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Sábado, 9 de octubre de 2010
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Víctor Velázquez, compositor, poeta, cantor y payador

Cuando el gaucho no es pura pilcha

Sus más de cuarenta discos recogen milongas, recitados, chamarritas y valses. Cerca de cumplir 80 años, hoy se presentará en el ND Ateneo. Dice que cantar “no es una elección, es algo vital”.

Por Karina Micheletto
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Velázquez tiene un disco nuevo: Soy como soy.

Víctor Velázquez descubre repentinamente que ya ha estado en este restaurante de la peatonal Lavalle, con la vidriera dominada por una parrilla generosa y una vaca tamaño real estratégicamente dispuesta en la puerta. Aquí lo había citado el jefe de prensa del sello que en ese entonces era London Odeon y hoy es EMI, cuando estaba por ver cumplido el sueño de firmar contrato con una grabadora. Por entonces tenía 22 años; ahora está por cumplir los 80. En el medio pasó una vida recorrida con las armas del canto y la guitarra, por el país y el mundo. Ahora tiene un disco nuevo, Soy como soy, que viene a presentar a Buenos Aires. Será hoy a las 21, en el teatro ND Ateneo (Paraguay 918), y no faltarán los clásicos instrumentales, canciones y relatos del entrerriano. Para empezar, “La primavera”, ejecutada con cinco guitarras.

Compositor, poeta, cantor, payador e intérprete de la que llama “caja del alma”, Víctor Velázquez es, para muchos, “el último gaucho”. Un título que, entiende él, nada tiene que ver con la pilcha. Sus más de cuarenta discos recogen principalmente milongas y recitados, además de chamarritas, galopas, valses, gatos, zambas y obras como la cantata Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, sobre el texto de Pablo Neruda. También pedidos expresos de Atahualpa Yupanqui para que musicalizara “La guitarra y el cantor”, “La luna sobre el río Paraná” y “Canción al río Uruguay”. De ninguna de las tres, cuenta ahora riendo Velázquez, Yupanqui le dijo qué le habían parecido después de escucharlas musicalizadas. Sólo le hizo saber su veredicto dándole un nuevo poema para musicalizar: “Lea esto, paisano”. O: “Se me dio ahora por dársele estos versos a usted, a ver qué hace”.

Sentado en este lugar en el que ya estuvo, Velázquez recuerda aquella Buenos Aires que lo recibió a los catorce años, cuando logró el permiso de su madre para venir a trabajar. “Yo quería ir a la ciudad para ayudar a mi madre, que nos crió sola. Eramos siete hermanos y vivíamos prácticamente en el monte, en el Abra del Chajá. Veía que los jóvenes que viajaban ganaban bien, mandaban plata a los padres, volvían al pueblo bien vestidos, con sus trajecitos, sus zapatos nuevos”, cuenta. Para juntar los 17 pesos del pasaje, cuenta también, tuvo que vender aquella guitarra que recibió de regalo como un tesoro, y que nunca pudo recuperar. Buenos Aires no recibió del todo bien a aquel niño de catorce años: un empleo de mucamo que pronto se reveló con condiciones de esclavitud, del que logró huir, una curtiembre, una lechería, trabajos que le trajeron más de una neumonía. Los recuerdos, sin embargo, son felices: “En Buenos Aires tuve amigos que me ayudaron muchísimo. Gente valiosa que no olvido”.

Entre ellos, el escritor español Arturo Capdevila, cliente de la lechería, que en una de esas neumonías cayó en el hospital con un libro y un dictado: “Tú tienes que leer. Lee, lee y lee, aunque no entiendas: con el tiempo entenderás”. En aquel chico humilde que empezó a leer con un diccionario, hijo de una costurera que también le había transmitido el amor por la literatura, comenzó a cifrarse el destino de cantor.

–¿Cómo llegó aquel muchachito a la radio, y de allí a recorrer el país y el mundo?

–En mí crecía todo ese amor a la guitarra y a las canciones, cantaba milongas, valsecitos, alguna zamba o chamarrita. Se hace un concurso de cantores, organizado por un hombre de Villaguay, que tenía un programa en Radio Splendid de Buenos Aires. Me presenté, canté una milonga, y me fueron eligiendo hasta que salí ganador. El premio era actuar en Radio Rivadavia, en el programa Voz entrerriana, a las 8 de la mañana de los domingos. Tenía sus oyentes, los paisanos, la gente de Entre Ríos. Ese programa significó para mí ponerme en contacto con gente de las provincias. De ahí agarré la guitarra y me fui a actuar a La Pampa, y ya no paré.

–¿Y de dónde venía ese amor a la guitarra y a las canciones?

–Vea, a veces pienso en el Martín Fierro: “Dende el vientre de mi madre, vine a este mundo a cantar”. Yo nunca supe de dónde me venía eso, hasta que un día mi madre me contó que mi abuelo payaba, era un hombre de campo, que andaba con las tropas días, meses, y llevaba siempre la guitarra. Creo que todos venimos a cumplir una misión, y hay un tiempo para todo. En mi caso, esa misión es la música. Y uno siente que tiene que cumplir esa especie de mandato que recibe, lo tiene que decir. Es como cuando usted tiene mucha bronca, o una gran alegría, siente la necesidad vital de expresarlas. Es algo que va por dentro y nos hace mal si no lo sacamos.

–Entonces no depende de usted.

–No. Del mismo modo, vivo permanentemente haciéndome preguntas. Preguntas que generan esa necesidad de encontrar de alguna manera la respuesta, de buscar y buscar, hasta que se encuentra una, al menos, provisoria. Con la música es lo mismo: No es una elección, es algo vital. Es inevitable.

–Hay quienes hablan de usted como “el último gaucho”. ¿Qué le parece?

–¡Noo, gauchos hay muchos! Vea: “Cuando yo hablo de lo gaucho, no nombro ninguna raza, estoy mostrando un estilo, una conducta y un alma. Ser gaucho quiere decir ser un hombre de palabra, sin revés, y parejito, de corazón y de agalla”. Para mí el gaucho es eso, por sobre todas las cosas, una manera de comportarse en la vida que tienen las buenas personas, un respeto, una conducta. Nada que ver con la pilcha.

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