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Jueves, 8 de noviembre de 2012
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El compositor estadounidense Elliott Carter murió a los 103 años

Un músico que atravesó el siglo XX

Fue, a la vez, un vanguardista y un clásico. En casi todas sus obras se vislumbra un lirismo casi romántico.

Por Diego Fischerman
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Carter, testigo y partícipe del auge y derrumbe de los paradigmas musicales de los últimos cien años.

Fue alumno de Gustav Holst y de Nadia Boulanger. Sus obras de juventud coinciden en el tiempo con el período central de Igor Stravinsky. Conoció a Charles Ives y a Edgar Varèse. En 1960, cuando ganó su primer Premio Pulitzer, ya era un compositor maduro: tenía 52 años. Pasaron otros cincuenta y Elliott Carter, lejos de dormirse en los laureles, siguió un incesante proceso de búsqueda estética. Otro Pulitzer en 1973 y una obra que incluye composiciones como Diálogo, escrita este año y estrenada el mes pasado en Italia, marcan uno de los recorridos más extraordinarios del último siglo. Contaba que se levantaba de la cama, a la mañana, para poder ponerse a componer (“Es lo que me hace feliz y lo que siempre deseo hacer”, decía) y prácticamente no dejó de hacerlo un solo día de su larga vida. Canonizado tempranamente en los Estados Unidos, discutido luego, en Europa, por Pierre Boulez y la inteligentzia satélite y, finalmente, reconocido también por él, Carter murió este martes a los 103 años.

Como otro de los próceres recientemente fallecidos, el alemán Hans Werner Henze, que murió el 27 de octubre a los 86 años, Carter vio edificarse y derrumbarse varios de los paradigmas que articularon la música de tradición académica de los últimos cien años. Y, en muchos casos, fue responsable directo de una cosa o de la otra. Decidió ser compositor a los 16 años, cuando escuchó el estreno estadounidense de La consagración de la primavera, de Stravinsky. Ese mismo año conoció a Ives. Y sus primeras obras son de unos quince años después: el ballet Pocahontas, de 1939, las composiciones Corales to Music y The Defense of Corinth (1941), Holiday Overture para orquesta. El estilo estaba, todavía, muy cerca del de Aaron Copland. Fue en los años siguientes cuando, a partir de su preocupación por rescatar la idea de la simultaneidad de sentidos que había escuchado en Ives, y racionalizarla con el sentido del orden llegado de Europa y de Arnold Schönberg y Anton Webern. Su Sonata para piano, de 1945, el Cuarteto para cuerdas Nº 1, de 1951, son, en ese sentido, obras que marcan una verdadera frontera y preparan el camino para algunas de sus composiciones maestras, el Concierto Doble para piano, clave y dos orquestas de cámara (1959-1961), el Concierto para piano (1964) y el Concierto para orquesta (1969).

De una complejidad extrema, su música de los sesenta y los setenta lleva los principios de valor de las vanguardias históricas hacia un cierto abismo. Sus últimas composiciones, en cambio, eran –o parecían– mucho más sencillas. No obstante, tanto en unas como en otras sobrevivía un lirismo casi romántico. Su biografía, por otra parte, desmiente uno de los tópicos esenciales del género: durante su niñez no demostró precocidad alguna ni particular talento para la música. Fue La consagración de la primavera la que llevó a la propia y, sobre todo, el inesperado apoyo de Charles Ives que, cuando decidió ser músico, lo presentó ante la universidad de Harvard con una carta donde lo describía como “más que un muchacho excepcional, con un interés instintivo en la literatura y, especialmente, en la música”. Una vez en esa universidad, Carter estudió literatura inglesa, cantó en el Harvard Glee Club y compuso piezas incidentales para obras de teatro. Y, mientras tanto, comenzó a trabajar como crítico musical. Eran años de búsqueda y su idea de un modernismo más allá de las modas incluía tanto el sentido dramático de Mozart, como la independencia de las voces en los madrigales renacentistas, el rigor de Schönberg y la exacta mezcla de libertad y control rítmica que encontraba en algunos pianistas de jazz que admiraba, como Art Tatum. Gran parte del respeto que lo rodeaba en los últimos años se debía a Daniel Barenboim, que mientras dirigió la Sinfónica de Chicago, puso su música en primer plano. Fue este director, justamente, quien condujo, en diciembre de 2011, el concierto donde Carter festejó su cumpleaños 103 con tres estrenos. Preparaba, en estos días, una obra nueva, y había asistido, hace menos de un mes, a la grabación en disco de su concierto para cello. La longevidad, pero también la extraña cualidad de su música, hicieron que en él coexistieran dos rasgos usualmente contradictorios: fue a la vez un vanguardista y un clásico.

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