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Sábado, 3 de diciembre de 2005
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PAGINA/12 PRESENTA A PARTIR DE MAÑANA DOS CD DE OSVALDO FRESEDO

El tango se viste de esmoquin

Con Héctor Pacheco como cantor, el notable director de orquesta se muestra en su mejor forma. Temas propios, como Vida mía, conviven con excelentes versiones de Silbando y Nostalgias, entre otras.

Por Fernando D´addario
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Los dos CD resumen lo mejor del repertorio de Fresedo en los años ’50.
A diferencia de otros grandes músicos, que afirmaron su figura y su recuerdo en una época determinada, Osvaldo Fresedo inscribió su estilo en un período que no coincidió con sus tiempos de mayor gloria. El llamado “pibe de La Paternal” conoció el éxito en las décadas del 30 y del 40, pero su alcurnia tanguera quedó pegada a los años ’20 del llamado “cabaret alvearista”. No es sólo una cuestión cronológica lo que dificulta la coincidencia temporal; tal vez se trate de un asunto de aristocracia tanguera: a lo largo de los años, así su orquesta convocara o dejara de convocar, vendiera más o vendiera menos, Fresedo permanecería vinculado con una idea romántica del buen gusto y el refinamiento, naturalmente asociados con el pasado (en los años ’40, para ciertos sectores, la década del ’20 cotizaba bien).
Y así quedó. Fresedo, uno de los más notables directores de orquesta que dio el tango, se convirtió, para siempre, en el emblema de un modo de vivir en una Buenos Aires mítica. Su música, que fue cambiando matices y tonos según pasaban los años, los músicos, los cantores y las costumbres porteñas, pasó a ser una contraseña social. Su orquesta se fue aggiornando, pero su imagen se cristalizó. Durante décadas se escuchó y se leyó la frase: “El tango no me gusta mucho, pero Fresedo sí”. La colección que ofrece Página/12 a partir de mañana demuestra hasta qué punto el bandoneonista y director fue un músico singular y diferente, sin resignar un gramo de sentimiento tanguero. Los dos cds resumen lo mejor del repertorio de Fresedo en los años ’50, una etapa en la que su orquesta se mostró en plena madurez interpretativa.
No debe extrañar que la apertura del primer disco sea Vida mía, una de sus mejores y más difundidas creaciones. Más que un tema perdurable (fue cantado por todos, desde Tito Schipa hasta Pedro Vargas, e inclusive, fue “zapado” por Dizzy Gillespie acompañando al propio Fresedo), es casi un epítome de Fresedo. Tanto es así que lo grabó varias veces, con distintos cantores y formatos. La versión que sale en este cd es la que registró en 1952 (la primera grabación fue en 1933). Canta Héctor Pacheco, acaso la voz más adecuada para este tango-canción, que exhibe un romanticismo sin desbordes dramáticos. El estilo de Pacheco suscita controversias entre los tangueros. Tenor sin contaminaciones lunfardas ni orilleras, su registro se acercaba más a la canción melódica, que era precisamente lo que Fresedo quería para darle forma definitiva a sus orquestaciones. La voz, para el autor de Vida mía, era un instrumento más, que debía armonizar con el espíritu de la orquesta, signado por la sobriedad y el rechazo enfático hacia cualquier estridencia.
Fresedo, de hecho, le quitó protagonismo al bandoneón, siendo él mismo bandoneonista. Pretendía para su orquesta un sonido delicado que necesitaba al piano como guía melódica. El plano percusivo quedaba reservado para accesorios de percusión que hasta la aparición de Fresedo eran vistos como ajenos al género. En los dos discos de esta colección hay cuatro temas que llevan la firma de Fresedo: el ya citado Vida mía, Pampero, Sollozos y El once (una de sus composiciones más logradas). Pero son muchas más, sin embargo, las canciones que adquirieron a partir de su batuta un sentido definitivo. Una de ellas, sin duda, es Silbando (José González Castillo-Sebastián Piana-Cátulo Castillo), que acredita por supuesto anteriores y posteriores versiones memorables, pero que con Fresedo alcanza el tono exacto: una historia de amor contada casi al pasar, una sensación de melancolía ligera, descargada del dramatismo de la versión original. Para escuchar, para bailar, para volver a escuchar.
En el primer cd aparece La puñalada, una milonga que está, a priori, lejos de la concepción estética que impera en la obra de Fresedo. Pero la orquesta asumió, además, un compromiso mayor: casi nadie se animaba a grabar la milonga de Pintín Castellanos, después de que D’Arienzo la convirtiera en un himno de los barrios porteños. Fresedo, en los antípodas estéticas del Rey del Compás, se animó, y dejó una versión tan interesante como respetuosa.
Hay otras jugadas de riesgo en estos dos discos marcados por el romanticismo tanguero, que por entonces medía fuerzas con el bolero. Fresedo fue uno de los primeros que se atrevió a versionar a Piazzolla. Triunfal, Prepárense y Para lucirse no desentonan en un repertorio que hace de la elegancia un elemento superador de los títulos y los nombres.
Entre éxitos de la guardia vieja y clásicos de los años ’30 y ’40, Fresedo va dando breves e indispensables lecciones de música. Allí están Discepolín (la primera grabación de Pacheco en esta orquesta, en 1951), la imbatible Nostalgias, La casita de mis viejos (ambas compuestas por Juan Carlos Cobián y Enrique Cadícamo, quizá la dupla culturalmente más compatible con la concepción artística de Fresedo), La viruta (Vicente Greco), La copa del olvido (Alberto Vaccarezza-Enrique Delfino), Pero yo sé (el primer éxito que tuvo Pacheco acompañando a Fresedo) y Ninguna (Raúl Fernández Siro-Homero Manzi), entre muchas otras.
Fresedo dejó de dirigir en 1981, tras una carrera de 60 años; murió en 1984. Su música lo muestra aquí tal cual vivió arriba de los escenarios: de frac o de esmoquin, siempre.

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