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Lunes, 7 de septiembre de 2015
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Opinión

La barrera cultural invisible

Por Mempo Giardinelli

Parto de una curiosa coincidencia: buena parte de mi más reciente novela transcurre en Brasil, en un pueblo imaginario en el litoral norte. Dos días antes de la presentación, desde Cancillería me informan que la Argentina es el país invitado de honor en la Bienal del Libro de Río de Janeiro, y me invitan a ser parte de la delegación. Esta semana, durante todo el vuelo, con Noé Jitrik hablamos de México y de Brasil como dos hermosos países entrañables cuyas literaturas amamos y comentamos.

Brasil me es completamente familiar y tengo amigos por doquier: en Foz y en Sao Luis, en Bahía y Curitiba, en Florianópolis y Brasilia, en San Paulo y Niteroi. En Barreirinha, sobre el Amazonas, vive ese monumental poeta que todavía escribe y manda cartas por correo y que se llama Thiago de Melho. Y en Rio, en el barrio de Leblon, está Eric Nepomuceno, camarada del exilio y de estas páginas. Con todos ellos aprendí a amar esa literatura que me había deslumbrado ya en mi casa de Resistencia, cuando era chico. Las obras completas de José Bento Monteiro Lobato fueron mi tesoro de infancia, y tesoro que se hizo mítico cuando en el 57 mi viejo y un amigo se cayeron en una avioneta del otro lado de la frontera, en plena selva, y estuvieron desaparecidos seis días angustiosos en los que mi mamá y mi hermana lloraban y yo leía como enajenado imaginando el regreso que finalmente se produjo.

Brasil y su literatura han sido para mí una inspiración maravillosa y mis lecturas siempre resultaron estimulantes y provocativas, quizás porque me crié en un ambiente humilde pero culto en el que se leían y apreciaban tanto el indigenismo de José de Alencar, consagrado en su novela “El guaraní”, como los poemas de Machado de Assís y los cuentos de Euclides da Cunha. Y más acá la potencia impresionante de “Cacao”, la primera novela de Jorge Amado, los poemas de Drummond de Andrade y dos novelas de Erico Veríssimo que mi madre adoraba: “Mirad los lirios del campo” y “Lo demás es silencio”.

Quizá por eso pude entrar después, en México (donde Juan Rulfo era considerado el mayor conocedor de la literatura brasileña), en la exquisita riqueza de lo que podría llamarse la modernidad literaria de Brasil: la épica de El Gran Sertón de Joao Guimaraes-Rosa, y sus cuentos atronadores; el feminismo sutil y macizo de Clarice Lispector y de Ligia Fagundes-Telles; la seducción jacarandosa de las novelas posteriores de Jorge Amado; los policiales de Rubem Fonseca, y más acá la narrativa histórica y de fronteras de Tabajara Ruas, los mundos fantásticos de Moacyr Scliar, la desesperación en los cuentos de Eric Nepomuceno, el humor feroz de Luiz Fernando Veríssimo y el delicado mundo de los poemas y cuentos de Ana Miranda.

Creo que apenas ahora me explico por qué a lo largo de los 36 números de mi revista Puro Cuento (1986-1992) en cada edición jamás faltó un cuento de autor brasileño, varios de los cuales tradujimos, con Silvia Itkin y con Ignacio Xurxo, en lo que fue un ejercicio fabuloso de comprensión textual y lingüística.

Por eso cuando me preguntan si el gran obstáculo para que circulen los libros y los autores de Brasil en la Argentina, y los nuestros allá, es la lengua, yo digo que no. Porque nuestra cercanía lingüística es precisa y es preciosa, y sólo en las fronteras del inmenso Brasil (rodeado por ocho naciones que hablan el Castellano Americano) a ambos lados habitamos más de 50 millones de latinoamericanos que nos entendemos y podemos leernos con soltura.

El obstáculo, la traba, es la ignorancia nomás, y también su hija, la desidia. Porque en Brasil es política oficial la enseñanza del castellano (que ellos llaman equivocadamente “español”) en un sistema educativo de unos 50 millones de estudiantes. Brasil viene desarrollando políticas educativas en favor del bilingüismo desde por lo menos 2005, cuando sancionaron la llamada “Ley del Español”, que de entrada se dirigió a preparar unos 12.000 docentes, cantidad que creció notablemente en esta década, sobre un total necesario que se estima en 200.000 profes de nuestra lengua. Y hoy en muchos estados la enseñanza bilingüe es obligatoria.

Pero a eso los países vecinos parece que ni siquiera lo ven. Ni la Argentina, claro. Aunque sería fantástico hermanarnos lingüísticamente por razones de cercanía, de intereses comunes y por los mutuos beneficios que se lograrían en todos los planos: cultural y turístico, obvio, pero también político, económico y social.

España, en cambio, desde la caída de Franco asumió con inteligencia el desafío, y no precisamente por amor sino porque junto con los Estados Unidos son las dos mayores potencias en didáctica del español como segunda lengua, y también en formación de profesores. Lo que tiene un fabuloso correlato político y económico que ningún gobierno sudamericano parece advertir.

El hecho es que España, y no Latinoamérica, está formando a los miles de profesores que necesita Brasil para implantar la lengua española como segundo idioma.

Y encima estamos sometidos a un mercado editorial transnacionalizado que, para vender en un país y en otro y en otro, nos mantiene lecturariamente fragmentados. Y para colmo con la inconsciente complicidad de gobiernos sudamericanos de todos los signos que son incapaces siquiera de ver el problema y por eso imponen alegremente trabas burocráticas a la circulación de libros. Es una tragedia cultural que continúa invisibilizada. Y otra muestra, patética, de la “viveza criolla”.

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