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Viernes, 18 de noviembre de 2011
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LA TERCERA VISITA DE STONE TEMPLE PILOTS, ANTE CINCO MIL PERSONAS EN EL LUNA PARK

Dos bandas para hacer el mismo show

Para bien y para mal, el concierto del miércoles pareció calcado del que el grupo estadounidense ofreció el año pasado. Y aunque pudo apelar al buen material de su disco más reciente, quedó una sensación confusa más allá del innegable disfrute.

Por Mario Yannoulas
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STP conoce al máximo sus virtudes y limitaciones.

7

STONE TEMPLE PILOTS

Músicos: Scott Weiland (voz), Dean DeLeo (guitarra), Robert DeLeo (bajo), y Eric Kretz (batería).
Público: 5000 personas.
Duración: 90 minutos.
Estadio Luna Park, 16 de noviembre.

¿Cuál es el costo de ir a lo seguro? ¿Cuánto se pierde yendo siempre al mismo lugar? Los Stone Temple Pilots estuvieron cerca de responder estas preguntas el miércoles en el Luna Park.

Sucede que hay dos Stone Temple Pilots. Una es una banda de señores grandes que se repite a sí misma en cada concierto. Otra es la que volvió y, a diferencia de lo que suele pasar, no grabó un disco que apesta a naftalina (Stone Temple Pilots, 2010). Una tiene un cantante que ya no es el de años anteriores: a Scott Weiland no le da el cuero para menearse como ave narcotizada y a la vez entonar como es debido. Otra es la que conoce al máximo sus virtudes y limitaciones, y actúa en consecuencia. Una es la que no deja un resquicio de sorpresa al interpretar una y otra vez las mismas canciones; otra es la que va a los archivos y encuentra perlas como “Silvergun Superman” para entregarlas de modo aplastante.

El cuarteto de San Diego elige pisar sobre seguro, de eso no hay dudas. A menos de un año de su última visita a la Argentina, interpretó prácticamente las mismas canciones. Las mismas que había tocado la primera vez, en un memorable concierto festivalero en 2008. Las mismas que nutren cualquier video de segunda mano que ande dando vueltas por la web. El comienzo, con un seco golpe de batería y “Crackerman”, que estalló como una supernova sonora, fue de lo más previsible. Aunque no por eso menos efectivo.

Estos Stone Temple Pilots son así. En vivo parecen bien lejos de Tiny Music o Nº 4, donde abandonaban el confortable sillón que ocupaban en el gran living del grunge gracias a sus dos excelentes primeros discos. Hoy, la potencia que destilan es inobjetable, pero, ¿a qué costo? Repetir una y otra vez un mismo puñado de canciones hace que se vean sólidas, pero van perdiendo contenido. Habiendo tantas otras y tan buenas para lustrar, quedarse contemplando la vidriera de los clásicos es un lujo evitable. Es así que “Vasoline”, “Down” y “Sex Type Thing” fueron puntos altos, pero más de lo mismo. Apenas dos espacios para su regreso discográfico: “Between the Lines” y “Hickory Dicotomy”.

De nuevo: hay dos Stone Temple Pilots. Una es una banda que pierde presencia escénica, de no ser por los incontables gestos de admiración y cariño por parte del bajista Robert DeLeo (una especie de agente afectivo del FBI, siempre pulcro y de negro, más lentes oscuros), que se encargó de chocar manos, tocarse el corazón y estar cerca del calor del público. Hay una banda que pierde sex appeal, aunque hay otra que pone todas las fichas en la música y descansa en la batería ralentizada de Eric Kretz, así como en el peso melódico de su guitarrista, Dean DeLeo, que sin ser guitar hero se las arregla para destacar y hasta remover el avispero con alguna zapada perdida. En ese sentido, los hermanos DeLeo siempre cumplen.

Su tercer paso por Buenos Aires no fue para nada diferente de lo que cualquier fanático poco inspirado pudiera imaginar antes de mostrar la entrada en el Luna Park. Sin embargo, cuando las canciones suenan, lo hacen categóricamente. Lo demostraron los matices de “Wicked Garden”, “Heaven & Hot Rods”, “Big Bang Baby” o la mismísima “Plush” (siempre vale escucharla una vez más), sin grandes contrastes en lo visual, pero entregadas con solidez.

Después de que una chica del público fuese elegida para graznar las primeras líneas de “Dead & Bloated” a través de un megáfono (una novedad poco original que salió bien) y que “Trippin’ on a Hole in a Paper Heart” cerrara los bises, quedaba un sabor extraño. No por el desarrollo en sí, que tuvo momentos notables; sí por lo agobiante de la reiteración. Tal vez por la impresión de haber visto dos bandas a la vez. Si los Pilots piensan renunciar a la propuesta visual en función de la música, entonces podrían revisitar su fecundo repertorio –que rebasa las agrietadas paredes del grunge– y abandonar una vez más la seguridad de lo conocido. Porque el riesgo es parte de la historia. Y así valdría la pena la promesa de una cuarta vez.

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