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Lunes, 29 de agosto de 2016
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Rudy Van Gelder (1924-2016) fue un aliado esencial del mejor jazz

En busca de la perfección del sonido

Fue el ingeniero de grabación que desde 1953 dio forma a la manera en que todavía hoy se escucha el jazz. Desde Miles Davis hasta Thelonious Monk pasando por John Coltrane y Bud Powell, es difícil encontrar un gigante del jazz que no haya pasado por su estudio.

Por Luciano Monteagudo
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Rudy Van Gelder en su estudio, fotografiado por Francis Wolff, cofundador del sello Blue Note.

Era, lo que se dice, un tipo de su casa. Primero, la de sus padres, en Hackensack, Nueva Jersey, donde a los 21 años armó un estudio de grabación en el living, desplazando muebles y alfombras para registrar las jam sessions de sus amigos. Después, en Englewood Cliffs, también en New Jersey, la suya propia, que hizo construir de acuerdo a sus propias ideas y necesidades, con una cúpula acústica que, vista de afuera, a los vecinos les hizo pensar que allí se estaba levantando una iglesia. De alguna manera lo era: quienes todavía peregrinan hacia allí, consideran que ese sitio casi escondido entre los árboles, a media hora de auto desde Manhattan, atravesando el puente George Washington, es un lugar sagrado, donde se grabaron muchos de los discos más famosos de la historia del jazz. Ese señor de su casa se llamaba Rudy Van Gelder, murió el jueves pasado a los 91 años y, con más de un millar de sesiones en su haber, fue el ingeniero de grabación que desde 1953 dio forma a la manera en que todavía hoy se escucha el jazz.

Desde Miles Davis hasta Thelonious Monk y Duke Ellington, pasando por John Coltrane, Bud Powell, Sonny Rollins, Milt Jackson, Coleman Hawkins, Art Blakey, Joe Henderson, Dexter Gordon, Jimmy Smith, Freddie Hubbard, Wayne Shorter, Cecil Taylor y Horace Silver, por nombrar apenas unos pocos, es difícil encontrar un gigante del jazz que no haya pasado por el estudio de Van Gelder, un hombre tan obsesivo con las peculiaridades de su trabajo (usaba guantes del más fino algodón para manipular sus micrófonos) como con la organización de su tiempo. En sus comienzos, grababa solamente por las noches, porque de día se ganaba la vida como optometrista. Luego, se hizo tanta y tan rápida fama como el mejor en su rubro que desde que salía el sol hasta que se ocultaba la luna tenía toda la semana ocupada, de lunes a domingo, y le asignaba un día diferente a cada sello discográfico. Trabajó para Prestige, Verbe, Impulse!, Vox y CTI, entre otros, pero si hubo una alianza indisoluble, que dejó toda una marca en la historia de la música popular del siglo XX, fue la que Van Gelder estableció con el productor Alfred Lion, legendario fundador del sello Blue Note.

De origen alemán y tan exigente como el propio Van Gelder, Lion venía haciendo crecer a Blue Note desde 1939 pero el sello inició su apogeo a comienzos de los 50, cuando además de enriquecer su catálogo con los más talentosos músicos del momento –que estaban haciendo su transición del be bop hacia el hard bop– los confió al estudio de ese optometrista que parecía tener mejores oídos que ojos. “A diferencia de otros productores, Alfred era un tipo difícil con quien trabajar”, recordaba Van Gelder en uno de las escasas entrevistas que dio en su vida, para el blog Jazz Profiles. “Sabía exactamente qué quería y cómo quería que sonara un disco aún antes de entrar al estudio. Era un verdadero dolor de cabeza. Pero esa exigencia de calidad también me dio confianza. Sabía cómo sacar lo mejor de sus músicos y también de mi trabajo. Era un maestro en eso. Y no dudo de que si hubiera encontrado alguien que hiciera el sonido mejor que yo, se hubiera ido con él. Pero no lo encontró y eso me permitió levantar y sostener mi propio estudio”.

De esa alianza salieron álbumes imprescindibles como Blue Train de Coltrane, Genius of Modern Music de Monk, Moanin de Art Blakey, Somethin’ Else de Cannonball Adderley, Bass on Top de Paul Chambers o los fundantes Miles Davis Volume 1 y 2, que abrieron nuevas puertas para el jazz, apenas un puñado de una lista casi interminable que también debe incluir registros imperecederos de Sonny Clark, Hank Mobley, Jay Jay Johnson, Lee Morgan, Curtis Fuller, Jackie McLean, Herbie Hancock, Andrew Hill o Kenny Burrell, por nombrar también unos pocos.

Otro productor que consiguió en Van Gelder su mejor aliado fue Bob Weinstock, de Prestige Records, que en muchos casos compartía o disputaba los mismos músicos de Blue Note. Miles Davis, por ejemplo, que grabó para Prestige las famosas “Marathon Sessions” en el Van Gelder Studio, apenas dos jornadas (11 de mayo y 26 de octubre de 1956) de las que salieron cuatro discos memorables (Cookin’, Relaxin’, Workin’, Steamin’) con el que sin duda es uno de los grupos más perfectos de toda la historia del jazz: Miles en trompeta, Coltrane en saxo tenor, Red Garland en piano, Paul Chambers en contrabajo y Philly Joe Jones en batería. Fueron registros en vivo, donde el quinteto tocó en el estudio casi como lo hacía todas las noches en el Café Bohemia de Nueva York. Y donde la famosa sordina de Davis, susurrando su fraseo pegada junto al micrófono (como en la clásica versión de “My Funny Valentine”), nunca sonó mejor.

“Bob Weinstock seguía de cerca lo que hacía Alfred Lion, pero con un proyecto diferente en la cabeza”, contaba Van Gelder. “Y cuando yo experimentaba, lo hacía con Bob. A él no le importaba mucho el sonido, no era su prioridad. Y entonces si yo quería probar un nuevo micrófono en un saxofonista, por ejemplo, nunca lo hacía en una sesión de Alfred. A Weinstock, en cambio, no le importaba. Y el que se beneficiaba de eso era Alfred…”.

Con el productor Bob Thiele, para el sello Impulse!, Van Gelder también grabó en su capilla de Englewood Cliffs auténticos hitos del jazz, como el imperecedero A Love Supreme (1964), de J.Coltrane, que medio siglo después sigue siendo objeto de constantes reediciones y se volvió un disco de una influencia que excede en mucho la de su campo de origen.

Si hubiera que definir el sonido Van Gelder habría que hablar de claridad, brillo, transparencia. En sus sesiones, el piano dejó de escucharse borroso o de chirriar como si alguien estuviera desembalando porcelana, que eran un poco los dos extremos anteriores a su aparición. Surgió también una hasta entonces inédita democratización del sonido: ya fuera monoaural o en estéreo, se escuchaban en igualdad de condiciones todos los instrumentos, incluido el contrabajo, hasta entonces siempre perdido en una suerte de catacumba. Parece que su secreto –que nunca revelaba– era la manera de distribuir los músicos y los micrófonos en el estudio, como si fueran piezas de una compleja partida de ajedrez.

No es que todos los músicos, sin embargo, estuvieran de acuerdo con sus métodos. Se sabe que el saxofonista Johnny Griffin tuvo sus diferencias con Van Gelder y el gran Charles Mingus –tan exigente como el que más– las hizo públicas en un “Blindfold Test” que el crítico Leonard Feather le hizo para la revista Down Beat en 1960: “Rudy Van Gelder trata de cambiarle el tono a la gente. Yo le he visto hacer eso, lo he visto. He visto de qué manera le ponía el micrófono a Thad Jones y le cambiaba todo el sonido. Por eso no quiero grabar nunca más con él, arruinó el sonido de mi contrabajo”.

Reconocido como fue, con premios de todo tipo (incluido un Grammy de honor en 2012), Van Gelder también sufrió en los últimos años los cuestionamientos de muchos audiófilos y aficionados al jazz cuando el conglomerado Concord Records le devolvió las matrices de los sellos Blue Note y Prestige para que las volviera a remasterizar para un nuevo relanzamiento en CD. “Yo recuerdo bien las sesiones, recuerdo cómo los músicos querían sonar, y recuerdo cómo reaccionaban a los playbacks. Y hoy me siento su mensajero”, escribía Van Gelder en sus RVG Remasters Series. “¿Cómo puede acordarse si ya pasó más de medio siglo?”, se quejaba un iracundo forista de los cambios que introdujo Van Gelder a las versiones anteriores en LP y CD, que nunca habían sido remasterizadas por él. “Y bueno, qué se va a hacer, de algo tienen que hablar”, era su resignada respuesta.

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