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Martes, 16 de septiembre de 2008
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A los 65 años, murió ayer el músico Rick Wright

El sobrio tecladista de un monstruo llamado Pink Floyd

Lejos de la fama que ganaron Roger Waters y David Gilmour, el tecladista contribuyó a enriquecer el sonido de la banda. Compuso un clásico inolvidable, como “The Great Gig in The Sky”. Falleció víctima de un cáncer.

Por Fernando D´addario
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Wright tocó por última vez con Waters, Gilmour y Mason en ocasión del festival Live 8.

La noticia del fallecimiento de Richard Wright, ayer, a los 65 años, víctima de un cáncer fulminante, apenas mereció la atención de las agencias periodísticas y fue considerada prescindente por los noticieros televisivos. El criterio de jerarquización de la vida y la muerte operó en su caso con cierta lógica pragmática. Wright nunca fue noticia. Su nombre quedó inscripto en la historia sólo como partícipe necesario del monstruo que lo superó y lo sobrevivirá: Pink Floyd.

No hubo tampoco mayores repercusiones, ni reivindicaciones de colegas ni palabras de protocolo de algún funcionario europeo con pasado hippie. Acaso él lo hubiese preferido así. La muerte del tecladista cosechó, naturalmente, el recato y el bajo perfil que el músico supo sembrar en vida. Wright había zanjado diferencias con sus compañeros de grupo, pero declinó la invitación de Roger Waters para participar de su última gira porque quería preparar con tiempo un nuevo disco solista, que no llegó a terminar. Como millones de fans, disfrutó hace tres años de la histórica reunión de Pink Floyd en el Festival Live 8 en Londres, un milagro que reflotó la fe en las utopías: si David Gilmour y Waters se habían vuelto a ver las caras arriba de un escenario –lejos por una vez de los estrados judiciales– era posible la erradicación de la pobreza en el mundo. Pero los milagros no suelen repetirse. Apenas sonreía y añadía un “no comments” cuando le preguntaban por una eventual “gira mundial de regreso” o por un hipotético nuevo disco de estudio. Como premio consuelo –solo para algunos– quedó su reencuentro con el combo floydiano post-Waters (es decir, con Gilmour y Nick Mason) en el Royal Albert Hall de Londres, en 2006.

Quienes lo frecuentaron desde joven lo describían como un tipo siempre callado, de buen carácter, ligeramente tembloroso e inseguro. El escritor y periodista Nicholas Schaffner cuenta en su libro Saucerful of Secrets. The Pink Floyd Odyssey (Ediciones Robinbook) una anécdota de la última gira de la banda que sirve para graficar sobre su personalidad y sobre el grado de visibilidad que había elegido: “Mientras conversamos (con Wright) en el vestíbulo del hotel, dos adolescentes nos interrumpen para preguntarnos si sabemos en qué piso se alojan los Pink Floyd y dicen que desde hace años sueñan con obtener uno de sus autógrafos. Cuando Rick les dice con un rostro inexpresivo que ni siquiera sabía que los Floyd se alojaban en ese hotel, los chicos se van con cara de tristeza”.

Wright no compartía los arrebatos megalómanos de Waters y coincidía con Gilmour en la necesidad de expandir las posibilidades sensoriales del espectador. En esencia, la dicotomía era irreductible: mientras el guitarrista y el tecladista buscaban transportar a los oyentes a otros mundos, Waters quería exorcizar a través de la música sus propios fantasmas, que eran bien terrenales: la guerra, la soledad, la paranoia. Un frágil equilibrio, con esa tensión a cuestas, guió la carrera de Pink Floyd hacia sus mejores discos: The Dark Side of The Moon y Wish You Were Here. Wright aportó allí lo mejor de su repertorio, equipado con una finísima sensibilidad para crear atmósferas envolventes e hipnóticas.

El tecladista contribuyó decisivamente en la composición de canciones esenciales de Pink Floyd, como “The great gig in the sky”, “Echoes” y “Shine on You Crazy Diamond”. Pero su nombre suele quedar afuera de los reconocimientos, más allá de su aparición en los créditos, que nadie lee. Su trabajo en el teclado –siempre volvía a su fiel órgano Hammond– podría guardar equivalencias con el de un científico en su laboratorio. En medio de las sesiones de grabación de Meddle se lo vio de pronto “jugando” con un piano que estaba “filtrado” por un amplificador Leslie. Una extraña resonancia, que parecía transportar a una película de ciencia ficción, comenzó a gobernar la sala. Sucesivas capas sonoras complejamente estructuradas (acaso haya canalizado allí, sin darse cuenta, sus conocimientos adquiridos como estudiante de arquitectura, cuando soñaba con ser músico de jazz) dieron como resultado “Echoes”, una de las más extrañas y cautivantes melodías grabadas por Pink Floyd, definida por Waters como un “poema épico sonoro”. Wright también le puso la firma a “The Great Gig in The Sky”, esa inolvidable oda a la muerte que no le hizo justicia a su creador: todos los honores se los llevó la extraordinaria actuación vocal de la cantante gospel Clare Torry. Eran tiempos de gracia musical. El disco The Dark Side of The Moon había merecido este comentario de Wright: “Cuando nos sentamos a escucharlo por primera vez en el estudio, pensé: ‘Esto va a ser algo grande. Es un álbum excelente’. Pero no sé por qué sigue vendiéndose. En su época tocó un nervio sensible. Parecía que todos estaban esperando ese álbum, que alguien lo hiciera”.

El éxito y la pasión egocéntrica que los músicos de la banda –fundamentalmente Waters y Gilmour– añadieron a su simple condición de músicos fueron cambiando esa mirada autocomplaciente. Ya en 1974 (apenas un año después de haber grabado su mejor disco, que encerraba precisamente una denuncia explícita contra el mercantilismo), Wright se sinceraba: “De pronto nos dimos cuenta de que Pink Floyd estaba transformándose en un producto y que dedicábamos gran parte de nuestro tiempo y energía a encargarnos de las cuestiones empresariales relacionadas con el grupo, en vez de tocar”.

Sin embargo, a diferencia de Waters, el tecladista nunca se dejó abrumar por la culpa que suele envolver a los progres súbitamente enriquecidos. Se compró una casa en la isla griega de Rodas, adoptó como hobbie la colección de alfombras persas y entregó sus horas libres –casi todo el día– a la navegación. Ni la locura ni la alienación del hombre moderno figuraban entre sus preocupaciones de músico de rock. Durante la grabación de The Wall, Waters, ya dueño de la ética y la estética del grupo, convenció a sus compañeros de la necesidad de echar a Wright. En rigor, el tecladista ya casi no participaba ni de la composición ni de los arreglos. Inclusive, la pusieron un sesionista de reemplazo, Peter Wood, que no figuró en los créditos. Según Waters, Wright estaba “quemado” por las drogas. Llegó a un acuerdo con sus compañeros: estaba fuera de la banda, pero tocaría –para guardar las formas– en la gira de presentación del disco, en carácter de “músico contratado”. Drogado y todo, Wright salió ganando como asalariado: la puesta del espectáculo de presentación de The Wall era tan grandilocuente –la megalomanía de Waters iba en aumento– que la banda como tal perdió una fortuna y el único que cobró su sueldito fue el tecladista. En The Final Cut ni siquiera apareció su nombre.

Más allá de Pink Floyd, Wright despuntó el vicio con un puñado de discos solistas (Wet Dream, Identity, Broken China) que nada agregaron a su prestigio y apenas sumaron un poco de olvido. Inclusive fue víctima de una mala suerte inducida: publicó Identity en abril de 1984, un mes después de About Face, de Gilmour, y un mes antes de The Pros and Cons of Hitch Hiking, de Waters. Se mostró más astuto cuando el guitarrista lo invitó a formar parte de una nueva encarnación de Pink Floyd, sin Waters. Gilmour no lo quería, pero lo necesitaba para justificar el regreso de la banda (sin Waters ni Wright, Floyd hubiese sido sólo un dúo: Gilmour-Mason). Aunque casi todas las partes de teclados ya estaban grabadas para el inminente A Momentary Lapse of Reason, Wright fue convocado a figurar como integrante del grupo. El único solo que grabó quedó afuera de la mezcla final. No le importó. Sus abogados le habían aconsejado que arreglara un sueldo (11 mil dólares por semana de trabajo) como empleado de Gilmour, así quedaba a salvo de la querella que Waters entablaría contra –según él– los “usurpadores” del nombre. Sólo después de que la banda le ganó el juicio a Waters, el tecladista se integró como Dios manda.

Así transcurrió la vida pública de Rick Wright. No tenía el talento de Gilmour ni la fibra política de Waters. Tampoco se codeó con el status de leyenda que acompañó a Syd Barrett, el músico que le ganó de mano, muriéndose en vida. Wright murió de muerte natural, en edad de jubilarse, lejos de cualquier sueño rockero.

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