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Domingo, 29 de marzo de 2009
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RAUL MALOSETTI, MIEMBRO DE UN CLAN VIRTUOSO

“La semilla musical la puso mi abuelo”

Hijo de un prestigioso luthier, sobrino de Walter, primo de Javier y gran guitarrista, Raúl logró construir un camino propio entre su obra y la labor docente en cárceles.

Por Cristian Vitale
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“Todo empezó con la primera guitarra que le regaló mi abuelo a mi padre”, asegura Raúl Malosetti.

Raúl Malosetti es de esos artistas que andan por los subsuelos de la música. Que no se miden en tickets ni por apariciones pomposas, pero que cuando emergen, sorprenden. Dejan algo. No es el jazz master, sino su sobrino; no es el enorme bajista, sino su primo. No es, en arte, sustancia sino esencia. Por eso, dato clave, el sino de una nota periodística con él no se aggiorna al previsible modus operandi disco-prensa-presentación, sino a una suma de haceres en movimiento. Puede ser alguna sorpresiva jugada como la que sucedió en el último Cosquín Folklore –fue único guitarrista entre más cien charangos–; o su labor de hace cinco años como profesor de guitarra en la Unidad 31 del Penal de Ezeiza, y coordinador del Programa Música en las cárceles; o los discos que editó a dúo con Rolando Goldman. Malosetti, talentoso y batallador, está en todo. Da y no espera. “La semilla la puso mi abuelo, un italiano del Lago Di Como que llegó al país a fines del XVIII. No conozco ningún Malosetti que no tenga que ver con nosotros”, principia él, sobre los orígenes de un clan familiar que le debe su pulso musical a un nieto de aquél. “Era jefe de Estación de la línea del Pacífico, aficionado a la música. Recorría pueblos y ciudades para el lado de Cuyo. Tuvo cinco hijos, y cada uno nació en una provincia diferente”, sigue. El menor fue Walter, hoy jazz master y padre de Javier, y el mayor, Pedro, luthier, músico de folklore y padre de Raúl. Redonda familia musical.

“Mi padre nos metió el bicho a todos, aprendía guitarra de los peones de campo y luego se profesionalizó como ejecutor de música clásica y folklore. Todo empezó con la primera guitarra que le regaló mi abuelo. Tenía tanto interés en saber cómo era, que la desarmó, la rearmó y nunca pudo parar. Fue el primer maestro de Walter, que después se abrió por los caminos del jazz, y también el mío. Tocar en familia era una cosa cotidiana.” Y así, Raúl, a los 8 años, ya le hacía los acordes al padre en una casa que estaba en el epicentro geográfico de la familia: El Palomar. “La guitarra nunca estaba colgada en el ropero”, se ríe.

–¿Cuál es la primera imagen que le viene de ese entorno?

–La de mi viejo armando y desarmando instrumentos. El hacía guitarras antes de que yo naciera, en mi casa había un montón de guitarras, y no tuve mucha opción para elegir instrumento, aunque los ritmos eran muy variados. A mi viejo le gustaba el folklore onda Eduardo Falú y la música clásica, pero tío Walter nos trajo la improvisación, el jazz y el blues. Era una mezcla, nosotros andábamos yirando entre todos esos géneros. Si bien en mi música aparecen elementos relacionados con el jazz, también me gusta el folklore.

–No podría, si no, haberles puesto guitarra a esos cien charangos que convocó Rolando Goldman para el Festival de Cosquín. ¿Cómo fue esa experiencia?

–Increíble. Cuando Rolando me contó la idea de poner cien charangos en escena, yo dije; “Bueno: diez, veinte, treinta charangos es lo mismo”... pero no fue lo mismo: había una energía y un deseo en los músicos que era impresionante. En el ensayo, los charanguistas estaban con un deseo enorme de tocar, y sumaban fuerza, aunque las notas fueran las mismas... quiero decir, no había grandes arreglos.

–¿Cómo fue la previa? Eran músicos de todo el país y hubo que ensamblar.

–Bueno, hubo un grupo de aquí, en Capital, que sí se juntó a ensayar. Serían unos 30 o 40 charanguistas, pero después, la mayoría se sumó de distintas provincias, incluso hubo un alemán y un francés. Esta gente recibió el material escrito a través de mails y los muchachos que ensayaban aquí le mandaron la grabación de una filmación de un ensayo para que los otros vieran con qué onda se tocaba. En Cosquín hubo sólo un ensayo “completo” antes de la presentación.

Raúl y Rolando –hoy Director Nacional de Artes– conforman, además de compartir visiones sobre cosas de la vida, un dúo sugestivo, casi minimal: charango y guitarra. Se formó en 1996, fruto de un encuentro iniciático, cuando Goldman trabajaba en la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires. Raúl, por entonces, grababa discos para Melopea con otro dúo (Malosetti–Iricibar) y Goldman venía del grupo Runa. “Nos encontramos en el San Martín y me propuso que ensayáramos algo. Fueron apareciendo cosas, conocimientos, y resultó bárbaro, porque permitió todo un camino juntos.” Hasta aquí, grabaron dos discos (Vamos de vuelta y 10 y 6) y respeto dentro del universo folklórico de proyección: “Proponerse hacer temas para guitarra y charango termina en un sonido especial. Por ahí, estos mismos temas tocados en cuarteto o quinteto podrían sonar a cosas que ya están; en cambio, esto de imponernos como dúo, le imprime algo personal en el sonido. Es una propuesta jugada desde la formación”, es su radiografía.

–En lo social, usted viene de una agitada militancia en el peronismo de izquierda. ¿Herencia también familiar?

–Bueno, durante mi adolescencia, época de Cámpora y de los milicos anteriores, estaba militando en ese sector político. Y sí... mi viejo era peronista. Fue de esos peronistas de los inicios, y luego terminó admirando a Fidel Castro. Por suerte me tocó un viejo así (risas). Yo pintaba paredes en la época que te cagaban a tiros.

La agrupación en la que ocurrió el quehacer político de Malosetti era el Frente Revolucionario 17 de Octubre, ampliamente influido por las ideas de John William Cooke, diputado del primer parlamento peronista y firme impulsor de la fusión del movimiento nacional con el ideario de la Revolución Cubana. “Finalmente, terminaron siendo más marxistas que peronistas, porque llegó un momento en que el enfrentamiento se radicalizó tanto, que hubo que tomar esa opción”, evoca. Luego de la dictadura, la agrupación, diezmada como muchas por el accionar represivo, reapareció bajo el nombre de Intransigencia y Movilización, y el guitarrista se plegó. “Empecé a dar una mano con familiares, porque la conducción no aceptaba errores. Parecía que no habían perdido nada y que no se había perdido a nadie. Había cuestionamientos, sí, pero lo que nunca se cuestionaban eran los cargos. Me sentí usado y me fui”, concluye. Pero el andar militante de Malosetti reencarnó –a su manera– en una de sus tareas actuales: es coordinador del Programa Música en las Cárceles, impulsado por la Secretaría de Cultura de la Nación y también les dicta clases de música a las reclusas de la Unidad 31 de Ezeiza, como parte del mismo programa.

–¿Su rol docente se centra sólo en la Unidad 31?

–Sí, la que se conoce como cárcel-modelo. En realidad, digamos que es modelo porque está pintada de rosa afuera, pero es tan terrible como cualquier cárcel. Lo interesante de esto es que nosotros damos clases en el sector de Educación. Si bien yo, cuando entro, atravieso diferentes sectores que te dan bien la sensación de cárcel, una vez que llegás, la sensación es que estás en una escuela: tiene aulas, una dirección y una biblioteca. Doy las clases en un aula con pizarrón y todo lo propio de un colegio. Tengo 23 alumnas y está bueno, porque la música ayuda a relacionarse. La finalidad es que toquen, aprendan y disfruten, pero también que se relacionen bien y se acentúe la solidaridad entre ellas. Que vean que pueden hacer y lograr cosas: incluso muchas se sorprenden, porque nunca habían tenido acceso a la posibilidad de tocar un instrumento y se dan cuenta de que tienen condiciones, aunque no lo sabían. En general, uno da clases a gente que la tiene clara y de repente te encontrás con gente con condiciones que jamás supo que las tenía.

–Además del factor humano que mencionaba antes...

–Imagine que son 23 chicas y, si todas tocan a la vez, se arma un quilombo infernal. Entonces, poder callarse y escuchar mientras la otra toca, está bien. Eso y el tema del conocimiento: en los pabellones –porque también vienen chicas de otros– la convivencia no es fácil, se sabe, pero se encuentran en el curso y generan una relación que en los pabellones no existe.

Malosetti aplica la gran máxima familiar: enseñar, tocar y disfrutar de una desprejuiciada amplitud de géneros. “En general, lo consensúo con las chicas. La cosa es bien amplia: música popular. Hay personas jóvenes a las que les interesa más el rock que el folklore, y gente mayor a la que le gusta el folklore y no les interesa el rock. Esos puntos hacen que se pueda convivir en cuanto a gustos e inclinaciones.” Malosetti marca un detalle extramusical. No es menor. Dice que vio demasiadas mujeres que salieron “libres de culpa y cargo” luego de permanecer tres años dentro.

–¿Muchas?

–Hay algunos casos complicados, de asesinatos y qué sé yo, pero la mayoría son...

–Mulitas o cosas así.

–Como mucho... Algunas ni siquiera eso.

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