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Miércoles, 3 de diciembre de 2008
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Madonna y el Sticky & Sweet Tour en Buenos Aires

El regreso de la reina pop

La escala argentina de la gira de presentación de Hard Candy promete confirmar, con cuatro actuaciones en River, el talento para dar un “gran espectáculo” que consagró a la más exitosa solista de la historia del negocio del show.

Por Eduardo Fabregat
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Madonna se presentará en River de miércoles a domingo, pero la Cábala le impone descansar el viernes.

La pregunta es pertinente y aplicable a sus dos congéneres célebres, monarcas del pop que este año también llegaron a la cincuentena: así como a lo largo de la historia musical reciente se ha enarbolado una y otra vez el interrogante de Quién es Michael Jackson o Quién es Prince, el Quién es Madonna es tan recurrente como su presencia en el medio. No puede ser de otra manera: mientras Jackson se oculta de acreedores nuevos y antiguos y ya no da señales de vida artística, mientras Prince se conforma con el status de genio musical que ya nunca venderá lo que Purple rain, Madonna puede sacar pecho. No es ironía, ni chiste de dudoso gusto. El Sticky & Sweet Tour que llega hoy a las 21.15 al estadio de River Plate lleva contabilizados 207,5 millones de dólares, con más de medio millón de tickets vendidos sólo en Canadá y Estados Unidos. Para cuando todo termine, el domingo 21 en San Pablo, la gira de presentación de Hard Candy habrá ingresado 282 millones verdes, convirtiéndose en la más exitosa de un artista solista en la historia del rock business. Nada mal para alguien a quien, 25 años atrás, le auguraron quince minutos de fama y luego el olvido.

Primera respuesta posible, entonces: Madonna es una artista plenamente vigente, tanto –o más– que en su anterior visita, sobre todo perteneciendo a un género que gusta de triturar a sus representantes (como bien puede atestiguarlo Britney Spears). Ocurre que Madonna interpretó mejor que nadie que, para no ser fagocitada por la próxima estrella pop, el mejor camino era parecer esa próxima estrella, reinventarse, ser otra cada vez que fuera necesario para revalidar su reinado. De algún modo, entendió también la lección que dejaron (cuándo no) The Beatles, que fueron del atildado look de comienzos de los ’60 al aspecto de “estoy más allá de todo” circa Let it be pasando por todas las posibilidades estéticas y complejizando su música y su mensaje en el camino. La Madonna de “Holiday” no es la de “Papa don’t preach”, la de “Justify my love” no es la de “Vogue” y ésa a su vez no es la de “Music”, y así.

Curiosamente, las dos visitas de Madonna estrictamente musicales (ya se hablará de Evita) tienen que ver con discos-meseta: el Girlie Show de 1993 venía precedido por Erotica, que a pesar de grandes momentos como “Deeper and deeper”, “Rain” o su muy buena versión de “Fever” apenas pudo surfear la ola que había producido el lanzamiento del libro Sex, y fue fácilmente sepultado por Bedtime stories y Ray of light. Y Hard candy, el disco lanzado en abril de este año, aparece aplastado por el peso de la rutina, tanto en las canciones como en las fotos que, más que erotizar, producen un efecto algo satírico, de señora de 50 que quiere demostrar que la lencería hot aún le calza bien. Un típico disco de cierre de contrato con Warner, antes de embarcarse en un nuevo y millonario acuerdo con la productora Live Nation.

Nada de eso, sin embargo, tiene mayor relevancia a la hora de los bifes: Madonna no plantea sus shows como presentaciones en vivo del álbum más reciente sino como espectáculos integrales, el vehículo ideal para realizar el sueño de performer y bailarina que la llevó de Michigan a Nueva York en 1978. No es mero capricho que las gacetillas del Sticky & Sweet hagan tanto hincapié en los bailarines, los músicos rumanos, el abultado guardarropa, el maquillaje, el vestuario de Givenchy y la joyería de Swarovski, los cinco días de montaje de escenario y luces, las cinco carpas de catering y los carritos de golf para moverse por el estadio. En cualquier lugar del mundo, Madonna no significa “Cantante”, significa Gran Espectáculo. ¿Importa el nombre del guitarrista? ¿Importa que siga perpetrando en vivo ese intolerable hit llamado “La isla bonita”? ¿Importa, acaso, la persistente duda de cuántas veces recurrió a las pistas de apoyo en aquel Girlie Show, cuando pegaba saltos de metro y medio y ejecutaba contorsiones que no producían ninguna inflexión en su voz, vulnerando toda ley física? Claro que no: cuatro canchas de River se llenan con algo parecido a una religión y los fieles que pagaron precios que van de 95 a 630 pesos (sin contar ese currito con patente llamado service charge, y sin empezar a hablar de los delirios de la reventa en Internet) ya están al borde del ataque de nervios mientras esperan su mejor fiesta de fin de año. Les importa un cuerno que la crítica bostece y destroce a Hard candy. Y hacen bien.

Caramelo duro

Y entonces, who’s that girl? Madonna Louise Veronica Ciccone, a quien algunas biografías y cables insisten en señalar como “ítalo-norteamericana” pero es más yanqui que la hamburguesa, ha sabido salir a los zapatazos, con envidiable presencia de ánimo, de escandaletes que habrían hundido a una Gwen Stefani o a una Shakira, por nombrar sólo dos que intentan subirse a sus tacos. Los tabloides británicos se están haciendo un festín con el meneado divorcio de Guy Ritchie (en The Sun no pueden creer su buena suerte: en rápida sucesión, un McCartney y una Madonna), pero la artista ya se curtió en esa clase de trances públicos con Sean Penn (que incluyó un confuso episodio de golpes y ataduras en la mansión del matrimonio) y Warren Beatty, y hasta supo hacerle el aguante a David Letterman, en una discusión en un Late Show de 1994 abundante en palabrotas de las que erizan al norteamericano medio. Nada de eso puede incinerarla: mientras los periódicos amarillos deslizaban notas sobre su depresión y posibles problemas físicos derivados, ella ya preparaba la cena de Acción de Gracias con el papá de su hija Lourdes. A rey muerto rey puesto, que Madonna nunca cuajó con el rol de la pobrecita sufriente y tiene los ovarios donde hay que tenerlos.

Es la misma clase de resistencia que puede verificarse en otro de los terrenos en que la artista levantó ronchas considerables: quienes creyeron que la súbita y ferviente adhesión a la Cábala podía significar un desmedro de su figura, y su significación en el show business, parecen olvidar que ésta es la misma mujer que cantaba “Like a virgin” en la flamante pantalla de MTV (su gran aliada a la hora del dominio planetario en los ’80) con un enorme crucifijo al cuello. La misma que no tuvo mejor idea que besar a un santo negro entre cruces en llamas en “Like a prayer”, y bancó sin rechistar la condena pública del Vaticano y la consiguiente caída de un millonario contrato con Pepsi. ¿Podía afectarla la furia del cardenal Antonio Quarracino en 1993? ¿Acaso iba a incomodarla estar agitando las aguas de otra religión argentina, el peronismo, al venir a filmar dos años después la insultante versión de Alan Parker del mito de Eva? Al cabo, mientras la JP pintaba Buenos Aires con la consigna “Fuera Madonna”, el presidente que se decía peronista no sólo le cedió el balcón de la Rosada, sino que se asomó al balcón de su escote una y otra vez en aquella reunión en el Tigre luego retratada en una ácida memoria de la rubia en Vanity Fair. “Siento que sobreviví a una guerra”, le dijo poco después al periodista Javier Andrade en el programa televisivo Semana Rock. Pero la verdad es que Madonna es una especialista en dar batallas y es poco sensato desdeñar su capacidad para ganarlas.

En la escena pop, nadie sobrevive un cuarto de siglo si no tiene talento y capacidad para calcular los pasos, de baile y de los otros. En la persistencia, el espíritu de reformulación y de realimentar la inquietud artística, en el misterio de que no se sepa nunca quién es realmente Madonna radica parte de su vigencia. La otra parte, claro, es la música, que allí es donde arrancó todo, en hits aparentemente tan bobos como “Everybody”, “Lucky star” o “Holiday”, pero que prepararon la explosión para Like a virgin. No era la primera chica pop que aparecía en el horizonte, pero supo combinar las dosis justas de inocencia y perversión, sexo y candor, cuidadoso look y ángel espontáneo a la vez, estribillos imposibles de despegar de la conciencia colectiva. Por la época en que el rock propiamente dicho encarnaba en los adustos rostros y oscuros ropajes de Bono y The Edge, Madonna y Jackson pusieron la piedra de base de un movimiento con todo aquello que lo pop-ular exige a sus cultores y su feligresía. Pero no quiso quedarse ahí. Se aburrió ella antes que nadie, se sacó el traje de piba simpática para probar otras facetas y seducir a públicos cada vez más amplios, la adolescente ansiosa de liberación y el gay fascinado por su estética, su elegancia y sus coreografías, adultos algo mayores para el brillo y la lentejuela que ocultaron su culpa escudándose en la soberbia “Live to tell”, americanos, europeos, asiáticos, extraterrestres. Gente de plata y lúmpenes desastrados.

Es por eso que la pregunta queda siempre sin responder o sólo entrega respuestas parciales. Difícilmente Madonna consiga entrada al panteón de las grandes cantantes, pero algunas de las que sí ocupan esa galería no pueden exhibir los diplomas de gran artista que ella posee. Accedió a ellos al reconocer antes que nadie sus propias limitaciones, explotar al máximo sus virtudes y apoyarse en productores, compositores, coreógrafos, bailarines para ofrecer un paquete impecable, de reconocimiento unánime: el fervor que ponen su enemigos demuestra que la chica sabe –sigue sabiendo– lo que hace. Se forjó las identidades que quiso y ello permitió que cada cual vea en ella lo que desee: esta noche, cuando “Candy shop” abra una impactante serie de cuatro Monumentales, miles y miles de personas tendrán su propia y particular respuesta.

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