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Sábado, 6 de enero de 2007
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MARILU MARINI Y “MENTIRAS PIADOSAS”

“El arte no tiene que ser solemne, debe faltarle el respeto a la realidad”

La actriz, que reside en Francia, vino a participar de una película que retoma la obra de Cortázar, algo inusual en el cine argentino reciente. Marini, que conoció al escritor en su exilio parisino, señala las coincidencias personales con el proyecto: “Ese humor y esa ironía, ese distanciamiento de la realidad son muy afines a mi forma de pensar”, señala.

Por Julián Gorodischer
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Situaciones mínimas pueden convertirse en hitos de la memoria. Ella parloteaba en una fiesta cualquiera, recién llegada a su exilio parisino que prolongaría hasta estos días, y él la miró pasar acomodado en un pasillo. La actriz miró al escritor y le dijo: “Pero Julio, estás de cotelete”. El le agradeció por activar con un término el vector de la nostalgia, que lo remontó al corazón del lunfardo en plena Ciudad Luz. De allí en más, Marilú Marini –que hoy filma en la Argentina la ópera prima Mentiras piadosas, de Diego Sabanés, basada en la obra del autor de Rayuela– y Julio Cortázar se tuvieron mutua simpatía, basada en eso que es tan difícil de lograr entre dos personas: una sensibilidad común. “Yo ingresé a la obra de Julio por Historias de cronopios y de famas”, recuerda la actriz de Mortadela y Niní, entre tantas obras. “Allí encontré ese humor y esa ironía, ese distanciamiento con la realidad, tan afines a mi forma de pensar.”

Tal vez ese lazo basado más en la empatía que en la frecuentación genere esta alegría que siente por protagonizar la primera película de ficción que, después de varias décadas, retoma la obra del cuentista de Bestiario, para construir una historia que se basa, en particular, en los relatos “La salud de los enfermos”, “Casa tomada” y “Cartas a mamá”. Marilú Marini se sumerge, por estos días (repartiendo sus jornadas de rodaje entre Buenos Aires y San Luis) en una zona alejada del lugar común de la familia en problemas en que la mentira y el secreto son más funcionales que lesivos a la posibilidad de vivir juntos. ¿Se preguntará, tal vez, por qué luego de que en los ’60 Cortázar fuera el gran inspirador de cineastas como el local Manuel Antín (Circe, Intimidad de los parques, La cifra impar), el italiano Michelangelo Antonioni (Blow up) y el francés Claude Chabrol (Monsieur Bébé) se produjo el vacío / el silencio que borraron a sus cuentos y novelas de la filmografía reciente de los directores argentinos? Su argumentación es general: “Hay pocas películas basadas en fuentes literarias; los cineastas jóvenes están más preocupados por retratar su mundo, su espacio ligado a lo cotidiano, a lo que conocen bien, o a dar testimonio”, dice. Que no se entienda como una manifestación de desdén: ella se aggiorna a los tiempos, cultiva amistades intensas con directoras como Lucrecia Martel o Verónica Chen, ente otros, y sabe que si bien la crisis de la influencia letrada podría deberse a una generación criada a la sombra de la cultura audiovisual, eso “no implica baches formativos; hay muchos cineastas de una sensibilidad y cultura muy finas, que leen mucho... pero el campo de las preocupaciones es otro”.

Pero ahora que Diego Sabanés (director del corto Ratas, incluido en las Historias breves) la convocó para ser una madre engañada tan parecida a la criatura de “La salud de los enfermos”, ahora que ingresa en esa mixtura de fantasía y realidad tan cercana a la locura pero de la que se puede volver voluntariamente, Marilú Marini (la mejor heredera de las chicas de Niní Marshall, la del matrimonio artístico constante junto a Alfredo Arias desde los tiempos del Instituto Di Tella) se siente ella misma una chica cortazariana, con su vida marcada por la trama de “El otro cielo”, tan ligada a su propia vida marcada por las distancias y el desdoblamiento. Tanto que ella misma podría sumarse a la veta nostálgica como en ese cuento que imagina una conexión sin barreras que enlaza directamente el Pasaje Güemes y la Galerie Vivienne. Podría asumir como propias las palabras: El Pasaje Güemes era la caverna del tesoro en que deliciosamente se mezclaban la entrevisión del pecado y las pastillas de menta, donde se voceaban las ediciones vespertinas con crímenes a toda página y ardían las luces de la sala del subsuelo donde pasaban inalcanzables películas realistas.

–Yo iba a tomar clases de inglés en la calle Humboldt –señala Marini– y Cortázar ubica una de sus historias en esa calle. Allí descubrí a William Shakespeare y a James Joyce cuando tenía 23 años. Era como una caverna de Alí Babá, y tenía algo familiar para mí. En París, todo el itinerario de Cortázar me es afín, y sobre todo “El otro cielo”, donde el personaje se interna en la Galerie Vivienne y aparece en el Pasaje Güemes. La Vivienne queda a la vuelta de mi casa parisina.

Se fue de la Argentina en 1975, con tantos otros que empezaban a sentir un clima opresivo, una amenaza velada que se iba haciendo cada vez más urgente por su perfil de eterna disidencia a través de la ironía, de sus performances y grotescos desde los tiempos del Di Tella tan emparentados con las fantasías de Copi, donde una segunda realidad permanece semioculta detrás de la anécdota. Se fue a París contratada por su compañero artístico de varias décadas, Alfredo Arias, para una temporada de unos meses del espectáculo Veinticuatro horas, y todavía vive allí. Ocupa un espacio singular que reúne el desparpajo de sus primeros tiempos en el off con el reconocimiento que le da la comedia nacional francesa, pero sigue sintiendo esa tensión entre dos orillas que caracteriza a los escritores que admira: el propio Cortázar, Juan José Saer, el “finísimo” –dice– Edgardo Cozarinsky (por qué no también), Héctor Bianchotti, todos ellos ejemplos de esa intelectualidad dilecta construida a través de la emigración de lugar y de lengua. “Ese corte en la realidad que propone Cortázar, en el cual emerge lo imaginario y lo fantástico, se me daba cotidianamente, como algo que me pertenecía. No sólo por admiración al gran autor de estilo fantástico”, dice Marini. Para trazar su propia historia como lectora de Cortázar, que ahora se aviva con el protagónico de Mentiras piadosas, corporizada en la cruza entre “la engañada” de “La salud...” (que se moriría si se entera de que su hijo ya no puede escribirle “esas cartas”) y la atemorizada propietaria del hogar cooptado de la “Casa tomada”, dice:

–Tiene tanta familiaridad con Silvina Ocampo (otra de sus favoritas), pero desde zonas muy diferentes. En Silvina hay crueldad infantil, esa poesía de una perversidad dulce, sonriente; pero en Cortázar es un pentimento, esa primera capa de pintura que, cuando se saca, da lugar a otra pintura: el pintor ha pintado encima de otra obra. Es como si Cortázar nos mostrara, nos señalara un punto de la realidad, pero detrás de ese objeto, de esa situación, de esa conversación, apareciera otra obra, otro mundo, algo que nos revela y que nos lleva a esos lugares que no desconocemos de nosotros mismos, pero en los cuales no nos aventuramos por un cierto pudor, un cierto miedo a la locura.

–¿Por qué piensa en la locura?

–No es, en realidad, locura lo que se despliega en los cuentos de Cortázar. Es una zona de la que se va y se viene. Locura sería quedarse pegado a eso. En la locura uno se queda; en la obra de Cortázar, si uno se queda en ese otro imaginario, es por una elección. Es como quedarse en un sueño. No es algo en lo que estemos a pesar de nosotros mismos. Es simplemente quedarnos en un lugar al que hemos podido acceder, no pautado en lo real, ni en las normas, ni en lo establecido.

Sobre el vacío de películas basadas en la obra de Cortázar, y –por contrapartida– sobre ese boom de los ’60 que llevaba a pensar en una literatura argentina sembrando cine en todo el mundo, hasta llegar a este regreso después del vacío, surge la pregunta: ¿acaso tendrá que ver con la hegemonía de lecturas fijadas en otro tiempo y otro lugar, con anclaje sociopolítico en el primer peronismo para “Casa tomada” y en la dictadura militar para “La salud de los enfermos”, respectivamente vinculada a una sociedad temerosa de la invasión y a otra cerrada en sí misma que prefería creer a reventar? Si alguien con el mero afán de provocar dijera en esta reunión amable que Cortázar está algo demodé (en referencia a las lecturas desfasadas, al reinado actual del hipertexto que superó al experimento de Rayuela), ella diría: “Pero, ¡por favor! Es como decir que Shakespeare nos está quedando viejo”.

–Algo bello es una alegría, una felicidad para siempre. Un momento de alegría eterno. Yo pienso que cuando un artista nos habla tan conectado con él mismo, como lo hace Julio Cortázar, y cuando lo puede transcribir de una forma tan maravillosa, tan sutil, tan personal, no hay un análisis temporal, hay solamente el contacto con la obra. Yo soy una artista, alguien que trata de descifrar un texto, una obra, un cuadro, una escultura para enriquecerme. Tal vez sea un poco vampírica, ese es mi trabajo.

–Introduce a Cortázar en la categoría de los clásicos...

–No es que haya que respetar a los clásicos sólo porque lo sean; es simplemente la belleza, la emoción de encontrarse ante lo bello. Es como cuando uno encuentra con una persona hermosa, y no importa si tiene una belleza antigua, o la de Uma Thurman, no hay diferencia; la emoción es la misma. El contacto con lo esencial y con lo que quiso dejarnos el artista es exactamente el mismo.

–El pedido es “a no codificar”...

–Tal vez haya que dejar a los intelectuales que codifiquen, que hagan guetos, que pongan vallas, que clasifiquen. ¿Por qué no? Es su trabajo. Yo, como artista, trato de llegar a lo esencial, a lo que a mí me mueve, a desacralizar. Yo no sacralizo a los clásicos, ni pienso que el arte tenga que ser inmutable, ni solemne. Tiene que ser desfachatado, y hacernos mover cosas que no sean confesables, que no sean socialmente aceptadas. Tiene que hacernos reír, llorar, ponernos en una situación de falta de respeto a la realidad. Por eso pienso que los clásicos nos pueden ayudar a vivir.

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