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Jueves, 7 de mayo de 2015
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EDUARDO HALFON PARTICIPO DEL DIALOGO DE ESCRITORES LATINOAMERICANOS

La literatura en contra de los muros

El escritor guatemalteco presentó también Monasterio, una notable nouvelle en la que pone en cuestión el tema de la identidad. Con su doble origen árabe y judío y una historia hecha de viajes y exilios, Halfon se siente extranjero en todas partes.

Por Silvina Friera
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“Siempre escribo de viajes y eso tiene que ver con mi biografía. Yo nunca he tenido una casa”, señala Halfon.

El nómada de cultura bifronte –árabe y judío– se siente extranjero en todas partes. La incomodidad le sienta muy bien a Eduardo Halfon, que por primera vez visitó el país para participar del Diálogo de Escritores Latinoamericanos en la Feria del Libro y presentar Monasterio (Libros del Asteroide), un extraordinario libro de cuentos o nouvelle. Dos hermanos guatemaltecos viajan a Tel Aviv por el casamiento de su hermana con un judío ortodoxo. Ninguno de los dos quiere estar en esa ciudad para asistir a la vertiginosa transformación de esa hermana cuyo lenguaje se volvió “arisco y frívolo”, como sucede siempre con gente repentinamente devota. El movimiento, el desplazamiento, alienta la reflexión crítica de un escritor al límite, sin concesiones en lo que implica agitar ideas. “El discurso del judaísmo llevado en la sangre (...), ese discurso del judaísmo no como religión sino como genética, sonaba igual al discurso de Hitler. Hay pensamientos que brincan oscuros, viscosos, como ranitas”, afirma el narrador de esta auténtica joyita de 122 páginas.

Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971) escapó de la violencia de su país en 1981. El mismo día en que cumplió diez años, se fue a vivir a Estados Unidos junto a su familia. Regresó a Guatemala a los 23 años y permaneció una década hasta que se volvió a marchar. Vivió dos años en La Rioja (España), entre 2007 y 2009. Aunque ahora reside en Nebraska (Estados Unidos), pronto se mudará a la ciudad de Nueva York. El autor de Esto no es una pipa, Saturno (2003), Siete minutos de desasosiego (2007), El boxeador polaco (2008) y Elocuencias de un tartamudo, entre otros títulos, fue elegido uno de los 39 mejores jóvenes escritores latinoamericanos por el Hay Festival de Bogotá en 2007. El narrador de Monasterio pone en remojo su identidad y por momentos advierte que “a veces” se siente un judío. “El único que cuestiona su religiosidad es el judío; el católico no se pregunta por qué es católico”, subraya el escritor guatemalteco a Página/12.

–¿Cuánto de sus vivencias en Israel está en Monasterio?

–Siempre empiezo un relato desde mi vida: el narrador se llama Eduardo Halfon, tiene mi biografía, tiene mi barba y tiene mis gafas. El punto de partida soy yo, pero hay un momento en que mi vida no es suficiente y necesito de la ficción para transmitir la emoción que quiero transmitir. No sé cómo explicarlo... todo lo que escribo lo he escrito así. La única manera en que puedo pintar la emoción que quiero es a través de esta mezcla de realidad y ficción, de biografía y ficción.

–¿También hizo el viaje a Polonia que se superpone en el recuerdo del narrador con el viaje a Israel?

–Sí. Tengo que hablar del proyecto al cual pertenece Monasterio. El viaje a Polonia que aparece en cuatro escenas polacas es un flash forward a mi próximo libro, que es un viaje a Polonia y a Italia, un libro de relatos que se llama Signor Hoffman. Todos estos libros más La pirueta, que se publicó en 2010, y el primero de esta serie, El boxeador polaco, están unidos. Unos nacen de otros. Hay un proyecto del cual soy mayordomo y estoy al servicio de él.

–¿Se podría afirmar que ese proyecto narrativo empieza por “la cuestión polaca”, por llamarla de alguna manera?

–Empieza por el número tatuado en el antebrazo de mi abuelo, el 69752. Mi abuelo llegó a Guatemala después de la Segunda Guerra y no habló durante sesenta años. Cuando de niños le preguntábamos qué era ese número, nos decía que era el número de teléfono para no olvidarlo... En un momento se abrió conmigo y me contó toda su experiencia. Sacó una botella de whisky, nos emborrachamos y hablamos unas seis horas. En ese discurso caótico me contó una anécdota de su paso por Auschwitz y de un boxeador polaco. A mi abuelo lo salvó un boxeador polaco que los nazis mantenían vivo como a un gallo, porque lo ponían a pelear todas las noches. A mi abuelo lo mandaron a morir a Auschwitz, iba a morir al día siguiente en el Muro Negro, bloque 11. Pero le iban a hacer un juicio, tendría una última oportunidad. Lo metieron en un calabozo y conoció al boxeador: “Tú eres de Lódz”, le dijo el boxeador a mi abuelo. Los dos eran del mismo pueblo. El boxeador se pasó toda la noche entrenándolo sobre qué decir o no en el juicio que tendría al día siguiente. Lo entrenó con palabras, no con los puños. Lindo, ¿no? Ese boxeador polaco es como una Sherazade que salvó a mi abuelo.

–El abuelo le dice al narrador que no tiene que ir a Polonia porque los polacos “nos traicionaron”. Hay un trauma con lo polaco, ¿no?

–Sí. Mi abuelo jamás volvió a hablar polaco en su vida, decía que era la lengua de los traidores. Lo curioso es que hablaba alemán, la lengua de sus verdugos. Esta historia se volvió el sol de mi narrativa y todos mis libros van girando alrededor. Vuelvo a ella en Monasterio y en Signor Hoffman, el viaje a Polonia a la casa de mi abuelo. Mis libros son viajes; La pirueta es un viaje a Serbia porque en El boxeador polaco hay un cuento de un pianista serbio gitano, entonces La pirueta es la continuación de su historia en Serbia. Siempre escribo de viajes y eso tiene que ver con mi biografía. Yo nunca he tenido una casa. Yo me fui de Guatemala de muy niño y he estado como flotando toda mi vida. No tengo arraigo a ningún lugar. Esta cosa nómada también es muy judía.

–Cuando el narrador de Monasterio se toma un taxi, el taxista empieza a decirle que “hay que matar a todos los árabes”. El narrador le pregunta qué método propone para matarlos. ¿El mejor modo de desarticular estos discursos criminales es enfrentándolos al hecho de tener que poner en práctica eso que se verbaliza tan ligeramente?

–Es una reacción tan ajena a mí la del narrador... Hace poco un lector español que leyó Monasterio me dijo que le encantó porque “tú, como yo, eres un poco antisemita...” Luego entendí qué me quiso decir y es algo que está pasando cada vez más: confunde judío con israelí. Yo soy crítico con la política de Israel respecto de Palestina y ese lector entendió que eso es antisemitismo, cuando es antisionismo. Te confieso que esa reacción del narrador es la reacción que a mí me gustaría tener. Pedirle que diga cómo hacer para matar a todos los árabes es poner en evidencia su estupidez. Otro tema es que el taxista está insultándome porque yo también soy árabe. Tres de mis abuelos eran árabes, mi apellido es libanés. La casa de mi infancia de mi abuelo Halfon era una casa absolutamente árabe; él hablaba árabe, se comía comida libanesa y egipcia, sus amigos eran cristianos árabes. Para mí coexistían los mundos judíos y árabes. El taxista pone en conflicto dos partes de mi identidad. Cuando digo que soy judío y árabe, la gente no lo entiende. Mi familia viene de países árabes; trajeron la cultura árabe a Guatemala, pero también la judía. Monasterio es una reflexión del lindero entre identidades. ¿Dónde está el lindero entre una identidad que es a la vez judía y árabe?

–A la par de la complejidad de la identidad aparece también la cuestión de los muros. “Un muro es una manifestación física del odio hacia el otro”, dice el narrador de Monasterio.

–El muro de Varsovia que fui a tocar, el muro norteamericano con México, el muro con Palestina, el muro de Berlín, hablan de la xenofobia y de tratar de separar forzosamente a la gente. Pero todos los muros caen, no es posible mantenerlos porque son falaces. Lo natural es la mezcla, la integración; pero siempre ha existido esa necesidad de separarse del otro que es distinto.

–¿Caerá el muro que divide a palestinos e israelíes? ¿Es optimista?

–Sí, tengo que ser optimista, creo que caerá pero después de muchos sufrimientos. Esos muros caen, aunque a veces tardan. Pero tienen que caer... Ahora que lo pienso yo no soy optimista vitalmente, ¿pero no será que la literatura es un tipo de martillo que permite derribar esos muros? ¿No será que escribimos en contra de esos muros? Bonito, ¿no? Soy cínico cuando escribo y muy escéptico, pero en el fondo hay un guiño de esperanza en la literatura como fuerza salvadora, al mismo tiempo que impotente porque la literatura es cantar al aire. ¿Pero qué más nos queda si no la poesía para cantar al aire y derribar los muros?

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