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Viernes, 29 de agosto de 2008
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LAURIE ANDERSON EN EL GRAN REX, UN ESPECTACULO INOLVIDABLE

El perdido arte del pensamiento

Compositora, poeta, narradora, artista con una jugada posición política sin caer en lo panfletario, Anderson entregó un show en el que las palabras y la música formaron un entramado hipnótico. Y hubo espacio para la participación de Lou Reed.

Por Eduardo Fabregat
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Laurie Anderson tuvo un invitado de lujo en Lou Reed, con quien hizo “The lost art of conversation”.

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HOMELAND
Teatro Gran Rex,
Miércoles 27 (repitió anoche)

Músicos: Laurie Anderson (teclados, laptop, violín y voz), Peter Scherer (teclados, laptop), Skuli Sverrisson (bajo) y Eyvind Kang (viola).
Músico invitado: Lou Reed (guitarra y voz)
Sonido: Claudia Englehart.
Diseño de iluminación: Aaron Copp.
Escenografía: Willie Williams.
Duración: 110 minutos.
Público: 3000.

A la hora de la foto –la imagen que encabeza esta página sirve como prueba–, el clímax de la tercera visita de Laurie Anderson a la Argentina fue ese encuentro con un prócer llamado Lou Reed, primero para “The lost art of conversation” y luego para el intenso crescendo instrumental que fue marcando el final de la velada. Pero, en rigor, el punto más alto de Homeland (si es que puede hablarse de algo así en un espectáculo tan lleno de puntos altos) había sucedido bastante antes, cuando la performer desgranó la larga, filosa reflexión de “Only an expert” (ver aparte), y para el público local volvió a hacerse patente el asombro, la admiración, el disfrute que significa asistir a un espectáculo de la artista neoyorquina, tan lúcida, inteligente y artísticamente potente como siempre. Tan... Laurie.

Quien haya visto la presentación de Strange angels en 1990 en la misma sala, o The end of the moon en el FIBA de 2005 (en el Alvear), sabe qué es lo que vendrá desde ese escenario lleno de velas, con pequeños focos colgantes y una austera puesta lumínica que agregarán sugerencia. Las canciones de Anderson son toda una historia y sus historias son todo un mundo, consiguiendo una clase de hechizo cada vez más atípico en la escena actual: las inflexiones de su voz atrapan al espectador sin remedio, ya sea con los etéreos coros de “Maybe if I fall” o la hermosísima “Bodies in motion” como con la historia que abre el show, “The lark”, deliciosa parábola sobre la memoria del hombre sintetizada en el relato de los pájaros que, al principio de los tiempos, no tenían dónde posarse. Laurie Anderson seduce y emociona aun sin ver la traducción simultánea. Y al leer los subtítulos, todo eso que ya bulle bajo la piel, en la cabeza, en un lugar indefinible del cuerpo por mera transmisión de sensaciones, se potencia con lo que le dice al intelecto.

Lo sabe, lo siente el público, que recién toma un respiro para dejar caer la ovación cuando termina esa formidable pieza de pensamiento sobre los expertos y los problemas. Es un respiro también para Laurie, que –Vocoder mediante– vuelve a sonar con la voz de aquel monólogo “Zeroes and ones” que abría Home of the brave para “Mambo and bling”, otro de esos relatos hechos de ideas agudas, conceptos complejos resueltos con admirable sencillez, como cuando en “Pictures and things” vuelve a sonar la voz de hombre para advertir cómo “las imágenes están reemplazando a las cosas”. O la irónica visión de “Underwear gods”, cuando imagina a esos modelos de carteles gigantes en ropa interior ganando las calles de la ciudad, una ciudad a su escala. O los sardónicos dardos disparados a la Asociación del Rifle, y la tristeza implícita en “Callin’ em up”, cuando habla de ejércitos que enrolan niños y define la “noche americana”. Si la canción entonada junto a su célebre marido habla del “perdido arte de la conversación”, todo en Anderson busca rescatar el perdido arte del pensamiento en el mundo del espectáculo. Ella es compositora, narradora y poeta, pero también una artista que toma una jugadísima posición política, sin caer nunca en lo panfletario o la rabieta por la rabieta misma. Alguien que se resiste a que todo sea simple show business, sea de la música o de la guerra.

En la intensa conexión que la artista consigue con el público, esa atención reverencial y absorta en sus palabras y su voz tiene mucho que ver también el trío que la acompaña en este tour. Una fábrica de sutilezas que va construyendo el armazón de las canciones con pinceladas, delineando el contorno de paisajes sonoros a los que su fuerza hipnótica no les resta energía, ni los convierte en mera referencia o nota al pie. Junto con ellos, con su violín mágico o esas curiosas gafas que convierten a su cráneo en un instrumento de percusión, la menuda autora de perlas como Big science, Strange angels y Bright red completa un perfil envidiable de artista completa, capaz de navegar en paz entre la música y la palabra. Cuando se despidió, al borde del escenario, sola con su violín, un auditorio felizmente entregado hizo todo lo posible por demostrarle cuán lejos lo había llevado el viaje.

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