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Sábado, 29 de octubre de 2005
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ENTREVISTA AL SOCIOLOGO EMILIO DE IPOLA, QUE ACABA DE REEDITAR SU LIBRO “LA BEMBA”

“Todavía la izquierda tiene que repensar”

El sociólogo, que estuvo detenido dos años durante la dictadura, reflexiona en este libro sobre aquellas condiciones carcelarias. Y agrega que, pese a los años que pasaron, entre los ex militantes de izquierda y los actuales, falta la revisión profunda de algunas metodologías y estrategias.

Por Silvina Friera
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De Ipola fue secuestrado por un comando del Primer Cuerpo.
Emilio de Ipola fue secuestrado por un comando del Primer Cuerpo del Ejército el 7 de abril de 1976. Recuerda que pasó una “semana jorobada”, encapuchado, en la Superintendencia de Seguridad, donde lo torturaron e interrogaron. “Me preguntaban por siglas que no conocía (JCR, PST, VC); entendía poco y nada de qué me estaban hablando”, dice el sociólogo. Le revisaron papeles y anotaciones; en una ocasión, pensando que habían encontrado “lo que buscaban”, le mostraron una supuesta clave secreta escrita de puño y letra por él: ‘H4 vs. VS0’. “¿Qué es esto?”, preguntaron. “Huracán 4, Vélez 0”, les contestó, “soy de Huracán”. Pese a no militar en ninguna agrupación política, viajaba a Chile con frecuencia, en calidad de investigador de Flacso; en esos viajes llevaba correspondencia de militantes argentinos a organizaciones de la izquierda chilena como el Mapu OC, el Partido Socialista y el MIR. El 12 de abril fue puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional; el maltrato amainó. “Me dijeron: doctor, usted va a pasar en cana dos o tres meses”. Sin embargo, permaneció detenido casi dos años hasta que pudo salir “por opción” en el contexto del artículo 23 de la Constitución.
Lo trasladaron primero a la cárcel de Devoto y luego a la de La Plata. Cinco meses después de que la dictadura “se libró de la tarea de mantenerme, alimentarme, vestirme e impedir que yo deambulara a mi guisa por las calles de Buenos Aires”, De Ipola escribió una primera versión de La bemba (reeditada por la editorial Siglo XXI), un “testimonio ordenado” acerca del funcionamiento de los rumores en la cárcel. Bemba, expresión que proviene de Cuba, designa popularmente los labios gruesos y prominentes; por extensión, significa rumor o versión. Antes de que triunfara la Revolución Cubana, se llamaba “radio-bembas” a las noticias que circulaban de boca en boca entre la población. De Ipola toma como materia prima estos retazos de discursos, desarmados y fragmentarios, que circulaban “ilegalmente” de celda en celda, de pabellón en pabellón y que eran comentados, reelaborados y transformados en los patios de recreos. De esta manera, el sociólogo busca dar cuenta de las modalidades de ejercicio de la vigilancia carcelario-política, una violencia que, aunque sutil, era detallada y sistemática. “La cárcel política funciona como una máquina, rigurosamente controlada y siempre perfeccionada, de desinformación.” La bemba toma como referencias teóricas dos textos célebres: Internados, de Erving Goffman, sobre las instituciones totales, y Vigilar y castigar, de Michel Foucault.
En la entrevista con Página/12, De Ipola señala que en La Plata los presos políticos fueron distribuidos según sus adhesiones políticas. “Pero había un pabellón en el que estas adhesiones no se distinguían bien: ahí estaba yo, junto a militantes de partidos chicos –“la charca”–: los trotskistas posadistas, los lambertianos y el PC –caso raro, porque apoyaba a Videla, incluso dentro de la cárcel–, los independientes, los intelectuales... en fin, todos los que éramos considerados medios locos”, bromea el sociólogo.
–¿Hacía chistes en la cárcel?
–Sí, era inevitable. Algunos incluso no querían ser chistes, pero causaban hilaridad. Cuando me sometían al submarino, dejaba que me metieran la cabeza en el agua pasivamente y esperaba. Una vez olvidaron atarme bien los pies; me desaté y empecé a gritar y patalear, mojé todo y los tipos, asustados y la vez molestos por el chubasco, me dieron un café y un cigarrillo, que no logré fumar. Cuando me preguntaron si quería tomar algo, inocentemente les pedí un vaso de agua. Rieron asombrados, pero el hecho quedó como una prueba de coraje. No era eso, era sed.
–¿Qué tipo de comentarios hacían los presos políticos con los que usted hablaba sobre la dictadura militar?
–Recuerdo que un psicólogo que militaba en el PCR definía el golpe de Estado del ’76 como “proimperialista con hegemonía precaria soviética”. Lo de “precaria” me mató: quería decir que era una fórmula elaborada, “oficial”. Después hablé con un trotskista lambertiano que decía que las fuerzas productivas capitalistas no se desarrollaban más. Como los diarios nos llegaban, le dije que había leído sobre algo nuevo, la informática. Ni noticias. Yo me burlaba siempre de los celadores, pero a veces también de algunos presos. No privarme de cargar a los presos era una forma de tomar distancia, aun si yo era amigo de varios de ellos. Lo que está implícito en La bemba es que hay que osar tomar distancia. Cuando regresé a Buenos Aires, en el ’84, pensé que había habido una sesuda discusión con autocrítica dentro de la izquierda, pero me equivoqué fiero: no había habido nada. Sólo se hablaba de traidores, vendidos, quebrados, etc. Yo seguía siendo de izquierda y marxista, pero ya no creía en ciertas cosas que me parecían superadas. En los hechos se impuso la denuncia de la dictadura, expresada en términos afectivos y, cosa muy importante, la demanda de justicia. Pero el enfoque fue unilateral; no abarcó al conjunto, con excepción de la (falaz) teoría de los dos demonios. No hubo una discusión abierta del pasado, sino sólo tomas de posición a priori que ocluían el debate.
–A comienzos de la democracia, ¿qué aspectos usted proponía debatir en la izquierda?
–Yo había publicado en 1985 un texto donde, entre otras cosas, me preguntaba “¿Sólo se es de izqui- erda si se celebran las conquistas de la Revolución Cubana o se lo sigue siendo si también se denuncia la persecución a los homosexuales o la falta de libertad?” Cosas así. Quería que se discutiera qué era ser de izquierda. Pero el hecho fue que cuando se empezó a reaccionar en serio contra la dictadura, con la misión de la OEA en 1979, la bronca por los crímenes del Estado dio lugar a la idea simplista: “Los malos son sólo ellos y los buenos, nosotros”. Faltó una toma de distancia crítica. Indirectamente, esa distancia surgió dentro de las ciencias humanas, donde se pasó de las preguntas de la sociología a las de la filosofía política, en particular ¿cuál es el orden justo?, porque el orden que habíamos creído justo, el socialismo real, no lo era en absoluto.
–La paradoja es que al mismo tiempo que se necesitaba tomar distancia para entender lo que pasó, era ineludible juzgar a los militares.
–Es cierto, pero eso no impedía reflexionar sobre la propia acción de la izquierda, sobre su opción militarista y sus preconceptos; todo se redujo a decir que el golpe fue un expediente para aplicar el modelo de Martínez de Hoz. Por cierto, eso prueba que aún falta pensar más sobre los criminales de Estado, los más responsables, pero también debemos cuestionar nuestras opciones de entonces. No olvido que en Devoto, cuando se anunció la “ejecución” de un empresario, los presos políticos aplaudieron a rabiar. ¿Iban a matar a cada burgués? Marx no decía eso; no exhortaba a matar a los burgueses, sino a abolir las relaciones capitalistas de producción.
–Pero esas muertes eran consideradas la manera de atacar a un poder que torturaba, mataba y desaparecía.
–O sea, actuar como actuaba el poder. Es, como dice Oscar Del Barco, una cuestión de principio: esos asesinatos, a militares, a empresarios, a ideólogos, te llevaban a ser casi igual a ellos. Sin contar el hecho, oculto tras un triunfalismo ciego, de que la desproporción de fuerzas terminaría acabando trágicamente con los sueños redentores. Se esperaba siempre la levantada popular, pero no pasaba nada. Al contrario, en un comienzo hubo un claro repudio a los guerrilleros y un apoyo significativo a la junta. Creo que matar a un militar o a un ideólogo de derecha merecía, por lo menos, una reflexión crítica, pero es notorio que para muchos militantes no hay nada de qué arrepentirse.
–¿Cree que con Kirchner, al resignificar la militancia de los ’70, se está dando una oportunidad para abrir el debate?
–Sí, es una oportunidad. Las mismas ciencias sociales, antes calladas, han empezado a reclamar: “nosotras también tenemos cosas que decir”. Ello se debe a que la sociedad se está movilizando. El paso del tiempo y las nuevas generaciones pueden ayudar a impulsar el debate.

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