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Miércoles, 5 de octubre de 2016
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Opinión

El gran Tato Pavlovsky (o Eduardo, mi padre)

Por Federico Pavlovsky
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Ayer se cumplió un año de la muerte de mi padre. Escribo estas líneas en un bar cercano a la Plaza Roja, en Moscú, un sitio especial para mi familia por nuestra ascendencia rusa. Mi viejo era muy ruso, temperamentalmente, en su tenacidad, en su disciplina, en su conciencia colectiva, en su dimensión subjetiva grupal; era “soviético” aunque no participó demasiado de la política en términos partidarios.

Recuerdo un relato de mi padre con Fernando Ulloa, ambos fumando pipa en la Plaza Roja y caminando bajo la nieve. Mi padre era un hincha fanático de Independiente, que a comienzos de los años 80 tuvo un gesto amoroso para conmigo, “hacerse de Ferro” (yo me había hecho de Ferro por mí abuela), lo que se convirtió a la postre en uno de los más lindos recuerdos de la infancia. Su historia personal y la de nuestra familia estuvo atravesada por el exilio, porque fue un golpe del que la familia no se recuperó nunca del todo. Fue un terapeuta de grupo, escritor, dramaturgo y actor de teatro y a veces de cine (Heroína, Miss Mary, Los chicos de la guerra, Cuarteles de invierno, Potestad, entre otras). No le gustaba el cine como actor porque decía que se aburría mucho en las eternas jornadas y los tiempos muertos de las filmaciones. Actor de sus propias obras, si bien no era director de teatro, finalmente se dirigía a sí mismo. Como médico, realizó su trabajo como psicoterapeuta grupal y asumió desde sus comienzos una posición crítica intelectual que tuvo como objeto los excesos profesionales de aquellos que trabajaban con pacientes. N solo en relación al “poder psiquiátrico”, sino también en relación a la posición del psicoanálisis, al que muchas veces denunció por mantener una posición neutra y de abstención frente a hechos sociales trascendentes. Posición que se plasmó con fuerza en la ruptura con la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA) y la creación del escrito Documento y Plataforma (1972), con la idea de una práctica psicoanalítica más comprometida con la realidad social e histórica.

Amante de los deportes, fue un nadador casi profesional de estilo delfín (el previo al actual mariposa) y luego hasta se entrenó con el mítico profe de boxeo Santos Zacarías para la película Cuarteles de invierno. Luego siempre estuvo cerca de la vida deportiva y era un apasionado de los partidos de las selecciones argentinas de casi cualquier deporte.

En 1973 tenía un programa de boxeo y fue a cubrir al Madison Square Garden la pelea Ali vs. Ringo Bonavena. Su padre, mi abuelo, fue boxeador y toda nuestra familia le ha dado al deporte un rol central en el desarrollo personal. Una familia competitiva.

El siempre decía que su vida estaba atravesada por el estudio diario, por su disciplina, por la actividad deportiva y por la lectura.

Quiso mucho e incondicionalmente a algunas personas: Fernando Ulloa, Osvaldo Saidon, Ángel Fiasche, Armando Bauleo, Hernán Kesselman, Gerardo Romano (quien lo ayudó mucho en un momento clave del exilio), Pino Solanas, Rodolfo Livingston y otras más que ahora no vienen a mi memoria de hijo.

Fue alguien que siempre defendió su libertad de opinión, su independencia y se jactaba de no quedar “atrapado” en las peleas burocráticas eternas de las instituciones, en las discusiones de poder pequeñas o en la ambición económica. Fue siempre una persona libre. Podría haber hecho mucho dinero, probablemente, pero lo cierto es que nunca de dedico a la “vida de negocios” y si bien fue exitoso en su trabajo, trabajó para sostenerse a sí mismo hasta pocos días antes de su muerte. El pensaba que un terapeuta es un intelectual que debe colaborar para denunciar aquellas opresiones de la sociedad en la que vivimos y no solo meros técnicos de una profesión: abstinentes y asociales.

Pero el “gran Tato” tiene biógrafos de ocasión que harán su trabajo mejor que yo.

Solo quiero agregar que su ética fue su punto más fuerte, su coherencia entre lo que estudiaba, decía y finalmente hacia.

Se fastidiaba sobremanera con los oportunistas y con una categoría en particular, a quienes adjetivaba como “cotizadores de bolsa”: esa clase de personas que se acercan cuando uno “cotiza alto en la bolsa” y se alejan cuando uno está de malas. Siempre atendió grupos y nunca lo hizo en forma individual y creo que se trató de una apuesta profunda en defensa del subestimado recurso grupal en el ámbito de la salud mental sobre todo post dictadura. Era ese tipo de médicos que los pacientes adoran y que siempre lo guardarán en sus corazones. Quizá también fue ese tipo de personas tan apasionadas con su profesión y su desarrollo profesional, que su punto menos consistente fue la dedicación a la vida familiar y las cuestiones ordinarias entre padres e hijos que cualquier lector puede imaginar. El lo supo en los días finales de su vida, lo aceptó como hecho consumado. Como experto en señalar las contradicciones de los sistemas y de las prácticas, no está mal que como hijo psiquiatra y terapeuta yo señale este aspecto de él menos sólido.

El aprobaría mi punto de vista.

El “gran Tato” le tenía miedo a la muerte, extrañaba a sus padres, a su hermano menor Quique y a muchos amigos que ya no estaban.

Querido padre: tus hijos Carolina, Martín, Malenka y yo, seguimos con amor tu legado. Podés descansar tranquilo. Dejaste una marca imborrable, fresca y vital en la sangre de muchas personas.

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