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Jueves, 27 de marzo de 2008
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BIBLIOCLASTIA, UN LIBRO SOBRE LA DESTRUCCION DE LIBROS

Noticias sobre la barbarie cultural

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En 1980 la Policía Bonaerense quemó más de veinticuatro toneladas de libros publicados por el CEAL

Cientos de miles de libros fueron destruidos durante la última dictadura militar. Algunos desaparecieron, como ocurrió en Eudeba el 27 de febrero de 1977, cuando los camiones militares se llevaron alrededor de 90.000 volúmenes, y nunca más se supo de ellos. En 1977 la policía de la provincia de Santa Fe quemó unos 80 mil libros de la Biblioteca Constancio Vigil, la cual era parte de un amplio proyecto desarrollado en zonas populares de la ciudad de Rosario. Por orden del juez federal Héctor de la Serna, en junio de 1980 la Policía Bonaerense quemó más de 24 toneladas de libros publicados por el Centro Editor de América Latina (CEAL) de Boris Spivacow. Y para que no quedaran dudas, la fogata fue fotografiada por orden del mismo juez. Biblioclastía. Los robos, el miedo, la represión y sus resistencias en Bibliotecas, Centros de documentación, Archivos y Museos de Latinoamérica (Eudeba), compilado por Tomás Solari y Jorge Gómez, se presenta hoy a las 19.30 en la Biblioteca Nacional con la participación de Osvaldo Bayer y Hernán Invernizzi, autores de los prólogos. El libro incluye ensayos ganadores del Concurso Latinoamericano Fernando Báez y la edición de la obra de teatro Biblioclastas, de la que se realizará una función después de la presentación.

Bayer recuerda en uno de los prólogos que el teniente coronel Gorleri quemó libros por “Dios, Patria y Hogar” durante la dictadura y la democracia; después, lo ascendió a general. “Los argentinos tenemos un general especializado en la quema de libros. Cobra sueldo de general, que corresponde a los sueldos de cinco bibliotecarios”, señala el escritor. “Quemar libros es como torturar a una embarazada antes de dar a luz. Es lo mismo que esperar que aparezca el hijo de su vientre y quitárselo sin siquiera mostrárselo.” Bayer padeció la prohibición y destrucción de sus libros. Severino Di Giovanni, idealista de la violencia, fue prohibido por Lastiri; Los anarquistas expropiadores y el film La Patagonia rebelde, por Isabel Perón, y los tres tomos de La patagonia rebelde fueron quemados por la dictadura de Videla. En otro de los prólogos, Invernizzi y Judith Gociol revelan que aunque la palabra “biblioclastía” no figura en el diccionario de la Real Academia Española, alude a cualquier tipo de destrucción de libros. “No sólo se clandestinizaban campos de concentración y grupos de tarea, sino también los análisis de las obras de arte y los equipos de especialistas que los confeccionaban. Hay extensas listas de torturadores, apropiadores de niños y asesinos, pero nos encontramos hasta con cierto rechazo a identificar a los integrantes de los equipos de control cultural y censura”, explican Invernizzi y Gociol. “Es infrecuente saber quiénes escribían los estudios de los cuales resultaba prohibir un libro, modificar un plan de estudios o perseguir una tendencia musical”, agregan los autores de Un golpe a los libros.

La biblioclastía, según opinan Invernizzi y Gociol, no es un hecho del pasado. “En cierto sentido, nuestro mercado editorial actual, concentrado y en manos de empresas extranjeras, es la concreción, en el ámbito de la cultura, del modo de economía gestado por la dictadura”, plantean Invernizzi y Gociol. “La relación entre el público y la literatura nacional, por ejemplo, es una de las pérdidas aún no recuperadas. Hay pensamientos que ya no tienen posibilidad de edición en el mercado. Hasta hace algunos años, era en Buenos Aires o en México donde se definía cuáles escritores latinoamericanos serían editados. Ahora esas decisiones se toman en España, Italia y Alemania.” Considerado una autoridad en la historia de las bibliotecas, el venezolano Fernando Báez se dedicó durante doce años de su vida a investigar la destrucción de documentos. “El 60 por ciento de los desastres bibliográficos en el mundo han sido intencionales. No eran bárbaros, ignorantes o gente inculta los mayores quemadores de libros, sino intelectuales, que han estado detrás de las grandes dictaduras. Platón destruyó libros. Nabokov destruyó el Quijote, y en 1933 las quemas las realizaron los mejores estudiantes y profesores alemanes y uno de los maestros que apoyó la medida fue Martín Heidegger. ¿Por qué Borges hizo silencio cuando quemaron un millón y medio de libros en el baldío de Sarandí? ¿Por qué no dijo nada Borges cuando dinamitaron editoriales y desaparecieron a escritores con sus familias?”, se pregunta Báez en Historia Universal de la destrucción de libros.

Autor de uno de los prólogos de Biblioclastía, el investigador venezolano afirma que las bibliotecas son emboscadas contra la impunidad, el dogmatismo, la manipulación y la desinformación. “Los represores y fascistas temen las bibliotecas porque son trincheras de la memoria, y la memoria es la base de la lucha por la equidad y la democracia. Las elites sienten pánico ante las alternativas que suponen las bibliotecas como centros de formación popular.” Y confiesa: “Yo me salvé de ser un delincuente o un indigente porque mi pueblo tenía una pequeña biblioteca pública accesible y de- sarrollé mi imaginación e identidad y estoy seguro de que miles de latinoamericanos han vivido o están viviendo situaciones parecidas”. Báez dice que hay que preservar los libros y las bibliotecas porque son “el eje de la sed de la memoria y el hambre de identidad que une a los pueblos”.

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