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Domingo, 29 de mayo de 2016
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THE ACT OF KILLING Y THE LOOK OF SILENCE ESTAN DISPONIBLES EN NETFLIX

Otra óptica para la tortura y la muerte

Ambos documentales, dirigidos por Joshua Oppenheimer y nominados al Oscar en 2014 y 2015, confrontan de forma cruda el genocidio perpetrado en Indonesia por la dictadura militar establecida allí en 1965, cuyos herederos gobiernan el país hasta hoy.

Por Horacio Bernades
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En The Act of Killing, los protagonistas no son las víctimas sino los orgullosos victimarios.

Producidos entre otros por Werner Herzog y Erroll Morris, presentados en una enorme cantidad de festivales internacionales y conocidos en la Argentina en sendas ediciones del Bafici, The Act of Killing y The Look of Silence constituyen el díptico documental más impactante en mucho tiempo. Ambos dirigidos por el realizador estadounidense Joshua Oppenheimer y nominados al Oscar en 2014 y 2015, confrontan de forma cruda el genocidio perpetrado en Indonesia por la dictadura militar establecida allí en 1965, cuyos herederos gobiernan el país hasta hoy. Lamentablemente, y a pesar de la ristra de premios ganados por ambos y de las mencionadas nominaciones al Oscar, ninguno de ellos llegó a la cartelera porteña, por lo cual debe celebrarse su reciente desembarco en la plataforma Netflix. Debe aclararse que la versión de The Act of Killing que puede verse allí en streaming no es la original, que duraba 159 minutos –presentada en febrero de 2013 en Berlín y más tarde en otros festivales, incluido el Bafici– sino una más reducida, cercana a las dos horas. Aun así acortada sigue siendo conmocionante, tanto como su compañera de tándem, debiendo considerarse su visión imprescindible para quienes no lo hayan hecho.

The Act of Killing comienza con una escena no precisamente típica para un documental. Se trata de una espectacular secuencia musical, con bailarinas saliendo de una estructura metálica oxidada que representa una cabeza de pez. Vestidas de rojo y bailando música de la región emergen a un escenario de montañas, vegetación, llovizna y densa niebla, acentuada por gruesos filtros de cámara, incluyendo entre ellas dos hombres mayores, ridículamente travestidos y bailando también. Artificio total, grotesco, ninguna seriedad. ¿Qué clase de documental sobre un genocidio es éste? Uno que no se parece a ningún otro. En primer lugar, porque en él los entrevistados no son las víctimas sino los victimarios. En segundo, los victimarios no niegan serlo, ni siquiera lo disimulan. Muy por el contrario, el director se refiere a ellos desde detrás de cámara como asesinos y ellos responden diciendo que torturaban y mataban con alegría. Vestidos así o asá. Usando tales o cuales métodos caseros. Confesando que en los informes cambiaban las respuestas de los interrogados, para hacerlos aparecer como culpables. Ya lo advertía el cartel inicial, una cita de Voltaire: “Matar está prohibido. Por lo tanto, todos los asesinos son castigados. A menos que maten en gran cantidad y al son de las trompetas”.

¿De qué se acusaba a los detenidos indonesios, a mediados de los años 60? De pertenecer a las filas del Partido Comunista, que la dictadura militar del general Suharto había puesto fuera de la ley. Tal como se explica en The Act of Killing, cualquiera podía ser acusado de comunista, por cualquier cosa. Por no aceptar las extorsiones de los pandilleros, por ejemplo. Los pandilleros, muchos de los cuales habían aprendido sus métodos de los gangsters de las películas estadounidenses, eran los encargados de la represión, enteramente ilegal. En The Act of Killing, Oppenheimer filma en vivo, con la venia de sus protagonistas, extorsiones practicadas hoy en día a comerciantes chinos. Siempre hubo una fuerte comunidad china en Indonesia y desde que comenzó la persecución fueron uno de los objetivos más preciados. Hasta hoy, en que ya no se los tortura o mata, que se sepa, pero sí se los extorsiona económicamente. “Dale, dame plata que tenemos un festejo hoy a la noche y no nos alcanza para la comida”, le dice un gordo a un comerciante de ojos rasgados, y el otro abre un cajón y le da. “Dame más, no seas tacaño, que si no ya sabés lo que te pasa”.

Medio siglo más tarde de aquel genocidio, el gobierno indonesio sigue venerando oficialmente como héroes a aquellos asesinos, tal como muestra The Act of Killing. “Necesitamos pandilleros”, dice un ministro de gobierno durante un acto en el que se calza el uniforme de una organización paramilitar que cuenta con tres millones de adherentes. “Los pandilleros son hombres libres”, dice (la de “hombre libre” es una categoría reiteradamente reivindicada por los pandilleros, incluso como etimología original), y luego se permite una broma: “Ser pandillero no siempre quiere decir usar la violencia. Aunque muchas veces usar la violencia es muy bueno”. Y todos se ríen. Eso, hoy. O casi: 2012, que es cuando la película se filmó.

Pero lo verdaderamente bizarro de The Act of Killing son las representaciones que de sus masacres hacen los viejos criminales, encantados de vestirse y comportarse como versiones caricaturescas de Robert De Niro, Joe Pesci, James Gandolfini & Cía en Buenos muchachos, Casino y Los Soprano. “Yo inventé un sistema de degüello basado en las viejas películas de gangsters”, dice el más veterano de ellos, un hombre delgadito y encantador llamado Anwar Congo, a quien todos veneran como asesino legendario y que a partir del momento en que actúe de torturado empezará a tomar conciencia (¡50 años después!) de que sus prisioneros no se habrán sentido del todo bien con sus tajos y desmembramientos. Terminará quebrado y vomitando, en el final de su vida. Los demás recuerdan sus crímenes como los ex futbolistas recuerdan sus goles, riendo y celebrando con orgullo y alegría. Uno mató al suegro porque era chino, otro especula que una película protagonizada por ellos resultaría un exitazo porque sería más sádica que una de nazis. Un tercero, impresentable, decide postularse como candidato a un puesto político: “si salgo electo podré sacar un montón de plata”.

Si The Act of Killing pone los pelos de punta, The Look of Silence produce un dolor profundo y sostenido. El protagonista, Adi Zulkadry, tiene un hermano que en su momento huyó de la tortura con el vientre abierto y los intestinos en la mano, y llegó hasta su casa, donde murió. Oppenheimer entrevistó a sus asesinos, que describen el crimen, de modo que Zulkadry está en condiciones de presenciar sus testimonios grabados, confrontándose luego con quien en aquella época fuera el comandante militar de la región y con las familias de los responsables directos. Cuando Zulkadry, que jamás pierde la calma, comienza a ponerse demasiado inquisitivo, el ex comandante echa mano de la vieja palabra mágica, “comunista”, para terminar diciéndole que si fueran otros tiempos él lamentaría estar sugiriendo lo que está sugiriendo.

De los responsables directos queda sólo uno vivo, que está sordo y, según su hija, senil. Sin embargo, recuerda perfectamente al hermano de Adi, Ramli, que por lo visto era un militante muy conocido, y no tiene problemas en contar cómo lo torturó y mató. La hija sonríe y se confiesa orgullosa de que el papá haya matado a muchos comunistas (la Indonesia contemporánea da toda la impresión de ser el país más anticomunista del mundo) y bebido su sangre, ritual que todos practicaban, en la convicción de que eso les impediría volverse locos. Hasta que se entera de que Adi es el hermano de Ramli y se le borra la sonrisa. Con la familia del otro asesino la cosa es más complicada, ya que no piensan reconocerlo ni aun cuando Oppenheimer les haga ver la grabación del padre y marido contando la tortura y muerte con lujo de detalles. “Cuando Adi nos dijo que quería enfrentarse a los responsables nos negamos rotundamente, hasta que comprendimos lo importante que era para él”, revela Oppenheimer, quien agrega recibir amenazas a diario tras el estreno de ambos films. No por nada, en los créditos el colaborador que más se repite es un señor llamado Anónimo.

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