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Jueves, 18 de junio de 2015
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Nora Lezano, la muestra Fan, las etapas que se abren y cierran

“Creo que nada debe hacerse pensando en la mirada de otro”

De colgar posters en su pieza adolescente a retratar a esos músicos: la notable fotógrafa señala que “el rock me dio una vida, ahí me pasó de todo”. A pesar de ese fanatismo original, lo que distingue sus imágenes es un vínculo de confianza sin adoraciones.

Por María Daniela Yaccar
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“Seguiré haciendo fotos de músicos: no hablo de cerrar esa puerta. Hablo de necesitar otras cosas.”

A Nora Lezano el rock le ha dado bastante más que buenas fotografías: “Prácticamente me dio una vida. Ahí me pasó de todo. Me enamoré, me desenamoré, probé drogas, hice un montón de amigos. Me dio mucha felicidad”. Es tan particular el modo en que fueron desencadenándose los sucesos de su vida, que quizá por eso las imágenes que consiguió y consigue también lo son. No son pocos los que dicen que traduce en su trabajo un pedazo del alma de la gente. Se lo dijo nada menos que su adorado Gustavo Cerati: “Es la primera vez que me reconozco en fotos”. Nora creció en una familia en la que las cámaras no ocupaban un lugar vital, tampoco el arte. Ella amaba la música: solía comprar revistas, su cuarto estaba empapelado de posters, tenía remeras de bandas y en sus carpetas del secundario pegaba fotos de sus ídolos. En los noventa, a los veinte años, abandonó la carrera de Biología. Una amiga la invitó a hacer un curso en la Escuela Argentina de Fotografía. Le dio curiosidad. La amiga quedó embarazada y no arrancó. Pese a que fue “una revelación”, más tarde ella también lo dejó. Ahí empieza su historia. La historia de una fotógrafa autodidacta, que en “la trinchera de los shows” encontraba la felicidad. La historia de una fanática devenida fotógrafa.

Lezano demuestra que el arte sucede cuando no se lo busca. “No sé qué es el arte y nunca me creí artista. Mis fotos no representan algo para mí. Me representan”, sentencia. Fue definida como el “ojo del rock” por un funcionario de Cultura de los noventa; es quien ha generado la relación más simbiótica entre imágenes y rock en este país; el editor de fotografía de Rolling Stone escribió que si viviese en Nueva York sería Nan Goldin. A medida que la iban conociendo, los músicos que admiraba la llamaban para encargarle trabajos. Ella todavía lo cuenta abriendo sus ojos achinados con gesto de sorpresa. Vio cosas que no vio nadie, logró fotos que nadie logró. En su página de Facebook se la ve a través de las épocas, a los abrazos con los seres que al principio eran sus ídolos, y después sus amigos. No le gustan nada las anécdotas y elige no decir una sola palabra sobre los artistas que fotografió. Pero regala una historia: cuenta que cuando era muy joven –todavía vivía con sus padres en Tapiales, partido de La Matanza– Charly García la invitó a su casa. Como tenía miedo del temperamento del músico fue con su mamá, que la esperó en la puerta. Dentro de su hogar, García le pidió que le tomara fotos desnudo. Ella accedió. Ahí está la moraleja: lo bueno sucede cuando no se lo busca. Lezano siempre dice lo mismo. Que no la movían tanto las fotos como lo que le habilitaban. Que las fotos eran “una excusa” para adentrarse en un universo y para vincularse con ciertos seres. “Nunca cagué un vínculo por una foto más. Me importaba vivir ahí”, define.

“Todo fue hecho con el amor de una fan”, desliza Lezano, con un dejo de nostalgia, minutos después de poner la pava en su departamento de la calle Independencia. Hace días que sólo trabaja y piensa en la monumental muestra que inaugura hoy en la sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta –en el marco del Festival Ciudad Emergente– y que es, básicamente, su vida en imágenes. O a través de. La componen 400 fotos. “¡No podía hacer una muestra de treinta fotos sobre mi relación con el rock!”, se explica. La exposición abarca desde sus inicios en los ’90 hasta la actualidad. Hay fotos de García, Fito Páez, Cerati, Divididos, Iván Noble, Andrés Calamaro, Luis Alberto Spinetta, Ramones, Intoxicados, Las Pelotas, María Gabriela Epumer, Damon Albarn, Patti Smith, Lou Reed y Laurie Anderson, Illya Kuryaki & the Valderramas, Juanse, David Bowie y Julieta Venegas, entre otros. También imágenes que se corren del género musical que más explotó: retratos de Liliana Herrero, Abel Pintos, Fernando Cabrera, Soledad, la Mona Jiménez y Ricky Martin. Algunas de las fotos fueron publicadas en medios, otras son “descartes”, y otras, tapas de discos. Unas cuantas, “muchísimas”, las hizo por gusto personal. Hay algunas iné ditas, que tenía “bien guardadas” y que “quería soltar”. Por obvias razones, la muestra se llama Fan. “Hay también retratos de fans y fotos de tesoros personales que tienen que ver con los músicos: cartas, púas, mensajes de texto y fotos mías con ellos.”

Ahora Lezano tiene 45 años y su vida cambió. De un tiempo a esta parte dejó ser a otras pasiones: la escritura y el teatro. El rock cambió de lugar. “Es cierto: tuve años de ojos para el rock, pero no me quedé sólo ahí. Y no era la fotógrafa ‘del’ rock, sino del rock que yo quería. Hay muchísimos músicos a los que no he fotografiado. La etiqueta es rara. A los veinte o treinta te funciona, ahora ni en pedo”, sostiene. Ya no asiste a shows todo el tiempo ni está todo el día con los parlantes prendidos. Por eso Fan se le presenta como el cierre de una etapa. Ahora piensa en mudarse, en abandonar Buenos Aires, donde llegó a los 28 y donde cumplió sus sueños. Quiere rodearse de naturaleza y tener más perros (los ama). “Fueron casi 25 años, una etapa lindísima. Por supuesto que seguiré haciendo fotos de músicos: no hablo de cerrar esa puerta. Hablo de necesitar otras cosas. Más silencio. Más quedarme en casa y menos vivir de noche. Hace muchísimo que no voy a recitales a sacar fotos. Antes iba a todos: a los de bandas que me gustaban y otras que no. Era una forma de vida, más nocturna, más veloz. Ya está. No necesito eso”, concluye. Todo tiene que ver con todo. “Mi cuota de ciudad está cubierta. Fueron años de mucha velocidad y ruido. Son etapas. Me gustaría estar en un lugar silencioso. Ya llegará. Pero había que hacer esto antes: este cierre, esta muestra tan grande. Así tenía que ser.”

“Es muy loco. ¡Se movilizó todo el archivo!”, dice. Hace dos años había empezado a ordenarlo con la intención de exponer, y hace uno le llegó la propuesta formal. “Contraté a una persona que me ayudó a ordenar el archivo, a hacerlo más detallado, a pasar las cajas de negativos y CD a una planilla de Excel. Vine laburando despacito... Me hice traer un escáner de Estados Unidos. Me daba un poco de cosa mandar a escanear fotos tan íntimas de músicos famosos. Me dejaba tranquila y tenía control sobre eso”, cuenta Lezano, que actualmente trabaja para Radar, suplemento de este diario, y para editoriales, hace fotos para Sony y registra trabajos de directores de teatro. Fan se puede visitar hasta el 26 de julio, en el centro ubicado en Junín 1930.

–¿Qué sintió todo este tiempo conectándose con el pasado?

–Fue duro mirar tan atrás. Estuvo bueno sanar algunas cosas. Y cada foto que miré la agradecí. Decía: “Qué buena vida tuve”. Con sus dolores, ¡claro! Pero hice lo que quise y estuve al lado de gente maravillosa. Gente que admiraba desde la época del colegio y después me llamaba para hacer las tapas de sus discos. Buenísimo. Mucha movilización. Pero no me fue indiferente volver a mirar toda mi vida. Negativo por negativo. Todo de nuevo. Había cosas que no me acordaba que había hecho. Tuve muchas sorpresas. Por ejemplo, unas fotos de Fito con su hija Margarita muy bebé. No recordaba haberlas hecho. Y cuando las vi fue una sorpresa. Le mandé un mensaje a Fito y él tampoco las recordaba. Son unas fotos preciosas. Hay una de ésas en la muestra. También hay intimidad de Charly, que es al que más fotografié, y fotos de Gustavo y de Spinetta que nunca se han visto.

–¿La sensación de exponer en una muestra es diferente al acto de publicar en un medio o en un disco?

–Jamás hice una foto pensando en la mirada del otro. Ni los encargos de Radar ni la portada de un disco. Hago siempre lo que quiero. En Radar no tengo editor, y para la portada de un disco conversás con anterioridad con el artista y el diseñador. Creo que nada debe hacerse pensando en el otro. Hice la edición de esta muestra pensando puramente en la fotografía, más allá de los artistas. Por eso la gran mayoría son retratos. Hay poquísimas fotos de shows.

–Al repasar el archivo, ¿qué persistencias notó en usted y qué cambios?

–El objetivo grande persiste: fotografiar gente. El otro día miraba el rollo número uno, el primero que saqué con mi primera cámara, y en él convivían amigos, perros, árboles, mi familia y un músico que me crucé en la calle: nada más y nada menos que Richard Coleman. Sigo repitiéndome y teniendo esos objetivos. Pero la mirada va cambiando con los años. Es diferente la de los 20 a la de los 30. ¡Y ni hablar a los 45! Vas perdiendo el foco, cambiando la perspectiva. A veces se pierde espontaneidad también. La foto se piensa más.

–Lo que suele destacarse de su trabajo es la entrega de los artistas a la cámara. ¿Cómo sucede?

–Eso pasa, creo, cuando uno también se entrega. Cuando es honesto, cuando el otro te ve entusiasmado, disfrutando, cuando tenés ética profesional. Yo soy como miro. Me gusta mostrar al músico más humano, no tan rockstar. Desde muy joven admiro a muchos músicos con los que después me tocó trabajar. ¡Era fan absoluta de unos cuantos! ¡Y para el fan es tan inalcanzable su objeto admirado! Yo tenía sus caras en posters en mi cuarto, en mis carpetas del colegio, en mis remeras. Y cuando los tuve enfrente quise mostrarlos como sacados de los posters, bajados del escenario: porque vi que eran personas como yo. Siempre tuve un trato igual para todos: con Fito Páez o con una banda del under. Para mí no hay diferencia. En el trato y en la forma de trabajar, a todos por igual. Y eso tal vez descoloque. La adulación no va nunca conmigo.

–¿Y cómo es que, a partir de una foto, terminaba teniendo un vínculo con los retratados?

–Un amigo me dijo hace poco que el 50 por ciento de mi obra es el vínculo, lo que logro con la gente al relacionarme. Soy muy sociable. El vínculo no pasa por una foto. Sino por una foto, otra, otra... años de fotos. Un vínculo se consolida con los años, con confianza y con respeto. Los músicos fueron mi entorno en un momento, entonces no veo raro que muchos sean mis amigos.

–¿Suele dirigir las fotos?

–Me gusta la dirección, pero también dejo hacer. Me guío más por el sentido común. A un escritor no podés dirigirlo como a un rockstar. La verdad es que nunca pienso en la foto que voy a hacer. Trabajo desde la intuición, con el imprevisto, con el accidente, con lo mínimo. Resuelvo cuando llego al lugar y con lo que tengo a mano. Salvo la portada de un disco o de alguna revista, que se conversa antes. No tengo un estilo definido. Así como no pienso las fotos, tampoco me gusta buscar referencias. Es más adrenalínico ir en blanco, a encontrar. Siempre tengo seguridad y confianza en que voy a resolverlo. Siempre se encuentra una pared lisa, una ventana, el sol o una lamparita. Ahí está lo bueno. En ese desafío. Sin maquilladores, sin producción. Con poquísimo. Cuanto menos circo más esencia.

–¿Cuándo concluye que una foto tiene poder? ¿Cuándo una imagen es lograda?

–Eso me lo dice el cuerpo. Es muy loco. Tengo un ritual que es que, ni bien llego de una sesión, así esté muerta de cansancio, bajo las fotos a la computadora, hago un back up, y ahí nomás las miro con detenimiento una por una. Las voy pasando despacio y cuando siento “algo” que me detiene más en una que en el resto, la separo. Y así edito. Entonces ésa es la foto lograda. Y no siempre es la mejor encuadrada, la del foco total, la equilibrada.

–¿La inclinación al retrato cuándo aparece?

–Aparece justamente por eso de generar un vínculo, esa cosa de la sociabilidad. Prefiero hacer fotos de una persona que de una lata de cerveza. El vínculo es el alma del retrato. Aunque sean cinco minutos o una sesión de tres horas, eso que pasa ahí con el otro es lo que me importa. La buena onda, la mala, el malhumor mío, el del otro... ese encuentro me interesa. Siempre hay un consenso con el retratado. Cuando se puede trato de hacer esa cosa más despojada.

–Luego del curso que empezó invitada por su amiga, ¿estudió en algún otro lugar?

–No terminé, me fui antes a experimentar sola. Luego hice, creo, un taller de iluminación que tampoco terminé. Soy autodidacta, aprendí a prueba y error. Es la mejor forma. Tampoco nunca di clases. Me escriben siempre preguntándome. Creo que ésa es otra de las cosas que estaría bueno explorar. Debe ser más lo que se aprende que lo que se enseña. De técnica no puedo dar nada, pero le voy a encontrar una vuelta. Me gustaría hacer un taller donde se vean películas, se lean libros y, claro, se hable de fotos.

–En este cambio de perspectiva en relación con su vida, en este correrse del rock, ¿qué cosas fueron despertándole mayor interés?

–La naturaleza, los libros, el teatro. Hice un libro en colaboración con Emilio García Wehbi, Communitas (Planeta). Y sigo explorando. No tengo claro qué quiero hacer después de esto, estuve años craneando esta muestra. Después de la inauguración voy a decir “¿y ahora qué?” El vacío. El alivio. La mochila más liviana.

–¿Qué lugar ocupa la escritura en su vida?

–Viene desde hace rato. Cuando iba al secundario tenía unos cuadernitos donde anotaba cosas con mis amigas, eran una especie de diario de todas... Después empecé a anotarlas sola. Había una necesidad de expresarme, anterior a la fotografía. En un momento fue un registro más compulsivo. Tenía un cuaderno en la cartera, papeles sueltos, agenditas; escribía en cualquier lado, cualquier cosa, un sueño, una idea, algo que escuché o leí, cosas incoherentes. Acumulé cuadernitos y un día decidí hacer algo con todo eso y empecé a pasar a un archivo de Word las cosas que más me gustaban. Hice una primera edición, lo imprimí y se lo di a leer a Fito, a Liliana Herrero, a Daniel Riera y un par de amigos fotógrafos, y todos me dijeron “tenés que hacer algo con esto, no puede quedarse en un cajón”. Hice una edición muy muy dura, lo armé como una especie de gran poema. Un poema de mi vida. Hice 300 ejemplares que banqué yo, vendí algunos por Mercado Libre, por mi página, otros los llevé a librerías de las que soy habitué, y así se fueron todos. Es un compilado de anotaciones, cosas cortitas, sentencias, oraciones y diálogos que se llama Sin sueño se duerme también. Sigo haciendo anotaciones. Hay un proyecto que se llama Inventario, que vengo escribiendo desde 2007 hasta hoy, con textos y fotografías de mi archivo. A lo mejor después de que pase este temblor de la muestra lo retome. Es un inventario de mí, y no mío. Un autorretrato de oraciones.

–¿Hizo música?

–No por ahora. Soy cero musical.

–Ese “por ahora” suena a “puede ser”. Da la sensación de que le da importancia al azar.

–¡Sí! Es estar abierto a lo que venga. Lindo, feo, bueno, malo. Que sea lo que tenga que ser. Si no, uno no evoluciona. Recuerdo estar en la trinchera de un show y decir “nunca voy a dejar de hacer esto”. Era un momento de felicidad total. Pero si siguiera, esas ganas no serían las mismas... sería una mentirosa. Nada dura para siempre. ¿Y por qué forzar? Cuesta irse de un lugar donde sé que soy exitosa, donde está todo buenísimo. Pero no tengo más ganas de estar ahí. En realidad no me voy a ir nunca. Me corro un poco. Sobre todo de la vida más rockera. Salgo menos, me gusta el silencio, leo más. Antes era música todo el tiempo. Y está bueno el silencio.

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