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Domingo, 30 de junio de 2013
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OPINION

Los dueños de la torta

Por Eduardo Fabregat
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La noticia pasó inadvertida, aunque es de esperar que consiga hacer un poco más de ruido. La semana pasada, una cineasta llamada Jennifer Nelson denunció en los tribunales de Manhattan que la discográfica Warner Chappell pretende cobrarle de manera indebida 1500 dólares en concepto de derecho de autor. Mientras preparaba su documental sobre “Good Morning to All”, una canción del siglo XIX que se convirtió en hit universal, la directora descubrió que, a pesar de que la canción fue publicada en 1893, aún se encuentra protegida por la ley de copyright, y produce unos dos millones de dólares anuales que administra el conglomerado Warner.

Lo de “hit universal” no es exageración: “Good Morning to All” es en realidad el título original de una cancioncita llamada “Happy Birthday”, escrita por las hermanas Mildred J. y Patty Smith Hill, de Louisville, Kentucky. Las hermanas compusieron esa simple canción para recibir a sus alumnos de primaria, pero su aparición en el libro escolar Song Stories for the Kindergarten le dio proyección universal; en algún momento alguien reeemplazó el “good morning to all” por “happy birthday to you”; en 1930 sonó sobre un escenario de Broadway en The Band Wagon, y el efecto picadura-de-mosquito-mental de los hits hizo el resto. A medida que el uso de la canción se volvía más y más repetido, Jessica Hill, hermana de las compositoras, entabló una demanda y en 1935 aseguró los derechos de copyright para la familia. Según las leyes vigentes en la época de ese juicio, la canción tendría que haber pasado a dominio público (es decir, quedar exenta del pago para su uso con cualquier fin comercial) en 1991, pero en 1976 la ley de copyright extendió el plazo de control de copyright a 75 años desde la publicación. Y en 1998 remachó otros 20 años adicionales, con lo que el “Feliz cumpleaños” quedará liberado recién en 2030. Si no vuelve a producirse un lobby en el Congreso estadounidense.

Pero ¿por qué, entonces, Jennifer Nelson no apunta a la familia Hill sino al gigante Warner, que debe tener un interesante bufete de abogados cuidando sus espaldas? Sucede que las chicas Hill gestionaron los derechos de la canción a través de la editorial musical Clayton F. Summy, que luego fue adquirida como inversión por un contador neoyorquino y rebautizada (ya en los ’70) como BirchTree Ltd. En un proceso conocido por todos los conocedores de la industria (fusión de compañías, virtual desaparición de monstruos como EMI, adquisición de editoriales de música que siempre dejaron una buena tajada), BirchTree fue adquirida en 1998 por Warner, pasando a convertirse en un peoncito más del conglomerado AOL Time Warner. La compañía transfiere puntualmente el dinero por la gestión de derechos del “Happy Birthday” a la Hill Foundation (ya no hay descendientes directos de las maestras del siglo XIX), claro que quedándose con un buen porcentaje por el esfuerzo. Son, literalmente, los dueños de la torta.

“Nunca pensé que esa canción perteneciera a alguien. Pensé que nos pertenecía a todos”, explicó Nelson en los tribunales, donde su abogado, Mark Rifkin, alegó que “es una canción creada por la gente, pertenece a la gente y tiene que ser devuelta a la gente”. Sea un proceso largo o corto, el documental está de hecho frenado, y todo parece indicar que Nelson no lleva las de ganar. El debate sobre la propiedad de las canciones sigue siendo uno de los más relegados en las múltiples discusiones que generan los abruptos cambios en la industria de la música, las tecnologías asociadas y los proveedores de contenidos. Se gastan ingentes recursos en repetir una y otra vez cuán mala es la piratería, sin ahondar en otras causas igualmente relevantes en el vertiginoso escenario actual. Se mencionan los derechos de los músicos una y otra vez, pero al cabo son los músicos los que tienen que salir a pegar cuatro gritos cuando las cosas se ponen negras.

No es una imagen figurada. Si hubiera sucedido sobre un escenario, los tres tipos que se juntaron esta semana habrían ganado titulares, tapas y grandes fotos en medios de todo el mundo. Pero Roger Waters, David Gilmour y Nick Mason no se reunieron en Pink Floyd, sino en una columna de opinión publicada en USA Today donde fustigaron la política de las grandes compañías hacia los músicos. En el centro de la pelea está Pandora, un servicio de radio en plataforma web que, con sus números peligrosamente rojos, busca que el Congreso sancione una ley que permita recortar el 85 por ciento de las regalías de canciones emitidas por esa vía. Como el año pasado su iniciativa fracasó por presión de los músicos, esta vez Pandora busca el apoyo del gremio, intentando convencerlos de firmar su petición en pro de la supervivencia de un medio en última instancia provechoso para todos. “Para nosotros es una cuestión de principios”, señalaron Waters, Gilmour y Mason en su columna. “Todos abogamos por un trato justo hacia los artistas, y los responsables de un negocio basado en la distribución de música no pueden quejarse de que su mayor gasto es la música.”

No es la primera vez que Pink Floyd busca agitar las aguas. El trío responsable de Dark Side of the Moon, Wish You Were Here y The Wall se encargó de que esas obras tardaran un buen tiempo en llegar a la tienda iTunes, discutiendo hasta el final, con ellos y con su discográfica, el tema de la fragmentación de sus álbumes y esa cuestión del dinero. Es que basta revisar los acuerdos surgidos en la era digital para confirmar que no difieren demasiado de los que, en la era analógica, dejaban al músico en el fondo de los orejones del tarro. Spotify, el sitio de escucha por streaming que estalló en la web en los últimos tiempos, les da a las compañías discográficas el 70 por ciento de lo que recauda; de ese 70 por ciento, la compañía destina a los músicos un 25 por ciento. Es web populi que los artistas suben su material a Spotify por la exposición que supone, y no porque vaya a dejarles un dinero jugoso. Para Spotify, Pink Floyd también tuvo una atención: les permitió colgar solamente una canción, “Wish You Were Here”, y señalaron que recién cuando se llegue al millón de descargas se sentarán a hablar de desbloquear el resto de su preciadísimo catálogo.

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“Estoy más o menos donde empecé: por las descargas de mis canciones en Internet debo estar ganando más o menos lo que ganaba a los 14 por tocar en un bar, unos U$S 2,60. Entiendo que la gente joven creció en la cultura de las descargas, y que Steve Jobs trató de convertirla en un negocio que beneficia a Apple, porque yo recibo algo así como el dieciseisavo de un centavo.” Lou Reed eligió un párrafo hermoso para su primera aparición tras el trasplante de hígado que atravesó en mayo. El músico dio una charla en el Cannes Lions International Festival of Creativity, el encuentro sobre creatividad realizado en esa ciudad francesa entre el 16 y el 22 de junio. Con señales de su batalla en el quirófano, demacrado pero vital, el neyorquino cargó sin frenos contra la industria. “Se acostumbraba grabar un disco, pero redujeron su tamaño a este plástico que se rompe de inmediato... la gente se da cuenta de que la están jodiendo, y entonces ya no quiere pagar por nada. Mientras tanto, es el músico el que no cobra. Hoy hacer un disco es más bien una cosa promocional.”

Pero no conforme con ello, Lou (que se ha distinguido varias veces en el pasado por tener menos pulgas que un tiburón) subió los decibeles para atacar al formato que posibilitó la revolución digital. “El MP3... por el amor de Dios. Una porquería de sonido realmente miserable. La gente no entiende lo que se está perdiendo. No hay punto de comparación entre el horripilante sonido del MP3 y el hermoso, cálido sonido que conseguís con el vinilo.”

Y ahí el señor Reed viene a tocar el corazón de unos cuantos. No es nuevo, pero el fenómeno, más que decrecer, gana adeptos y terreno de conversación día a día: el disco de vinilo, dado por muerto cuando el brillo del compact disc encandiló a todos, vive una nueva época de gloria. Dulcemente acunado por los nostálgicos que deseaban este momento y por los curiosos que quieren investigar el formato, vuelve por sus fueros y viene a dictar cátedra de sonido. Sobre todo para volver a paladear una serie de discos de rock argentino que cobran una nueva vida absolutamente lógica. Sucede que en la Argentina el pasaje de aquel formato al CD fue realizado con lo que había, que en contadísimas ocasiones era el master analógico original. Es por eso que buena parte del rock argentino se sufre al ser leído por un láser, pero recupera su majestuosidad cuando vuelve a sonar en el soporte para el que fue pensado, grabado, mezclado y masterizado. Aun en esas fetas de vinilo flameante que a veces propinaba la igualmente frágil industria argentina. Será por eso que la política de precios del mercado vinílico produce distorsiones dignas de la gran industria (puede entenderse que se pidan 800 pesos por una edición original de Gulp, pero... ¿200 pesos por el segundo de Orions?), única nota desagradable en este feliz reverdecer del 33 1/3.

A precio razonable, precio vil o delirio de coleccionista snob, lo cierto es que el vinilo sirve también como recordatorio de qué es lo que primero interesa de la música, la diferencia entre un archivo descartable en una papelera de reciclaje o aquello que queda girando en el alma, impreso con los pequeños clicks y el inefable sonido de la púa abriendo el surco. Fricción. Calor. Magia analógica. Cuestiones que nada saben de copyright, estrados judiciales, porcentajes o recortes de frecuencias. Una fiesta de cumpleaños sin fin. Y sin un dueño que cobra derecho a la torta.

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