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Domingo, 28 de octubre de 2012
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PEPITA JIMENEZ, DE ISAAC ALBENIZ, SEGUN EL REGISSEUR CATALAN CALIXTO BIEITO

“España es un país de ocultamientos”

Instalado en La Plata, donde fue convocado para dirigir la ópera de Albéniz que el Teatro Argentino estrena hoy, Bieito dice que “el núcleo de Pepita Jiménez es ese enfrentamiento entre el poder de la Iglesia Católica y el erotismo”.

Por Diego Fischerman
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“España funciona como una prisión donde hasta los pensamientos se reprimen”, dice Bieito.

Piedras, arena y un espejo. Con ese marco, Calixto Bieito construía una versión de La vida es sueño, de Calderón de la Barca –presentada en 2010 en el Teatro San Martín–, que provocaba relecturas a partir de la relectura y, sobre todo, de la trasposición de planos. Sus acentos estaban puestos en los lugares –y los personajes– menos pensados y, a la manera del “extrañamiento” que pregonaban los formalistas rusos, todo podía ser visto –y oído– como por primera vez. En su visión, un antiguo cantar de gesta valenciano, Tirant Lo Blanc, puede convertirse en un catálogo carnavalesco tan monstruoso como fascinante, en el camino de aquel Decamerón de Pasolini, pero más lejos, más alto y más fuerte. Y una supuesta comedia como El rapto en el serrallo, de Mozart, muestra su ambivalencia con fellatios, violaciones y mutilaciones en escena.

Es uno de los directores teatrales más importantes de las últimas décadas. Amado por unos, considerado un provocador profesional por otros y temido por casi todos, nada, en su manera de hablar ni en su gestualidad extremadamente medida, refleja la crudeza, la oscuridad y la violencia que pueden llegar a tener sus puestas. “Una puesta de una obra de teatro es como un melón”, decía, recién llegado a la Argentina. “Uno espera que esté buena, pero hasta que no la abre, no sabe”. Instalado en la ciudad de La Plata, donde fue convocado para dirigir la versión de la ópera Pepita Jiménez, de Isaac Albéniz, que el Teatro Argentino estrenará hoy, estudioso hasta la obsesión de las fuentes de una obra, capaz de desmenuzar el texto y de poblarlo de referencias infinitas, habla de su encanto con el elenco. Y el embeleso es mutuo. En los ensayos se ve a los cantantes mirarlo con devoción, siguiendo cada una de sus indicaciones y entregados a su concepción del drama con una concentración extrema. En diálogo con Página/12, Bieito resume su visión de la ópera de Albéniz con una sola palabra: “represión”.

Nacido en Miranda del Ebro, un pueblo fronterizo, en 1963, de madre andaluza y padre gallego, Calixto Bieito se formó, inicialmente, con los jesuitas, hasta que, cuanto tenía quince años, la familia se fue a vivir a Barcelona. Allí estudió filología hispánica y entró en al Institut del Teatre. Y luego viajó y tuvo como maestros a Jerzy Grotowski, Ingmar Bergman, Peter Brook y Giorgio Strehler. Su página web se presenta con frases sueltas: “El teatro es una isla que no se debe dejar perder”, “La música nos habla de manera más inteligible que cualquier idioma”, “La existencia no es más que un episodio de la nada”. Y algunas definiciones. Sobre la forma, dice: “Como Buñuel, creo que en el arte has de poder hacer aquello en lo que creas mientras no resulte aburrido”. Y acerca de la reacción, opina: “Quizás tiene que ver con el hecho de que vivimos en una sociedad en la que todo se comercializa, una sociedad competitiva que necesita etiquetarlo todo. Pero creo que, sobre todo, las polémicas son producto de una necesidad del público y del mercado, la necesidad que tiene la gente que en los escenarios, tanto en los de teatro como en los de ópera, pase algo para continuar vendiendo diarios y revistas y para continuar queriendo y odiando a sus artistas”.

Y dice a este diario: “España es un país en el que no se podía hablar. Albéniz buscaba hacer una ópera española y no podía hacerla en su país. España es un país de silencios, de ocultamientos. Y de miedo. Para mí, esta obra se conectó inmediatamente con mi infancia, con ese tono gris de la vida cotidiana durante el franquismo, y con el mundo de una película, La tía Tula, de Manuel Picazo –basada en un texto de Miguel de Unamuno–. Y con la estética de Buñuel, claro. Para mí, el centro neurálgico de Pepita Jiménez es ese enfrentamiento entre la Iglesia Católica, y su poder, y el erotismo. Está esa opresión, tan española, de la represión sexual. Y es que no se acostumbra, en España, poner luz sobre las cosas sino, más bien, oscurecerlas, esconderlas. Por eso en esta puesta la escenografía es una especie de pared hecha con armarios. No se trata de eso de salir del armario, en este caso, sino de lo que allí se guarda, esperando que jamás salga al exterior”.

–Buñuel filmando en Francia y en francés. Y Albéniz y una ópera española en inglés. ¿Esa distancia idiomática es también un signo de la imposibilidad española de nombrar ciertas cosas?

–Es curioso, pero cuando se escucha la versión de Pepita Jiménez en español no funciona. Las palabras no encajan. Yo creo que, efectivamente, el inglés le agrega dramatismo. Se recurre a una lengua extranjera, como en Buñuel, claro, o a estéticas como el Surrealismo o el absurdo, porque España funciona como una prisión donde hasta los pensamientos se reprimen. Y está esa frase de Manuel de Falla, con la que me siento tan identificado, que decía sentirse extranjero en España y español fuera de ella.

–Aun así, mucho de lo más importante del arte contemporáneo, de la literatura, el cine, la pintura y, en particular, algunas de las nuevas corrientes del teatro, surgió de allí.

–Hay, sin duda, muchísimo talento. Y tal vez esa represión haya tenido un efecto paradójico, estimulando la creación o llevándonos a inventar estrategias para poder decir lo que no podía decirse. Algo tiene que explotar por alguna parte.

–¿Qué dificultad o qué atractivos particulares tiene para usted trabajar con cantantes en lugar de actores?

–Dificultad ninguna, porque los cantantes, además de cantar, son actores, sin duda. Lo único es que hay que seguir el ritmo de la música. Las escenas están guiadas por ella. Pero es fantástico trabajar con cantantes, sobre todo si se trata de un elenco como este que está trabajando aquí en el Argentino. No debo restringirme en nada. Todo lo que podría hacer con actores lo puedo hacer con ellos. Y, además, abren la boca y salen esos sonidos, ¿qué más puede pedirse?

–El público de ópera no suele ser el más abierto en cuanto a innovaciones escénicas que puede encontrarse. ¿Esa especie de reacción anunciada lo condiciona de alguna manera?

–No sólo con las innovaciones escénicas. En el Liceo de Barcelona, cuando pusimos el Wozzeck, de Alban Berg, algunos señores y señoras de las primeras filas me miraban y gritaban e increpaban por la música. No sabían que no la había compuesto yo. Todo lo que había allí los ofendía, incluso esa música. Obviamente eso no me condiciona ni cambio un ápice de lo que pienso hacer sobre la base de la posible aprobación o desaprobación de cierto público. Uno podría pensar que escandalizar a algunos personajes es un bien en sí mismo. Y, claramente, no me molesta hacerlo. Pero tampoco es algo que me quite el sueño ponerme a buscar cómo molestarlos. La concepción de una obra depende de otras cosas. De lecturas, de pensar mucho tiempo en ella, de conectarla con otras vivencias y otras lecturas. No pongo nada especialmente para molestar. Pero tampoco lo saco si siento que es necesario ponerlo.

–¿Qué es para usted la interpretación?

–En principio diría que es exactamente eso. Pensando también en otras acepciones para la palabra. Un intérprete es un traductor, por ejemplo. Creo que hay una inmensa libertad, pero que la gracia de esa libertad es que nada puede salir de otro lugar que no sea la obra misma. Es decir: uno lee. No se puede leer lo que allí no está, pero tampoco puede dejar de pensarse todo aquello a lo que esa lectura nos lleva. Un texto abre un mundo y el intérprete se interna en él. Cuando se habla de la fidelidad a una cierta manera de interpretar los clásicos, por ejemplo, se olvidan muchas cosas. Una, la primera, es que esas maneras muchas veces no son ni siquiera las de la época en que esa obra fue escrita sino muy posteriores. Otra es que, en sus propias épocas, no había una sola manera de interpretar, y lo prueban las quejas de muchos autores, y también de muchos músicos, acerca de cómo se hacían su obras en algún teatro o alguna ciudad en particular. Y, además, la experiencia del teatro es distinta ya desde el hecho de que no pisamos la mierda de los caballos para poder entrar en una sala. ¿O es que acaso para revivir un clásico habría que ponerse a tirar mierda de caballo en la entrada del teatro?

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