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Lunes, 18 de enero de 2016
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A treinta años de la muerte de Edmundo Rivero

La voz que te cantaba la justa

Cantó con las orquestas de Julio De Caro, Aníbal Troilo y Horacio Salgán. Muchos lo recuerdan por sus milongas lunfardas, por sus interpretaciones inimitables acompañadas de guitarras camperas. Rivero cantaba con la pasión que sus historias le exigían.

Por Cristian Vitale
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Edmundo Rivero, uno de los grandes de la historia del tango. Murió a los 74 años.

Le decían el feo que cantaba lindo. Lo de “feo”, para ciertos cánones de la belleza corporal occidental (pese a sus pelos rubios) puede que pase. Puede. Ahora, en eso de cantar lindo la cosa se pone más porosa. No es tarea sencilla consensuar que Edmundo Rivero “cantaba lindo” como Abel Pintos, Juan Carlos Baglietto o Freddie Mercury, por poner tres casos en random. Edmundo Rivero –y esto es subjetivo, como casi todo en la vida– no cantaba “lindo”. O al menos no como ciertas pautas de tal arte demandan. Más bien, cantaba con el tono, con el registro, con la pasión que sus historias –o las historias que abordaba– lo exigían. Con el grosor, entre bajo, áspero y arrabalero, que le pedían sus milongas lunfardas, sus putas, sus machos violentos, sus caóticos conventillos, sus bares, timbas, borracheras, cafiolos, toallas mojadas, puñaladas y trifulcas. Sus nieblas de riachuelo. Así de real cantaba el feo que no cantaba tan “lindo”, y por eso es casi inevitable plantarle un recuerdo a treinta años exactos de su desaparición física. Por su talante genuino. Por su enorme aporte al canto criollo de ayer, de hoy y de siempre.

Al recuerdo, entonces. Aunque crecido en Saavedra y “formado” en Belgrano, había nacido como Leonel Edmundo Rivero el 8 de junio de 1911 (hace casi 105 años, ya) en una barriada en ciernes a la que le sacó letra de entrada, nomás: Valentín Alsina. Y no era el de cantor, el destino que le había soñado su padre, un jefe de estación de trenes. Por eso, lo primero que hizo Riverito fue tocar la guitarra, pero tan pronto como empezó a sentirlo se puso a estudiar canto, su verdadera pasión. Porque estudió –en el Conservatorio Nacional de Buenos Aires– y eso no era poca cosa en un género que se vanagloriaba de sus autodidactas, talentos “innatos”, y flexibilidades varias. Estudió canto, empezó a cantar –no lindo, pero impecable– y los trabajos no le fueron difíciles. Primero como personaje de ocasión en los bares, recreos y boliches que recorría con un tío bohemio. Luego, como músico estable de Radio Splendid y también de Radio Cultura donde, junto a su hermana Eva, formó un dúo que, además de tango, interpretaba músicas españolas, y cobraba en especies. Tras cartón, como parte de una tríada de gigantes (Julio De Caro-Horacio Salgán-Aníbal Troilo), de donde salen furibundas interpretaciones de “Yira Yira”, “El milagro”, “Malena” y, muy en especial, las de “Sur” y “El bulín de la calle Ayacucho”. Así trascendió la década del cuarenta. Sus dorados treinta años y pico.

Luego llegaron frutos no tan amargos como sus historias cantadas. Actuaciones estelares en películas (Pelota de cuero, La diosa impura, El cielo en las manos –donde cantó bajo la égida mágica de don Astor Pantaleón Piazzolla–, o Al compás de tu mentira); giras por Europa, por Estados Unidos, por Japón, y miles de personas obnubiladas por esa voz estruendosa, poco escuchada por tales latitudes. Igual que esas letras tan atribuladas, de palabras como escracho, diome o mosquió; de entreveros heavys, reos, tan propios de esos márgenes arrabaleros del mundo donde, ya de regreso y en momentos muy duros para el tango (fines de los sesentas), fundó El Viejo Almacén, un refugio ideal para esa especie de diáspora interna que se dio entre los tangueros. Allí donde, además de enyuntarse con don Osvaldo Pugliese y Ciriaco Ortiz, usufructuó a pleno el conjunto de guitarras camperas que, a la manera de los años veinte, hizo roncha –defendió el legado– cinco décadas después.

Don Lionel Edmundo Rivero –Edmundo por el Conde de Montecristo, según su madre– también se dejó acompañar por Roberto Grela y de su pluma eyectaron gemas lunfardas como “Las diez de última” –acompañado por Luis Alposta–, “Milonga del consorcio”, “Falsía”, algún polémico malambo como “Malón de ausencia” o a aquel estilo de novela de la tarde como “La sureña” (“Usted es rica yo soy pobre, usted patrona, yo peón. No se puede hacer un nido, con un solo corazón”). El hombre de los pies y las manos gigantes, también musicalizó a vates del lunfardo como Carlos de la Púa, Felipe Fernández e Iván Diez. Y los últimos años de su vida estuvieron signados por el Viejo Almacén de Independencia y Balcarce, que no le ahorró bemoles y tampoco una letra que lo pintó –casi– entero. “En este Viejo Almacén / tengo un coro de gorriones/ Sabios, poetas y chorros / se mezclan por los rincones / un tango de antiguos sones / y un son de tangos cachorros”, escribió no mucho antes de morir, el 18 de enero de 1986, por una maldita jugada del corazón. Tenía 74 años.

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