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Martes, 23 de abril de 2013
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MUSICA > Murió Pajarito Zaguri, una leyenda del rock argentino

El rockero que siempre estaba

Estuvo en los comienzos, con Los Beatniks, banda pionera en grabar canciones en español. Estuvo después, en Los Náufragos, La Barra de Chocolate, Cría Rockal, y siguió estando después, hasta último momento, en miles de zapadas rockeras y bluseras.

Por Cristian Vitale
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Pajarito Zaguri, personaje entrañable, falleció ayer a los 71 años, víctima de un cáncer.

Es un jueves del invierno pasado y Pajarito atraviesa el umbral del Guebara Bar, en San Telmo. Tal vez venga de zapar en Tabaco –antro blusero de la zona– y lo primero que hace es apoyar su brazo derecho en la barra. Está acompañado, pide un whisky con hielo, no parece faltarle salud, y buena parte del paisaje humano del lugar, bastante puesto a esa hora, no se percata de su presencia. El habla, y mira fijo. El tema es, básicamente, el rock. Escucha “La luz te fue”, tema del doble de los Socios del Desierto, y sentencia: “Sí, está bien, pero no se olviden de Manal... ponete un tema de Pappo, dale”, apura al que está poniendo discos. No pasa más de una hora y ese hombre bajo, entrañable, de ojos claros y pelo un poco largo, vuelve a atravesar el umbral, pero esta vez en sentido contrario. Así se lo solía ver a Pajarito Zaguri en las noches porteñas. Así, en esos lugares, con esas gentes y a esas horas, y no en las bien iluminadas pasarelas rockeras de la hora. No en los festivales de vips, bebidas cola, empresarios de verde y multitudes. No donde el rock parece morir, cada día, firmando su certificado de defunción en cuotas. Pajarito Zaguri, que se “llamaba” Alberto Ramón García hasta que le clavaron el “Pájaro” ¿por su vuelo? y el “Zaguri”, por un novio lejano de Brigitte Bardot, murió ayer a los 71 años. Al cierre de esta edición, sus restos eran velados en maipú 2860 (Olivos).

Así como aparecía en Guebara Bar o en Tabaco, irrumpió por primera vez –a mediados de los sesenta–, con el fin de organizar el éxodo rockero a Villa Gesell y fundar besando el mar dos hitos en uno: parte del rock argentino –la otra corresponde a Los Gatos Salvajes, de Litto Nebbia y Ciro Fogliatta– y Los Beatniks, banda pionera en grabar dos temas con letra y alma de rock and roll en español: “Rebelde” y “No finjas más”. “Estábamos caprichosamente en contra de todo lo que pasaba, de todo”, evocó ante Página/12, en una nota hecha en mayo de 2007.

Pajarito dejó una estela que cuenta bien sobre los orígenes del rock argentino. Le da una narrativa posible y probable. Orienta bárbaro sobre esa alma amateur, libertaria y antimarca que imprimió con fuego el sello de quienes lo fundaron, animaron y desarrollaron. En su caso, yendo casi siempre por los bordes. El nunca fue un Gato, un Almendra o un Pescado Rabioso, pero su nombre huele como si lo hubiese sido. El nunca hizo “Laura Va”, “Despiértate nena” o “El rock de la mujer perdida”, pero estuvo donde había que estar para tornar un poco más visible ese espíritu que la moral de la época despreciaba. En el Juan Sebastian Bar o en Bomarzo. En La Cueva o en La Perla de Once. En espacios cuyas zapadas caóticas, pobladas y calientes salieron Los Beatniks (él + Antonio Pérez, Moris, Alberto Fernández, Jorge Navarro y Gustavo Kerestesachi) para grabar ese primer simple, en junio de 1966, o aportar seis temas a Los Náufragos y abandonar el barco por un despropósito de la compañía, que –típico en la época– puso una foto de ellos en la tapa del disco y músicos sesionistas para completar con temitas de ocasión.

Zaguri también fue principio motor de La Barra de Chocolate, banda que ganó el primer festival de la música beat con el tema “Alza la voz”; de la Cría Rockal –número puesto en los Buenos Aires Rock de la época–; de la resistente Piel de Pueblo; de Pájaro y la murga de rock and roll, agrupación que armó con el futuro Memphis Daniel “Ruso” Beiserman, y que grabó el disco Pájaro y la murga del rock and roll en 1975, o de los Vagos del Oeste que –en su cenit– reunió a Pajarito con Ciro Fogliatta, Blusero León y dos tipos de la órbita stone (Nicky Hopkins y Bobby Keis), para girar bluses y rocanroles por los suburbios de Buenos Aires. Pájaro estuvo siempre dando vueltas como un satélite inquieto por esos lugares, pequeños y fervorosos, que salvaron –o intentaron salvar, mejor dicho– al rock y al blues de las modas pasajeras. Permaneció imprimiéndole un carácter popular, callejero, “cuadradón” y algo taciturno a un género que a veces solía ponerse complicado. Y lo dejó claro con un devenir de discos que, según sus propias categorías, eran de rock`n roll, blues, rock stone, rhythm & blues y tango. Así lo mostró en álbumes que, en los últimos treinta años, grabó como pudo: El rey criollo del Rock and Roll (1984), En el 2000... (también) (1994), El mago de los vagos, (2006), disco en el que logró el milagro de reunir a Claudio Gabis, Alejandro Medina y Javier Martínez. “Tuve que hacer grabar a Gabis en una pista libre, aparte, porque no se lleva bien con sus compañeros, pero logré el sueño de toda mi vida: ser un Manal”, dijo en aquel momento a Página/12, y Sexagenario (2009) que compilaba canciones suyas de todos los tiempos.

“Yo nunca toqué con músicos malos... el único malo era yo”, sorprendió aquella vez y –sinceridad brutal– así era. Pajarito nunca fue un gran músico. Cuando acompañaba a Moris en Los Beatniks, su rol era más bien decorativo. El era el rostro, el que se movía, el que difundía esa nueva. La leyenda cuenta que el primero que le enseñó algo de guitarra fue Argentino Luna, integrante por entonces del grupo Los Areneros, y que después fue aprendiendo como pudo, pero nunca como para destacarse. Incluso en En el 2000... (también), disco en el que los acompañaron Alejandro Medina, Black Amaya y Alberto Abuelo, figura en los créditos como voz “y alguna guitarra por ahí”, pero lo suplía bien sabiéndose catalizador: agrupando gente como, por caso, hizo con esa especie de súper grupo del rock criollo (Moris + Osvaldo “Bocón” Frascino + Oscar Moro + Litto Nebbia + Alejandro Medina) que le grabó su primer simple solista con los temas “Un diablito” y “Navidad espacial”. O cuando, durante las eternas zapadas bluseras en el Samovar de Rasputín –otro de sus antros preferidos– bastaba su presencia para aglutinar a la flor y nata del género en Argentina. “Toda la vida fui un bohemio. Un johnleninista, anarquista y pacifista, que ama irse a dormir sin tener que levantarse a tal hora. El hombre civiliza y corrompe: vamos a terminar todos con máscaras de oxígeno y yo quiero evitarlo.” Esas fueron, en efecto, algunas de sus últimas –y pocas– palabras a la prensa escrita. El resto lo vivió.

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