resumen, sería un cruce entre el sainete, el grotesco y el expresionismo.

–¿Cómo ven el curso de la conversión del protagonista?

R. I.: –La pérdida del hijo representa la pérdida de sentido de la vida de Carmelo, porque era solamente para él que acumulaba riqueza. Allí comienza su transformación.

G. C.: –El cambio profundo que experimenta termina de ocurrirle después de los golpes que recibe. La obra pasa de mostrar un cuadro de ingenuidad alegórica a la transformación profunda de un personaje que no es un dechado de virtudes. De modo que podemos pensar que la redención también puede surgir del fango.

* He visto a Dios, en La Ranchería (México 1152), sábados a las 21.

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