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Jueves, 3 de noviembre de 2011
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Kenny Werner inauguró el festival Buenos Aires Jazz.11

El jazz como declaración de principios

El músico demostró, con su notable trío, por qué es uno de los artistas más destacados de la escena neoyorquina de los últimos años. Un repertorio que integró standards con obras propias fue campo fértil para la exploración de distintas posibilidades formales y expresivas.

Por Diego Fischerman
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Werner junto con el contrabajista Johannes Weidenmueller y el baterista Ari Hoenig.

Los géneros musicales –igual que el cine, las artes plásticas y la literatura– crean sus propias mitologías. Sus ritos, sus jerarquías y árboles genealógicos. Y, también, sus taxonomías de formas y estilos. Y si en la música de tradición europea y escrita (y en el mito particular de la supremacía de la música pura), el cuarteto de cuerdas ocupa el lugar de núcleo, de puesta en esencia de todo lo que por la música circula, en el jazz ese podio lo habita, por derecho propio, el trío conformado por piano, contrabajo y batería. No es la única encarnación posible. El piano puede estar reemplazado por guitarra, entre muchas otras variantes, y hasta puede faltar alguno de los elementos. Pero esa pequeña estructura, que Bill Evans, Andre Previn, Red Garland o McCoy Tyner llevaron a extremos de perfección y creatividad, sigue siendo la célula básica. El lugar, al fin y al cabo, donde el estilo sólo habla de sí mismo.

Que un festival de jazz empiece por la presentación de un trío, y que ese grupo sea, además, uno de los más destacados de la escena neoyorquina de los últimos años, es, entonces, además de un comienzo, una declaración de principios. Y la actuación de Kenny Werner, junto al grupo con el que toca desde hace años, que completan el contrabajista Johannes Weidenmueller y el notable baterista Ari Hoenig, fue una de las mejores inauguraciones posibles. Porque allí está la tradición –y el mito del trío, sin duda–, pero también una mirada nueva que aporta, sobre todo, la particular relación entre los tres instrumentos, su distribución de papeles y, especialmente, la manera en que es concebida allí la función de la batería. Mucho más cercano a un percusionista que a un baterista tradicional, Hoenig se despega con frecuencia de la mera marcación rítmica y suele aportar voces melódicas y frases en contrapunto (o en exacta homofonía) con las líneas del piano o el contrabajo. Sigue habiendo, igual que en las formas más clásicas (donde reina el trío de Oscar Peterson), una subordinación de los otros dos instrumentos al piano, pero se trata de una clase de sujeción mucho más horizontal donde, incluso, la figura del piano puede estar en ausencia.

Un repertorio en el que se alternan standards, como la extraordinaria pieza de Dave Brubeck “In his Own Sweet Way” con obras propias, entre las que se destacó “Little Blue Man”, hace de campo fértil para la exploración de distintas posibilidades formales y expresivas. En el comienzo fue “If I Should Love You”, un bellísimo tema de Ralph Rainger y Leo Robin que se cantó por primera vez en la película Rose of the Rancho, de 1936, y cuya historia interpretativa incluye a June Christy, Chet Baker, Dick Haymes y el cuarteto Sphere, entre muchos otros. En el final, “Tears in Heaven”, de Eric Clapton, elegida como bis, también puso al trío de Werner en la perspectiva de infinidad de versiones (incluyendo una excelente lectura jazzística de Joshua Redman en dúo con Pat Metheny). En ambos casos, las interpretaciones del trío resultaron autosuficientes. Para cualquiera que no haya escuchado otras escuchas de esos temas, podía alcanzar con esas medidas y líricas miradas sobre dos baladas. Pero, como en todo el jazz, es la relación entre fondo y figura la que acaba de construir el sentido. Y es contra la propia historia donde se perfilan los contornos de cada obra. En ese sentido, con sus abundantes cambios de ritmo, velocidades y texturas, y con su formidable interacción, es donde el trío de Werner brinda lo mejor de sí. Menos original en las piezas rápidas, donde pesan más las limitaciones técnicas del pianista, que en las que apelaban a un mayor lirismo, tal vez lo menos interesante haya sido la versión de una Siciliana de Johann Sebastian Bach que, al pasar al jazz, quedó convertida en algo bastante parecido a la anodina música de alguna película francesa de la década de 1960.

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