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Viernes, 7 de octubre de 2011
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INTERPRETI VENEZIANI REPASO LAS CUATRO ESTACIONES CON LA CALIDAD COMO OBJETIVO

Un standard de jazz en clave barroca

El ensamble italiano lleva 22 años interpretando el repertorio barroco, pero en actitud, estética y hasta ideología se asemeja más a una banda jazzera que a una típica orquesta de cámara.

Por Gustavo Ajzenman
Interpreti Veneziani logró una notable precisión y un sonido bien empastado.
Imagen: Jorge Larrosa.

Uno de los principales riesgos de tocar Las cuatro estaciones, de Antonio Vivaldi, puede resumirse en una pregunta: ¿Cómo hacer interesante el conjunto de conciertos más interpretados y grabados del Barroco tardío, más aún si cada orquesta estudiantil o vocacional dedica al compositor italiano parte de su repertorio? Para algunos, una respuesta posible es la recreación historicista, mientras que otros prefieren la actualización respetando el marco conceptual. El ensamble Interpreti Veneziani optó el miércoles en el Auditorio de Belgrano (en el ciclo Arte y Virtuosismo de Festivales Musicales) por la solución más simple, aunque no necesariamente más fácil: no buscar la originalidad, sino la calidad, conseguida a fuerza de repetición, pero sin caer en la solemnidad o perder la frescura. Así, y con momentos casi teatrales, respetó la máxima del Barroco de que la música escrita es sólo una base para la interpretación.

Sin director, con fragmentos improvisados y frecuentes cambios de tempo, la orquesta logró una notable precisión y un sonido bien empastado (aun tocando arriesgados dúos de violines al unísono o saltellatos coordinados entre las cuerdas graves). No es de extrañar: originaria de Venecia, lugar de nacimiento de Vivaldi y de buena parte de la historia de la música occidental, lleva 22 años –y 16 discos– interpretando el repertorio barroco. Nacido y crecido en uno de los epicentros de la vida musical del 1700, el ensamble tiene además un ciclo de conciertos propio en la Iglesia San Vidal, donde se cree que el compositor solía presentarse, y se convirtió en una atracción turística más de la ciudad de los canales. Todo esto, sin embargo, podría dar una idea contraria al espíritu del conjunto que en actitud, estética y hasta ideología se asemeja más a una banda de jazz que a una típica orquesta de cámara barroca.

La primera parte del concierto, hasta el intervalo, estuvo dedicada a Las cuatro estaciones. Sin formalismos, sin presentaciones y sin descanso, todos los violines –y en la segunda, también el violonchelo– fueron rotando en el rol de solista. Se trató no sólo de una demostración de virtuosismo, que lo fue, sino también de una decisión estética. El intercambio de lugares, sumado al descontracturado lenguaje corporal de los músicos, contribuía a la ilusión de estar frente a una banda de jazz. Aunque no fue así en esta visita, el vestuario informal con el que a veces se presentan los músicos (se los puede ver en videos tocando en chomba y bermudas en la Iglesia de San Vidal) también abona a esa idea. Cada uno de los solistas aportó su propio color y personalidad, incluso en la forma de relacionarse con el resto de la orquesta (desde un histriónico Sebastiano Maria Vianello en el “Verano”, hasta un taciturno y contemplativo Paolo Ciociola en el “Otoño”). Los cuatro conciertos, recreados hasta el hartazgo desde su primera grabación en la década del ’40, se transformaron de esta forma en una suerte de gran standard de jazz en clave barroca.

La segunda mitad tuvo un color diferente. El Barroco italiano dio paso al francés y luego al inglés. Las Folies d’Espagne, del gambista Marin Marais, fueron una oportunidad para el lucimiento del violonchelista Davide Amadio, que mostró sus amplios recursos, desde el canto más íntimo hasta el más apabullante rugido. Pero que, tal vez por las limitaciones de la obra, terminó en un despliegue meramente acrobático. Luego vino el Concerto Grosso en Re menor del opus 6 de Georg Friedrich Händel, donde la orquesta en su conjunto mostró sus dotes expresivas, con un tutti sorprendentemente potente para una agrupación de nueve instrumentistas. En el final, antes de los dos bises, hubo una licencia de algunas décadas, con La Campanella, de Niccolò Paganini. Con alguna imprecisión al terminar, Nicola Granillo logró superar una de las principales dificultades de la obra: cómo hacer que el despliegue técnico no tape la expresividad. La decisión fue centrarse en el histrionismo y el humor que sugiere la música. Para eso no fueron menores las apariciones en el triángulo del clavecinista Paolo Cognolato, quien generó un diálogo, con el violín volando sobre los armónicos, que trascendió lo musical.

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