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Martes, 13 de enero de 2009
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A LOS 49 AÑOS MURIO AYER ALEJANDRO SOKOL

El triste final de una vida agitada

[HTMLUna indisposición, mientras esperaba un micro en la terminal de Río Cuarto, lo llevó a la muerte. Estaba por grabar un disco con su nueva banda, El Vuelto. Cronología de un personaje entrañable del rock argentino.

Por Cristian Vitale
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Sokol era un frontman extraordinario, siempre al borde.

Algunas veces Sokol había estado en el límite. Una al azar: estaba por terminar enero –año 2004– y Las Pelotas, con él todavía como cantante, ofrecía un recital en el parador de Rock & Pop de Mar del Plata. Era una de esas tardes grises y frías en las que el viento de la costa duele en la piel si viene con arena. Piedritas molestas en la cara. El grupo estaba dulce porque, tras años de batallas, ninguneos y ciertas frustraciones –que seguro no tenían que ver con la belleza de sus canciones– había pegado las buenas a caballo del “hit” “Será” y un disco tan bueno como los otros, pero con mejor luz: Esperando el milagro. El parador –una lejana playa del norte– estaba atiborrado de gente. Era gratis, la banda “garpaba” y el clima espantaba a los mortales del de por sí frío mar. Ideal. La excusa de Página/12 allí era una entrevista con el grupo y, de paso, ver el show. Sokol, entonces poco afecto a hablar con la prensa, había buscado una sutil excusa: “Voy al baño... ¿dónde está?”. Y se fue.

La nota, al final, la dieron Germán Daffunchio y Tomás Sussman. Los temas giraron en torno de la suerte corrida por el disco, que había resultado el mejor del año –junto a Infame de Babasónicos– en la encuesta del NO, y a cierta tensión que empezaba a experimentar la banda entre independencia, masividad y complacencia. El Bocha, igual, quedó incluido por lo que más se admira de un artista: lo que hace. Sonaba “Orugas”, una de esas canciones que si no cantaba Sokol no podía ser, y se entusiasmó: trepó a las cajas de sonido, no le importó el viento y, cuando llegó a la cima, varios temieron por su vida, incluso los músicos: su cuerpo flameaba como una bandera de Boca cuando hay sudestada. Y no era de paranoico temer por su vida: estaba a 20 metros del suelo y si caía de esa altura seguramente las arenas hubiesen mutado en adoquines. No cayó.

Bastante más acá –octubre de 2007– la relación con Las Pelotas estaba más espesa. Resuelto Basta! –disco sucesor de Esperando el Milagro–, los rumores de su alejamiento corrían como un reguero de pólvora. Había grabado solo en cuatro canciones y sus compañeros, ante la pregunta del millón, se iban por tangentes algo inextricables. El tiempo aclararía las cosas, pero entonces se había anunciado un concierto en el Teatro de Verano de Montevideo y Sokol no fue de la partida. Esta vez, fue algo más serio que el riesgo aéreo de Mar del Plata. Un choque de autos en los alrededores del Parque Chacabuco derivó en una pierna –la derecha– quebrada, una internación en el Hospital Piñero y una recomendación inesquivable: reposo por un mes. Fue el precio a pagar luego de que, a bordo de un Volkswagen Gol Blanco, se llevara puesto dos autos. Ese, y una renguera que mantuvo durante meses. Incluso después de su dimisión en Las Pelotas. Pero hubo un último riesgo que no pudo zanjar: por causas que se desconocen pero se intuyen, el Bocha dejó de ser. Fue ayer al mediodía cuando una indisposición lo sorprendió esperando un micro en la terminal de Río Cuarto, y nada pudieron hacer por él en una clínica del pago. Paro cardiorrespiratorio y final. Tenía 49 años. “Le dimos un respirador mecánico, se realizaron las maniobras de reanimación, pero él falleció”, fue la escueta y contundente sentencia del médico que lo atendió.

Y el rock lo va a sufrir mucho. Porque Sokol era un tipo al natural. Cero pose. Casi el antilook con cara, ropa y códigos de rockero de la calle. Se lo podía ver caminando, apenas oculto tras unos anteojos negros marca Acme, en el barrio que fuera. Con el pelo corto –de ahí lo de Bocha– o con el pelo largo y un increíble parecido a Carlos Monzón. Tomando cerveza en Hurlingham, o un helado bajonero –de limón– en Corrientes y Esmeralda o un fernet matador en González Catán. Siempre con esa cinética de la simpatía que se manifestaba en hoyuelos, en los lindes de la cara. Con el saludo en la punta de los labios. Sokol era así: el Bocha. Mirada de halcón y cierta timidez de origen que debía, sí o sí, ocultarse tras la pesada armadura de los excesos. Vago pero querido. Cierta vez, antes del choque y con Basta! recién salido, fue el artífice de que Las Pelotas no se reuniera, completo, en la famosa quinta de Hurlingham. Faltaba él y ninguno de sus compañeros sabía dónde estaba, ni a qué hora iba a ir, ni siquiera si iba a ir. Nunca llegó. Y hubo que insertar una foto de archivo para simular una suerte echada. Estaba en un bar de la zona, con sus amigos. “Y viste cómo es él... muy volátil”, decía Daffunchio, resignado. Otra vez, ya fuera del grupo y consolidando –a los tumbos– su criatura propia, El Vuelto, tardó dos horas en llegar a una rueda con medios nacionales. Se había colgado hablando con Ojos Lejos, un personaje habitué de Hurlingham. “Es mi pueblo, estoy cómodo. Yo pienso que el barrio une, genera una amistad enorme. No podés ni querés dejarlo así nomás. A los 20 años yo era como un barriletito, andaba vagueando por estas calles, tocando la guitarra”, dijo aquel día.

Una cualidad natural. Una mística. Porque si hay algo que Sokol heredó de Luca Prodan fue la disposición natural a enredarse con personajes de la calle, sin distinción de estratos ni conductas. Logró generar, sin proponérselo, claro, una mística de la presencia más que una épica de la ausencia, como acostumbran ciertos ídolos del rock. El, que había sido parte de la primera formación de Sumo, cuando Prodan lo concibió –recién llegado al país– en 1981, nunca aprovechó el mérito para brillar con su historia personal. Fue testigo de las pesadillas de Luca en el proceso post-heroína. Fue compañero de base –al bajo– de la baterista inglesa Jonathan Nuttal. Y fue, según él, el que de amigo le enseñó a tocar ¡“Confesiones de Invierno”! a Daffunchio, poco antes de que éste, cuñado de Timmy, fuera invitado a integrarse a Sumo. “Conocí a Luca en Hurlingham, y me parecía un tipo extraño, tal vez porque venía de afuera. Tenía una actitud muy sufrida, como si tuviera una revolución por dentro que no podía sacar. El primer saludo fue amargo, después le caí bien y terminamos siendo amigos... aunque no como los del barrio. A mí, para contar los amigos me sobran los dedos de una mano. Fue buena onda, una cosa de compartir momentos juntos”, dijo sobre ese principio en la última nota al NO.

Sokol fue partícipe del debut de Sumo en el pub Caroline’s, de El Palomar, en febrero del ’82. Poco después tocó, ante casi 25 mil personas, en el Festival Rock del Sol a la Luna y reemplazó a la Nuttal, cuando ésta volvió a Inglaterra atemorizada por el efecto que estaba teniendo la guerra de Malvinas en la sociedad. Luego, la historia oficial: el bajo va para Diego Arnedo; Luca vuela un tiempo a Europa, regresa, “refunda” Sumo con ellos y Sokol que deja la batería en manos de Superman Troglio. “Sumo era tocar, descargar y cargar equipos, emborracharse, jugar, divertirse. Por suerte, sigo siendo así”, evocó en la misma entrevista. Recién aparecería en créditos con la edición tardía de Corpiños en la madrugada –originalmente editado en incunables 300 cassettes– y en la reunión de Sumo –sin Prodan– en el Quilmes Rock del 2006. Un rato como mormón, un viaje a Nono –casi una tierra prometida–, idas y vueltas por Chivilcoy, un hijo –Ismael–, 17 años y 9 discos junto a una de la bandas más importantes del rock argentino –Las Pelotas–, fluyen y se entremezclan como retazos de una vida agitada. De bajista a baterista y de baterista a frontman cuyas huellas –por actitud, voz, potencia y código– atraparon a parte de una generación que lo vio como par.

La mayor dubitación de Daffunchio y compañía cuando Sokol se bajó del barco, seguramente sería cómo reciclar esas canciones que llevan su marca en las entrañas: “Muchos Mitos”, “Veo llover”, “Sin Hilo”, “Escaleras”, auténticos clásicos. Reservorios emotivos de placeres y dolores; un rayo –genuino– de fuerza y misterio que atravesó los ’90 y resguardó al rock de su inercia industrial, desalmada. Historia que había comenzado a fines de los ’80 con otro viaje a las sierras de Córdoba (Daffunchio, Sokol, Troglio y Willy Robles), principió en el más absoluto ostracismo (las 150 personas en el debut, en Halley) y se fue haciendo siguiendo las sombras de un pelado. Sokol, en medio de semejante viaje, tuvo la innata capacidad de respetar un origen y una condición no escrita. Y jamás se puso la careta. Nunca fue el personaje de una película que otros querían ver. Pese a los riesgos corridos, será su mejor legado.

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