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Martes, 11 de junio de 2013
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La mujer sin sombra, de Richard Strauss, en el Colón

Intrincada, simbolista y críptica

Por Diego Fischerman

Un resplandor flotante sobre el lago. Eso es lo primero que se nombra en la ópera La mujer sin sombra, escrita por Richard Strauss durante la Primera Guerra Mundial y estrenada en 1919. El compositor trabajó de manera conjunta con Hugo von Hofmannsnthal, autor del libreto, y, más allá de las peleas que tuvieron durante el proceso, esta obra intrincada, fuertemente simbolista y hasta críptica, es uno de los ejemplos más acabados de relación entre texto y música. Los resplandores flotantes, en todo caso, son parte de una armonía difuminada, que hace de la ambigüedad una de las bellas artes, y de un contrapunto de complejidad extrema.

Esta sexta ópera de Richard Strauss se representa mucho menos que lo que merecería, debido a las enormes dificultades de ejecución. Necesita por lo menos seis cantantes de gran nivel y las exigencias para el coro de niños son monstruosas. El Colón, no obstante, la estrenó en 1949 y volvió a representarla en 1965, 1970 y 1979, siempre con grandes maestros en el podio: Erich Kleiber en el estreno, Ferdinand Leitner en las dos ocasiones siguientes y Marek Janowski en la última hasta el momento. Y hoy a las 20, con la conducción de Ira Levin y régie de Andreas Homoki, volverá a este escenario. Con nuevas funciones el viernes 14, el domingo 16 y el martes 18 (todas en el mismo horario salvo la del domingo, que será a las 17), esta versión, producida por la Opera Holandesa de Amsterdam, cuenta con diseño de escenografía y vestuario de Wolfgang Gussmann y diseño de iluminación de Frank Evin.

El elenco está encabezado por la soprano alemana Manuela Uhl, una cantante que ha actuado dirigida por artistas como Christan Thielemann, Antonio Pappano y Gustavo Dudamel, y que en este caso tendrá a su cargo el papel de Emperatriz. El Emperador será representado por el tenor Stephen Gould, que este año interpretará El Holandés Errante, de Richard Wagner, en Turín; Ariadna en Naxos, de Strauss, en Viena; Sigfrido y La caída de los dioses –las dos últimas partes de la Tetralogía wagneriana– en Munich, Viena y Amsterdam, y, de ese mismo autor, Tristán e Isolda en Berlín, Londres y Zurich. La notable Iris Vermillion será la nodriza, Barak estará en manos de Jukka Rasilainen, Elena Pankratova será su mujer y el papel del Espíritu mensajero será representado por Jochen Kupfer. El reparto se completa con Marisú Pavón, Pablo Sánchez, Victoria Gaeta, Mario De Salvo, Emiliano Bulacios, Sergio Spina, Alejandra Malvino, Florencia Fabris, Guadalupe Barrientos, Oriana Favaro, Carla Paz Andrade, Vanesa Tomas, Cintia Velázquez, Alejandra Malvino, Cecilia Jakubovicz, Celina Torres y Verónica Cano, y participan la Orquesta Estable del Colón, el Coro Estable, que conduce Michel Martínez, y el Coro de Niños, dirigido por César Bustamante.

Homoki, mientras era un estudiante, trabajó junto al célebre Harry Kupfer en la Komische Oper en Berlín, y donde allí como director en 1996, haciendo Falstaff, de Giuseppe Verdi; El amor de las tres naranjas, de Sergei Prokofiev, en 1998, y La viuda alegre, de Franz Lehár, en 2000. En 2002 sustituyó a Kupfer como director principal de la Opera Cómica de Berlín y desde 2012 está a cargo de la dirección general de la Opernhaus de Zurich. “El mundo de esta ópera es un mundo de cuento de hadas, donde no hay referencias directas a la realidad”, explica. “Así como del emperador se sabe que lo es pero jamás se nombra su imperio, ni aparece acto de gobierno alguno, cada personaje es más una pieza en un mecanismo que un personaje en sí. Nada es exactamente lo que parece y la puesta está no para complicar estas cuestiones ni para hacerlas más cerradas sino, por el contrario, para clarificarlas todo lo posible.” La emperatriz ha sido cazada como gacela, pero perdió el don de transformarse. Una mujer no tiene sombra y de no hallarla, convertirá al emperador en piedra. Desde ya, no es eso lo que se cuenta en esta ópera en la que se filtran el Art Nouveau, la fascinación con el inconsciente y un cierto decadentismo que no es otro que el del derrumbe de un mundo que, para la Europa de comienzos del siglo XX –o por lo menos para sus centros culturales, en particular Viena y París–, nunca volvería a ser un lugar de certezas.

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