La anécdota es conocida, rodea aún el aura que precede a las presentaciones de Peteco Carabajal, dentro y fuera de la heterogénea familia del folklore. Fue a mediados de los ’80, en un regreso a Santiago del Estero en el que terminó jugándose una carta personal: estaba volviendo, sin proponérselo, para mostrar en tierra propia lo que habÃa logrado hasta entonces, y también –autoproclamada misión del género– para mostrar cómo estaba representando a los suyos. No fue precisamente el regreso del hijo pródigo. Como parte de MPA, junto a Chango FarÃas Gómez, Jacinto Piedra, Verónica CondomÃ, habÃa cometido algunas herejÃas. Enchufar una guitarra para tocar chacarera, por ejemplo. A Peteco le gusta narrar la forma en que lo recibió su Santiago querido: a veces cuenta de los tomatazos que esquivó, otras dice que fueron piedras, o monedas, o llaves, según los tonos épicos que va ganando el relato. Una cosa es segura: alguna ruptura del orden de lo imperdonable se estaba jugando allÃ.
Aquel gesto eléctrico parece cándido en el recuerdo, visto desde un presente en el que el folklore al palo es un estado de cosas. Sin embargo ilumina la batalla creativa que parece haber guiado la carrera de este prolÃfico violinista y compositor, el más inquieto de la familia de las chacareras. En ese riesgo que ganaba entonces, y que sigue ganando al traer a Soda Stéreo, o a Silvio RodrÃguez, o a Marcelo Berbel, para su vereda, parece radicar el secreto de su arte. Asà el viajero logra representarnos, asumiendo un único compromiso: el de nunca dejar de representarse a él mismo.
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