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Lunes, 21 de julio de 2008
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Marcelo Moguilevsky, al frente del ensamble Desarmadero

“Del silencio al caos total”

Acompañado por diez músicos, el multiinstrumentista propone un ejercicio improvisatorio encarado a partir de un sistema de señas, con la complicidad de los espectadores. “La idea es hacer una música rápida y sentida a la vez”, señala.

Por Cristian Vitale
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Moguilevsky abrirá los ensayos al público los lunes de agosto en NoAvestruz.

Si el director, en medio del batifondo, marca uno y se lleva el índice a la frente es porque esta loca orquesta, por fin, entrará en territorio seguro. De lo contrario, todo lo que se escuche en casi dos horas será aleación pura. Música inesperada, de fabricación en el acto. Sorpresiva y sorprendente. Puede ser una reinterpretación libre sobre Brahms o un rock, o una zamba o bossa nova. “Todo pasa a la vez en mi vida y es parte de lo que vivo y mamo en una ciudad con tanta información como Buenos Aires. El ensamble está dentro de lo que siento que soy: un tipo que en 47 años escuchó desde rock hasta Berlinghieri”, introduce Marcelo Moguilevsky, el director. El ensamble se llama Desarmadero y lo integran diez músicos, cuyo promedio de edad no llega a los 30: hay violín, cellos, saxo soprano, flauta traversa, clarinetes y una voz, Melina, que le pone clímax etéreo al juego. “Los chicos vienen por amor, porque diez personas en un boliche en el que pagan 70, imagine que sacan sólo para el viático”, sigue Mogui.

Rewind: El Desarmadero nació en septiembre del 2007, parido por las cabezas inquietas de Moguilevsky y el pianista Marcelo Katz, con un nombre elegido “por votación”. Se trata de una música engendrada a través del poco explorado sistema de señas. Algo así como aquel –pionero– que Santiago Vázquez impulsó mediante el Colectivo Eterofónico y que reencarnó en la exitosa Bomba de Tiempo, su variante percusiva. Igual que Vázquez, Moguilevsky “manoteó” la idea del estadounidense Butch Morris, uno de los principales expositores de la confluencia entre la música clásica contemporánea y el jazz, con quien trabajó tiempo atrás, y tuvo su bautismo de fuego muy lejos de aquí: en Alemania. “Hace un tiempo me invitaron a dar clases de improvisación en Weimar y se me ocurrió implementar el sistema porque estaba ante 50 músicos de distintos países e idiomas, que encima no se conocían entre sí. Pasé 15 días enseñándoles el procedimiento y resultó bien, se entendieron. Lo que hice fue, simplemente, intentarlo acá. La idea es hacer una música rápida y sentida a la vez”, explica.

–E imprevisible: el único momento “normal” es cuándo se marca el uno en la frente...

–Sí (risas). Hasta el momento en que se empieza no hay nada, excepto algunos lugares que nosotros llamamos memorias, que se manifiestan en cada comienzo a través de una lista de sugerencias. Digo, lugares musicales que ya hemos practicado. Esa cita está estudiada entre todos y es como un lugar fijo al cual yo llamo, precisamente, cuando marco el uno en mi cabeza. Con esa seña física, todos entran a la vez en algo que ya se aprendió antes.

El director abrirá los ensayos al público todos los lunes de agosto a las diez y media de la mañana, en el mismo lugar que trascendió el último ciclo: NoAvestruz (Humboldt 1857). “Por un precio módico (7 pesos) vamos a invitar al público a ver un ensayo con todos sus condimentos: es decir, un entrenamiento de verdad en el que yo puedo parar la música, sugerir algo, pedir un ejercicio y, si es posible, permitir que la gente participe. El ensamble da lugar a que participemos todos”, dice. El multiinstrumentista combina este hacer con los dúos que comparte con Juan Falú y Quique Sinesi, y con Puente Celeste, el grupo de Vázquez. “Las diferencias son muchas porque va contra las formas y los límites estilísticos que tengo con los otros proyectos. El ensamble puede entenderse como música contemporánea clásica, aunque a veces podés ver a los pibes metidos en una célula funky, porque pintó en el momento. Esto es algo que no pasa con la música que está arreglada o pautada, ni siquiera con las improvisaciones de jazz, donde aparecen zapadas, pero la gente ya tiene el concepto y las espera. Acá no”, aproxima.

–¿En qué sentido se da esa interacción con el público que mencionaba antes?

–Cuando trabajás con señas, el público se da cuenta de lo que estás haciendo en el mismo momento que lo hacés. La gente trata de ver cuál es la respuesta que van a tener los músicos con el director, o la próxima ocurrencia, y lo manifiesta con gestos o con el cuerpo. Es muy divertido. Yo lo considero como un espacio de docencia e investigación abierto, cuyas combinaciones pueden ser infinitas: cosas aleatorias, mucho movimiento musical, ir del silencio al caos total, ritmos, situaciones contemporáneas... en fin.

–¿Se pierden?

–¡Claro! Hay momentos en que estamos todos perdidos y es maravilloso... es parte del sistema. Es normal que se desconcentren los músicos y no me den la nota que pido en el momento, porque la cabeza está laburando a mil. Nunca un concierto es igual a otro.

–Aunque esta época es como el cenit del eclecticismo musical en términos de fusión y cruces de estilos, resulta significativo que ustedes propongan un más allá bastante incierto. ¿Hay un techo?

–Creo que no, al menos en términos de crecimiento. Se puede desarrollar todo un aspecto rítmico con tranquilidad, porque tenés rollo para rato, es como inagotable. Además, sirve para armar un lenguaje. Estoy imaginando, como objetivo de máxima, que dentro de un año voy a decir “esto está lindo para hacer un DVD y salir a venderlo por el mundo”, como un para afuera desmadrado –se ríe–. Tengo el sueño de que el ensamble sea cada vez más propio de los pibes... ahora estoy haciendo un ejercicio que habilita a cualquiera de ellos a ser director por un rato. Trato de enfocar a la obtención de un lenguaje y un sistema, que supere el narcisismo o la figura de quien está adelante. En otras palabras sería “descabezar al director”.

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