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Martes, 4 de octubre de 2011
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Lenny Kravitz le puso calor a una noche helada en la apertura del Personal Fest

Invocación al romance y la unificación

Quince mil personas disfrutaron en GEBA del show del cantante norteamericano, que además de presentar su reciente Black and White America repasó su larga batería de hits. Y aunque el concierto estuvo dentro de lo esperable, también fue notable.

Por Luis Paz
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Kravitz hiló una operación clamor para hacer retornar la pureza a los sentimientos.

Ultimamente, la disrupción cultural y en los hábitos y las costumbres artísticas viene pasando más por el lado de las herramientas, con la tecnología permitiendo grabaciones domésticas de calidad, nuevas formas de comunicación y difusión y una tendencia cada vez más abarcativa hacia el trabajo colaborativo, que por el contenido conceptual del rock de masas. Dado que la obra de Lenny Kravitz nunca se basó en la ruptura, sino justamente en la calidad interpretativa, en la comunión (el amor, la unidad) como mensaje y en la colaboración de grandes músicos como plataforma para desplegar su música, juzgar la falta de alertas y de ángulos punzantes de sus temas no tiene gollete. Kravitz, hijo mestizo de las texturas del rock, el groove del funk y la espiritualidad del soul, brindó entonces un show esperable pero también notable. La jornada ofició de apertura para el Personal Fest, que continuará recién en noviembre con bandas como Beady Eye, The Strokes, Sonic Youth, Calle 13 e INXS. Y la invocación de Kravitz al romance y la unificación, virtudes bien incorporadas a su último disco, Black and White America, fue larga y gritonamente celebrada por quince mil personas.

Si la música negra integra una riqueza de la que se ha valido el rock desde siempre (fuera del blues, del R&B o de los sonidos de la escena de Motown y del sello Stax, precuela de la música disco de corte afroamericano, y hasta del soul y el gospel, ponderados en los ‘60 y ’70), la misma decoración del escenario de la gira de Kravitz viene a reincidir en esa idea a un nivel estético: pero todo ese oro negro de amplificadores, fierros y equipos oscuros con ribetes dorados (equipamiento de alta gama, por cierto) también se hace patente en sus canciones, donde la cuestión racial, casi como en el dispositivo narrativo de la telenovela, fecunda las andanzas sentimentales de sus protagonistas. Porque el cantante y guitarrista estadounidense, nacido en Nueva York hace 47 años, le canta a esa porción más agradable de los sentimientos más puros de la raza humana en general, sin distinciones cromáticas ni geográficas. La unidad, el respeto, el amor, la comunión, la fraternidad, la tolerancia y, bueno, también la austeridad que este músico tanto no profesa en su vida, son la parte más activa de sus obras poéticas a lo largo de 22 años de carrera discográfica, que ya se apilan en nueve discos de estudio, uno de versiones acústicas y dos compilaciones, además de unos pocos relanzamientos. Y también está su obra musical, un entramado de base rockera clásica, fecundo de riffs efectivos y de formas tradicionales de composición, integrado de soul y funk (con sus susodichos vientos y coros divinos y de alto tono emotivo) y catalizado por el mestizaje. En este caso, todo un combo de calidad y de ubicuidad para un festival de la talla de éste, aunque a Kravitz ya le falte lo alternativo.

En vivo, la banda que lo acompaña (y que cuenta con la presencia de la notable bajista Gail-Ann Dorsey, que trabajó con David Bowie, y el sólido pero exagerado baterista Franklin Vanderbilt, que además se encarga de los coros en los segmentos más altos de la escala) tiene un funcionamiento intachable. Estos tipos tocan divirtiéndose, tocan con precisión y energía y tocan con muchísimo resto. Quizá lo único que puede parecer una falencia es el hecho de que tamaños intérpretes (incluido el propio Kravitz, dueño de una voz capaz y característica, aunque tuvo sus problemas de afinación; y guitarrista calificado para el acompañamiento a la banda o para pelar riffs que la hagan brillar más), al ser vistos tocar con tanta comodidad no puedan ser vistos exigiéndose más, llevando toda esa capacidad hacia una mixtura de músicas de la América albinegra, popera y rockera más punzante.

Con esa solvencia, Kravitz recorrió lo que shows de este estilo requieren: una galería de hits, que en su caso provienen en ocasiones de la tripa misma del artista y en otras suenan extraídas de su corazón emparchado. Pero que también, a menudo, parecen venir desde algún lugar demasiado cerebral, en donde cada pequeña porción de música (desde los arreglos hasta las escaladas tonales y las elevaciones melódicas a partir de los teclados y los notables vientos, o el golpe rítmico que da el fortalecimiento de la base que ponen bajo y batería) está colocada en donde debe, sin irse de allí.

Entonces, y luego de las presentaciones de Deborah de Corral, cada vez más afiatada en su faceta de cantautora pop, y del ex La Ley Beto Cuevas, Kravitz hiló una operación clamor para hacer retornar la pureza a los sentimientos, en ocasiones cayendo en cursilerías y repartiendo lugares comunes, pero por lo general logrando una efectividad necesaria para contagiar al maduro público presente. Así fue que desde la apertura con “Come on Get it” hasta el cierre con “Let Love Rule” y su paseo por la pasarela del escenario y parte del campo (del campo VIP, claro), el músico comulgó con el público argentino nuevamente con soltura, siempre debajo de la capucha de su buzo frizado, a reparo del viento dañino que atrofió articulaciones en todo el predio del club porteño GEBA.

Entre los mejores momentos del concierto quedan, por supuesto, sus clásicos: su homenaje a las mujeres (norte)americanas, a la vez que tributo al grupo canadiense The Guess Who (originales autores de “American Woman”); su celebración al servicio del transporte semiprivado en “Mr. Cab Driver” (en una rara versión corrida de tono); la coalición entre su bandera soporte del movimiento continuo enarbolada en “Always on the Run” y su balance con la agitación innecesaria en “Where Are We Running”; su reclamo por una elevación humana, que a veces se da en el desplazamiento horizontal, en el correrse de un lugar enchastrado, en “Fly Away”, y hasta su capacidad para poner límite a la pasión y reubicarla en un espacio fértil para las dos partes (el amante y la amada es una de las posibilidades) en esa canción una pizca egomaníaca que es “Are You Gonna Go my Way”. En la noche del domingo, donde fueron negra su alma y negro su rocanrol, la paleta en escala de grises de los abrigos de los asistentes volvió a repartirse por la ciudad, abrigando a quince mil personas dispuestas a continuar el amor fuera del festival y dentro de eventos incluso más masivos: sus vidas.

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