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Jueves, 10 de mayo de 2012
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Margarita Fernández estrena la obra Luz de gas en el Tacec de La Plata

Luz, agua, un piano y una escalera

Satie, Duchamp, un film de George Cukor, Chopin, Lachenmann y Bach se unen en una intrincada red, ideada por una de las figuras esenciales del arte contemporáneo. Y, según ella, la rige el azar, “un gran constructor de estructuras”.

Por Diego Fischerman
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Fernández trabajó Luz de gas junto a Martín Bauer, el director de escena.

Ella se siente cómoda en las fronteras delgadas. En las músicas casi inasibles. Transita con elegancia entre Charles Boyer, en la película Luz de gas, y el voyeur de Marcel Duchamp. Y camina, como una equilibrista, por los sonidos casi inaudibles, en el verdadero límite de la percepción, de la obra Guero, de Helmut Lachenmann; por la ambigua poesía de Membrana/lluvia, de Peter Ablinger, donde el sonido es producido por el agua que gotea de trapos cuidadosamente colgados, o por un improbable cóctel de Erik Satie, Morton Feldman y Johann Sebastian Bach, o un preludio de Chopin mientras una mujer desnuda baja una escalera de caracol. Margarita Fernández, una de las analistas de música más incisivas y profundas de las últimas décadas, miembro alguna vez del legendario Grupo de Acción Instrumental, que integraba con Jorge Zulueta, Jacobo Romano y Ana María Stekelman, pianista que estrenó en la Argentina la casi imposible Sonata “Concord” de Charles Ives y performer de inusual magnetismo, estrena hoy a las 21, en el Tacec (Centro de Experimentación y Creación del Teatro Argentino de La Plata), un espectáculo que se le parece hasta el punto de la mímesis. Una obra cuyo título, Luz de gas, es, como ella dice, “un apodo”. El nombre completo, en cambio, describe con imparcialidad aquello que se verá sobre el escenario: “concierto escénico para luz de gas, agua, piano y escalera”.

Con nuevas funciones mañana, el sábado 12 y el domingo 13, la obra cuenta con dirección de Martín Bauer (que viene trabajando con asiduidad junto a Fernández), tiene como segundo personaje a la bailarina Florencia Vecino, cuenta con el diseño sonoro de Gustavo Basso y Tata Laxague, la iluminación y el diseño del espacio pertenecen a Matías Sendón, mientras que la restauración del film de George Cukor y las proyecciones fueron responsabilidad de Aníbal Kelvo. Profesora Superior de Música del Conservatorio Nacional de Buenos Aires, Fernández realizó estudios de posgrado en el Conservatorio Superior de París y en las universidades de Cornell y Yale, en los Estados Unidos. Publicó Teatro Instrumental, Escrito sobre el compositor Gabriel Valverde, Garbo I-Garbo II: dos encuentros insospechados y Allegro Sostenuto: aproximación a la obra de Helmut Lachenmann. Entre sus presentaciones más recientes dentro del teatro musical se cuentan la microópera Conferencia o el orden de las cosas (creada junto a Bauer), Trío para madre, hija y piano de cola de Ignacio Apolo, Infinito Nero de Salvatore Sciarrino, y la ópera experimental Baltasar (Maniobras estivales) de Claudio Baroni, Reinaldo Laddaga y Fabián Marcaccio. Su producción teórica ha tenido, la mayoría de las veces, la forma de composiciones escénicas, y, como en la música de Anton Webern, uno de sus autores admirados, se trata de construcciones formidablemente concentradas, en que se elude cualquier clase de repetición y donde cada hecho resulta absolutamente significativo.

“En el título –explica Fernández– está explícito el género: concierto escénico. Concierto, tanto en el sentido tradicional como en el de lo que se concerta. Como el encuentro entre diferentes elementos que concurren, incorporados a un contexto teatral que se desprende, por otra parte, de la idiosincrasia de las obras. El agua corresponde a la pieza con la que abre la obra, escrita para ocho tubos de vidrio y microfonía. Esos tubos, a través de un complejo sistema de audio, transforman en sonido las gotas que caen de los trapos que se van colgando y descolgando de acuerdo con una combinatoria preestablecida. Pero, a la vez, esa acción de colgar trapos no es la misma cuando la ejecuta una mujer, aparece cargada con sentidos culturales muy precisos y yo, entonces, los cuelgo con un delantal puesto. No se trata de un concierto regido por un orden cronológico o conceptual. Luz de gas está enmarcada por dos obras que quería presentar, ésta de Ablinger, que ya se había presentado en el Ciclo de Música Contemporánea del Teatro San Martín, y Guero, cuyo título es fallido, dado que se refiere al gigantesco güiro en que transforma al piano. La gran problemática de esta pieza –y eso es lo que me interesaba conservar, aún con una cierta amplificación– es la de moverse en las fronteras de lo perceptible. Es casi una obra imposible. Es un desafío, sobre todo, para la escucha. La luz de gas, por otra parte, es un referente que está conectado con Marcel Duchamp, que consideraba la música como un arte un poco menor, en tanto reclamaba la inmediatez de una respuesta sensible. Y en la obra hay tres conexiones con él: su ready-made Eau & Gaz a tous les étages, la instalación Etant Donnés, donde se celebra el voyeurismo y la mujer espiada tiene una lámpara de gas en su mano izquierda, y detrás un torrente de agua, y el Desnudo bajando la escalera. Además, claro, Gaslight, la película de Cukor, con Ingrid Bergman y Chales Boyer, que aquí se llamó Luz que agoniza, y de la que se proyectan seis escenas que la protagonista de la obra nunca ve. Ese film, que me fue sugerido por Bauer, funcionó para mí como la madalena de Proust, porque ésa era una de las películas que había visto en mi adolescencia y tenía en el desván de la memoria. En cuanto surgió el título, recordé absolutamente todas sus escenas. Las secuencias que seleccioné arman una curva muy apretada de la película. Y allí hay dos elementos, uno es la luz de gas, típica de la época victoriana, y el otro es la escalera. En el relato de Margarita Fernández subyace la misma lógica que en la obra, más guiada por las asociaciones, y por un abigarrado mapa de referencias, que por un plan prefijado. Su propia carrera, signada tanto por su fuerte presencia como referente dentro del mundo del arte contemporáneo, como por la brevedad de sus apariciones, parece obedecer al mismo principio. “Tal vez porque no he salido demasiado a la palestra”, aventura ella. “La teoría siempre está en la obra de arte, al comienzo o al final”, dice. “Y la escena es una circunstancia privilegiada para abordar ciertos aspectos que de otra manera no serían evidentes. Me pasó con esta obra, donde comprobé hasta qué punto el azar es un gran constructor de estructuras.”

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