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Viernes, 21 de diciembre de 2007
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DANIEL GUEBEL Y LAS IDEAS QUE MOTORIZARON “DERRUMBE”, UNA NOVELA QUE INVESTIGA EL MUNDO INTERNO DE UN AUTOR

“Soy completamente afín al mito del escritor fracasado”

“Sabía que estaba rozando ciertas ‘zonas prohibidas’ de la intimidad del escritor”, señala Guebel, aunque tiene claro que el límite fue “la intimidad de los demás”. A partir de hechos de la vida de un personaje, Derrumbe indaga sobre las imposibilidades del lenguaje para reproducir y representar el dolor.

Por Silvina Friera
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“El que narra expone lo peor de sí de una manera tan exasperada y grotesca que causa risa”, dice Guebel del protagonista de Derrumbe.

La mañana siguiente a la Navidad todo se desmorona en la vida del protagonista de Derrumbe (Mondadori), la nueva novela de Daniel Guebel. En una semana su mujer y su hija se irán; no es la mejor manera de terminar el año. El dolor por la separación lo convierte en “un animal ciego que choca contra todo”. Con una entonación rabiosa y descontrolada, ese animal ciego expone sin rodeos su intimidad; registra, como si se tratara de un diario, sus percepciones inmediatas de la hecatombe: su desconcierto, su angustia, su soledad. “Soy un escritor fracasado, eso ya se sabe”, dice. “Pienso que el talento a lo sumo me alcanza para escribir una obra maestra de segunda categoría. Y hasta llego a creer que incluso esa pretensión es absurda.” No para de pensar, de lamentarse, y de contar bajo un impulso emocional que sorprende por la contundencia con la que se mantiene de principio a fin. “Soy una versión metafísica del judío religioso que gimotea ante el Muro de los Lamentos después de que se lo retiraron; ahora ni siquiera tiene dónde apoyarse y ganó un nuevo motivo para llorar y tirarse de las barbas. A la hora de la queja, no hay nadie como yo.” No puede evitar afligirse ante la paradoja de que aunque escribe para todos, no es leído por nadie; confiesa que siempre supo que su mujer lo abandonaría, “desde el primer día en que vino a vivir conmigo”; que ha perdido las esperanzas y, por lo tanto, la ilusión (“en la lápida de mi tumba debería escribirse: ‘No soy’”). Sólo su hija es capaz de conectarlo con la vida, la única que puede sustraerlo de la basura en la que se hunde.

Guebel señala a Página/12 que empezó a escribir Derrumbe apenas su mujer y su hija se fueron de su casa. “Me moría, quería gritar y no podía”, recuerda. “Me senté a escribir la verdad de los hechos; quería hacer una especie de registro completamente torrencial y demencial de cada momento de mi vida cotidiana de recién separado. Cinco minutos después, me di cuenta de que el texto se desviaba en otra dirección, que aparecía el mito del escritor fracasado porque ese dolor arrastraba las bajas pasiones de mi vida.” Guebel aclara que utiliza el material confesional de manera estética. “En el primer capítulo, ante la inminencia de su ruptura matrimonial, el personaje se exaspera contra su propio yo y contra las expectativas que tuvo a lo largo de su vida. Es como un animal ciego que choca contra todo lo que ve: contra su posición de escritor, contra su universo sentimental, contra los demás escritores, contra la propia insignificancia de su yo. El marco general de la novela es: la mierda está afuera, la mierda está adentro; el hombre que lo da todo y se convierte en el peor de los desechos, el hombre como resto, un escritor genial que se considera nada, y a la vez esa nada está carcomida por los gusanos de la ambición y del reconocimiento.”

–En un momento se cuentan dos historias: la del saxofonista Paul Desmond, más cercano al mito romántico del artista, y la de Primm Ramírez, que responde al mito del artista fracasado. ¿Con qué mito siente más afinidad?

–Soy completamente afín al mito del escritor fracasado. El fracaso es el lugar desde el cual se puede escribir, independientemente de los resultados personales. Me parece que el mejor lugar para escribir es el lugar donde no hay nada que perder. Después, si el propalador de la ética del fracaso gana el Premio Nobel, ya es otro asunto, en el sentido de que el premio recae sobre el autor, no sobre la materia con la que trabaja el artista.

–¿Por qué el narrador afirma que es imposible contar el dolor, que sólo se puede contar a través de escenas?

–En la novela esbozo una teoría sobre la imposibilidad de que el lenguaje reproduzca el dolor, porque el lenguaje es una articulación convencional, no es fonética, y porque la narración es estructura de hechos. En mi novela, el dolor se articula en una sucesión que respeta bastante la cronología de los hechos, no importa si es mi separación o la de cualquier otro. Por otra parte, se expone el dolor del artista en sus distintas expresiones por no haber sido quien quiso, o por haber descubierto que hay otro que hizo más de lo que él quería o podía. Los límites del dolor son la ley del lenguaje, pero mi novela lo que articula es la incapacidad del lenguaje para “expresar” ese dolor.

–¿Serían variaciones sobre el dolor de la separación?

–Sí, creo que el libro es una serie de variaciones sobre el dolor sentimental y la pérdida. Cuando lo escribí, pensaba en música todo el tiempo. Estaba trabajando un tema principal, la sucesión melódica, la historia de la separación, los encuentros con la hija, las reflexiones sobre el derrumbe matrimonial y, por otro lado, las variaciones, las improvisaciones sobre el tema del fracaso en el arte.

–¿En qué tipo de música pensaba?

–En el jazz, en Miles Davis, en Chet Baker, músicos de pocas notas. Cuando estoy escribiendo, tengo la impresión de que soy un saxofonista que toca rápido porque en el momento en que aparece un punto se tiene que detener y ya no puede seguir. Estaba escribiendo el derrumbe íntimo, y las variaciones, las improvisaciones, eran los sonidos particulares.

–La novela elude el riesgo de caer en lo sentimental y lacrimógeno que puede generar el tema. ¿Qué decisiones tomó para evitar ese peligro?

–No me importaba nada de lo que fuera a pensar la gente. Tenía la impresión de estar trabajando de manera cruda sobre mi autobiografía, sin ningún deseo de construir a mi alter ego como un personaje “mejor que yo”, sin tratar de generar ninguna especie de imagen exaltatoria de mí. Sabía que estaba rozando ciertas “zonas prohibidas” de la intimidad del escritor: la ambición, el deseo de reconocimiento, la competencia, el egoísmo, la envidia, la zona basura de la intimidad de un escritor. Al mismo tiempo que estaba trabajando sobre la zona dolorosa de la pérdida sentimental, era plenamente consciente de que en ese momento terrible estaba escribiendo un texto que disfrutaba, y donde se condensó, además, buena parte de mis deseos de los últimos años, que era escribir una novela en constante tensión emocional respecto del material con el que estaba trabajando. El que narra expone lo peor de sí de una manera tan exasperada y grotesca que causa risa, y lo que cuenta es tan desesperante y está tan llevado al extremo, que conmueve.

–Por eso, al final, la hija le dice: “Por favor, papá, dejá de dar lástima”.

–Sí, en ese sentido es un texto impúdico sobre la exasperación de un sujeto dolido.

–¿Se planteó algún límite?

–Dentro del marco de una novela impúdica, el límite era la intimidad de los demás, pero no la mía. Sí la intimidad de mi ex mujer, no la de mi hija, porque en el momento en que escribí el libro no había un yo que exigiera reservas.

Guebel admite que Derrumbe es una obra rara. “Se lee más como un texto confesional que como una novela”, dice. Siempre resulta sorprendente escuchar los primeros comentarios de los lectores. “Cuando mi vieja leyó la novela, muy discretamente, me dijo: ‘Me mataste’. En un blog alguien dijo que escribí ese capítulo del viaje a Mar de Ajó, donde aparecen mi vieja y mi viejo, como una especie de Céline reblandecido. Y un primo mío que lo leyó me comentó: ‘Muy lindo tu capítulo Harry Potter’. Son los efectos de la lectura, y en ese sentido este texto genera fuerte identificación o rechazo”, sintetiza el escritor.

–Se podría decir que Derrumbe genera un efecto similar al de las novelas de Fernando Vallejo...

–La verdad es que leí media página del libro sobre la Iglesia y me pareció un enfático profesional de la indignación, un texto encabalgado, donde no veía nada puesto en juego, salvo la máquina de la injuria, lo cual no quiere decir que defienda a la Iglesia católica. Tampoco leí nada de Kureishi, por lo tanto tampoco sé si mi novela se parece o no a Intimidad, como dijeron.

–Hay una coincidencia con la última novela de Sergio Bizzio, también sobre una separación. El narrador de Era el cielo plantea que un hijo es una industria de producir miedos. El protagonista de Derrumbe dice que es evidente que el amor a los hijos produce ideología, y que la paternidad es como instruirse en “las aulas de la escuela de la angustia y el terror”. ¿Cómo explicaría este punto de contacto?

–El mayor temor de la vida adulta es que los padres entierren a los hijos, ¿no? Con la paternidad, los terrores sobre la propia identidad se desplazan al miedo sobre el destino de los hijos. Desde que soy padre, no me importa nada de mí, simplemente pienso mi vida en términos del tiempo en que con suerte voy a existir para ver crecer a mi hija, no en términos de mi propia duración. Cuando el narrador dice que la paternidad produce ideología, es porque cumple una función en la novela: invierte la perspectiva sobre la relación entre el arte y la vida.

–Para el artista no habría futuro, para el padre sí.

–Esa sería la conclusión de la ética del narrador, lo cual es un efecto novelesco. En ese sentido a mí no me importa nada si creo lo mismo que el narrador. Las creencias del escritor son insignificantes y, en general, son bastante cínicas, porque el escritor construye una ideología a posteriori de los libros que escribe. Soy un escritor bastante programático que está escribiendo los libros que siempre quiso escribir en términos secuenciales. Hay un programa que está formulado en Derrumbe: escribir infinitos libros, perderme detrás de esa variedad, recuperar esa variedad con mi firma, pero producir libros infinitamente diversos. Al menos como lectura hay que aceptar que casi ninguno de mis libros anticipa el que va a venir. No estoy trabajando el condado de Yoknapatawpha, no soy faulkneriano. Mi apuesta, si se la piensa en términos épicos, es un triple salto mortal, y si se la piensa en términos peyorativos, es siempre una pirueta nueva, aunque en la serie se vea que hay algunas figuras que se espejan entre sí. Mi programa es la indeterminación, la indistinción, siempre más allá, siempre más lejos, hasta no aparecer. Es curioso que siendo ése mi programa todo el tiempo me comparen con otros escritores, lo cual, en el mejor de los casos, demuestra que no soy un lector atento a lo que se produce en mi época.

Guebel subraya que en la novela trabaja a la vez la singularidad extrema de una obra y la posibilidad de que esa obra haya sido hecha antes por otro. “La condición epigonal es más o menos consciente respecto de una producción anterior. La anécdota que cuento en la novela sobre Henry James está en la biografía de León Edel. Lo único que aporté –precisa el escritor– fue mi percepción de que lo que estaba escribiendo James en su momento de desvarío era la estructura, infinitamente comatosa, pero jamesiana, del monólogo interior de Joyce. Estaba anticipando a otro escritor, había creado un salto mortal en su delirio; su escritura se había disparado a otro lado”. El escritor observa que en la novela el narrador se ubica en condición epigonal. “Dice que es la sombra de otro, casi una textualidad borgeana, y cita la frase, que no sé si es cierta o apócrifa, de Esquilo: ‘Escarbo en los restos del festín de Homero’, y se pregunta: ‘¿Con qué sobras puedo alimentarme yo?’, que en realidad es una paráfrasis de La angustia de las influencias, de Bloom”, ejemplifica Guebel. “Una constante es la ilusión de la extraordinaria singularidad de la obra y también la evidencia de la condición epigonal, una tensión no resuelta. Y en ese sentido me parece que mi libro trabaja, mal o bien, las tensiones y oposiciones no resueltas.”

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