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Sábado, 23 de febrero de 2008
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EL ADIOS A EMILIO RODRIGUE

Poner el cuerpo en el psicoanálisis

Fue uno de los miembros más lúcidos de la “segunda generación”, comprometido con la investigación y la búsqueda de ideas.

Por Silvina Friera
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“Yo fui lo que pasé a llamar un psicoargonauta, analista en la Diáspora”, dijo una vez.

Era un psicoanalista hasta la médula, que hizo de la libertad existencial un “credo”. El decía que era un psicoanalista cuando atendía, cuando corría y hasta cuando hacía el amor. Su vida, surcada de separaciones, escisiones y rupturas, de conquistas y desarraigos, fue quizá su principal laboratorio: experimentó en campos tan diversos como los grupos, el psicodrama, la Gestalt, las comunidades terapéuticas, terapias alternativas, hongos alucinógenos y otras drogas. Emilio Rodrigué, uno de los miembros más destacados y lúcidos de la segunda generación de psicoanalistas argentinos, murió el jueves a los 84 años en San Salvador de Bahía (Brasil), donde vivía desde 1974, en ese “paraíso” que encontró después de la muerte de Perón, cuando decidió exiliarse. “Yo fui lo que pasé a llamar un psicoargonauta, analista en la Diáspora”, se definía el autor de las novelas Heroína, llevada al cine por Raúl de la Torre; los dos tomos de Sigmund Freud, el siglo del psicoanálisis y la autobiografía El libro de las separaciones, en donde afirmaba que la marihuana fue su “cuarta maestra”.

Rodrigué nació en 1923, en el seno de una familia adinerada. Cuando cursaba segundo año de Medicina pensó en colgar seriamente el bisturí para criar ovejas en la Patagonia. Pero su padre –“ateo, bon vivant, jugador de bridge, maestro del ocio”–, un gran lector que se la pasaba leyendo la vida de los santos y la obra completa de Freud, tuvo un rol principal en el ingreso de Rodrigué al psicoanálisis. Comenzó su formación en la Argentina, de la mano de Arnaldo Rascovsky, pero las lecturas de Melanie Klein y Douglas Fairbairn, a las que Rodrigué consideraba entonces “el verdadero análisis”, lo fueron distanciando irremediablemente de Rascovsky. Por una disposición de la APA (Asociación Psicoanalítica Argentina), si un candidato abandonaba su análisis didáctico, ningún otro didacta lo podía tomar en análisis. Sin chances de continuar con su formación en el país (por la disposición de APA lo habían rechazado Marie Langer y Enrique Pichon Rivière), en 1948 Rodrigué decidió viajar a Londres, donde continuó su aprendizaje con Melanie Klein, Paula Heimann y Wilfred Bion, y le tocó supervisar a la propia nieta de Klein, a la que consideraba “un galardón transgresivo”. “Esa supervisión con la abuela fue escabrosa. Recuerdo el día, en pleno juego, en que bajó una araña detrás de la chica. Yo la maté de un zapatazo. La abuela me quería matar. ‘¿Cómo? ¿Usted mató un bicho en presencia de mi nieta?’”, recordaba Rodrigué, que reconocía que Klein en psicoanálisis, Suzanne Langer en lógica simbólica y Marie Langer en política fueron sus grandes maestras.

Cuando regresó al país en 1953, introdujo, junto a Arminda Aberastury, el kleinismo y las teorías de Bion en la Argentina y en Latinoamérica. Junto a Langer y León Grinberg, Rodrigué publicó el primer libro en castellano sobre Psicoterapia de grupo. Entre 1958 y 1962 estuvo en la comunidad terapéutica de Austin Riggs, Ma-ssachussetts (Estados Unidos), donde trabajó con David Rappaport y Erik Erikson. El resultado de este paso fue el libro Biografía de una comunidad terapéutica. En 1966 fue elegido presidente de la APA. A fines de los ’60 se integró al grupo Plataforma que, junto al grupo Documento, denunció los métodos de formación de analistas y renunció a la Asociación Psicoanalítica Internacional (API), a fines de 1971.

“Es una droga muy pesada, no es ningún picnic”, decía el psicoanalista sobre sus experiencias terapéuticas con ácido lisérgico. “Ni hablar del hongo: ésa fue una experiencia lindísima que hice en México, donde me sentí poseído por el hongo”, contaba Rodrigué. “Fui a tomarlo a Huatla, la tierra de los mazatecos. Me sentí poseído por el hongo, al punto tal que me peleé con la hechicera, porque cantaba canciones católicas y yo no quería saber nada de eso; yo era indio. Yo era un superindio. La hechicera se impacientó conmigo, hizo un buche de agua fría y me lo escupió. Me paralizó; fue como si me clavaran mil alfileres.”

Rodrigué, que ha calculado que superó ampliamente las 100 mil horas psicoanalizando, confesaba que con el tiempo fue cambiando, que su sintaxis interpretativa dejó de ser el clásico “sí... pero...” para ser sustituida por “eso, y también”. “Soy un analista metonímico. En mi técnica actual no hay lugar para el no, pero tampoco para el sí. Todo acontece en el reino del puede ser. Me estoy concediendo mucha más libertad en las cosas que digo”, admitía el psicoanalista. “Mi ideal es el de entrar en una armonía envolvente existencial, poética, histórica y retórica, como aquel que afina un instrumento, más allá de la simbiosis”, escribía en El libro de las separaciones (Sudamericana). “Es un ideal alquimista, lo sé. Pero bien sopesado, a diferencia de la historia, la biografía es el arte de ser otro. Esta identificación fascinada y fascinante no se encuentra así, por azar de una noche. A veces pienso que se trata de una iniciación. La idea de posesión no está ausente... En fin, estoy seguro de una cosa: ya no soy el mismo.”

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