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Viernes, 20 de septiembre de 2013
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A LOS 91 AÑOS, VITILLO ABALOS PRESENTA SU NUEVO ESPECTACULO EN EL TEATRO SHA

“Si se deja de bailar, se muere todo el arte popular”

En El patio de Vitillo Abalos, el “anteúltimo en orden de cigüeña” de los legendarios Hermanos Abalos canta, toca el bombo y baila junto a su esposa Elvirita. Actúa acompañado por jóvenes folkloristas y con Liliana Herrero, Mavi Díaz y Paco Garrido como invitados.

Por Karina Micheletto
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“Nos divertíamos actuando, éramos felices en el escenario”, recuerda Vitillo Abalos.

La casa de Víctor Manuel “Vitillo” Abalos, en el barrio de Congreso, parece haber quedado suspendida para guardar, en más de un sentido, la historia en la que este hombre pasó 75 de los 91 años que hoy tiene. Lo mismo que este edificio, que parece recortado en el barrio, custodiando con el mármol de su entrada aquellos años ’60 en los que habrá estado entre las construcciones más modernas de la época. Aquí el ex integrante de Los Hermanos Abalos –el anteúltimo “en orden de cigüeña”, de acuerdo a como el grupo solía presentarse– no sólo custodia aquella historia musical que le abrió las puertas del mundo. También, con una vitalidad que contagia, sigue pensando en la música en tiempo presente.

Es que con El Patio de Vitillo Abalos, y siempre bien acompañado por jóvenes exponentes del folklore, este santiagueño viene recorriendo el país cantando, tocando el bombo y también bailando junto a su esposa, Elvirita. Y ahora prepara, para mañana a las 21.30, en el teatro Sha (Sarmiento 2255), una gran presentación que anuncia como parte de su “gira despedida”. Aunque muchos, que parecen tener su cuota de razón, no terminan de creerle del todo respecto de la “despedida”. Vitillo no estará solo en su gran fiesta: tendrá invitados como las cantantes Liliana Herrero y Mavi Díaz y el armonicista Paco Garrido, tan santiagueño como el anfitrión. Los “músicos del patio” serán Ariel Barreda en teclados, Jesús Gramaglia en guitarra y charango y Adrián Rotger en vientos, y actuará además la bailarina Vanesa Ledesma.

Por orden de cigüeña

Nacido en Santiago del Estero el 30 de abril de 1922, Vitillo Abalos descubrió desde muy chico lo que define como “amor al arte argentino”. En 1933, todavía niño, integró la compañía infantil Andrés Chazarreta. Con solo 16 años pasó a formar el legendario grupo Los Hermanos Abalos: En escena eran, “por orden de cigüeña”, Machingo, Adolfo, Roberto, Vitillo y Machaco, todos capaces de cantar, tocar bombo, guitarra y piano –este último, sobre todo a cargo de Adolfo, gran cerebro musical y compositivo del grupo–, y también de algo que introdujeron como una marca: bailar ellos mismos los ritmos folkóricos que interpretaban, con una vocación docente con la que iban marcando los movimientos, tal como se escucha en los discos: “primera, segunda, media vuelta, vuelta entera...”.

Las composiciones de los Abalos se convirtieron en clásicos del cancionero: “Agitando pañuelos”, “El gatito de Tchaicovsky”, “Casas más, casas menos”, “Zamba de mi pago”, “Chacarera del rancho”, “Chacay manta”, o el archiconocido “Carnavalito quebradeño”, que nació, cuenta Vitillo en la charla con Página/12, para la película La guerra gaucha (1942), en la que Lucio Demare los convocó. El músico tiene en claro cuál fue la fórmula del éxito del grupo: “A la gente le llamaba la atención nuestra actuación porque éramos cinco cantantes, cinco músicos y cinco bailarines: quince en cinco”, define. “Machingo tocaba el piano, dejaba el piano, bailaba, iba Adolfo al piano, Roberto dejaba el bombo, iba a la guitarra, y así. No estábamos como cinco escobas quietas, nos cambiábamos instrumentos. Y por ahí: ‘¡Pare la música!...’ Y nos poníamos a bailar.” Vitillo ejemplifica reproduciendo el ritmo del malambo. “Nos divertíamos actuando, estábamos gozando, éramos felices en el escenario. La gente se daba cuenta de eso, y fue lo que llevamos por todo el mundo”, concluye.

¡Achalay Abalos!

“Cuando nosotros empezamos, en Buenos Aires no estaban informados sobre el folklore”, recuerda Vitillo. “En 1939, cuando nos vieron llegar a Buenos Aires con piano, nos decían: ‘¿Cómo, ustedes no tocan el bandoneón, el violín?’. Para nosotros lo raro era que no supieran que la cosa criolla se tocaba en piano. Lo habíamos tomado en forma natural: el piano estaba en casa, mamá y papá lo tocaban, nosotros también. Machaco, como era el más chiquito, no podía sentarse en el taburete y tocaba parado. Así de normal era.”

–¿Y en cuanto al bombo?

–Imagínense que el mío era el único bombo que había en la ciudad. ¡Por eso invitaban a todos lados al bombo, no a mí! En la radio había algo folklórico, como Chispazos de tradición, pero era una caricatura: Decían “Cómo le va, m’ija”, “di ande viene”, “cómo anda la hacienda, m’ijo...” ¡Eran gauchos truchos! En el campo nadie hablaba así. Por eso lo que nosotros hacíamos no se parecía a nada, ni siquiera a eso.

–¿Y en ese contexto, cómo se les ocurrió abrir una peña?

–Porque queríamos actuar y no teníamos dónde hacerlo. Estaba el club español-argentino, el club italiano-argentino, el club portugués-argentino, la hebraica. Ellos sí se reunían para recordar sus costumbres, sus cantos, para compartir su distancia. Pero peñas folklóricas, lindas, no había. Sólo unos pocos lugares, pero feos, de mal ambiente, un pretexto para tomar y pelear. Ahí nos enteramos de que para abrir una peña había que borrar esa mala impresión y empezar a dar una impresión diferente. Así que en 1941 pusimos unos pesos y alquilamos un local en la esquina de Santa Fe y Paraná, donde antes había una confitería que se llamaba Versalles. Cuando mamá vio el lugar lo bautizó sin darse cuenta, con una exclamación: “¡Achalay, hijo!”. Achalay es algo lindo, agradable, se usa para piropear chicas, por ejemplo. Así que la peña se llamó Achalay.

–¿Qué recuerda de la peña?

–Hasta esa peña llegó una noche de 1941 el grupo de Artistas Argentinos Asociados, que terminaba de filmar los exteriores de La guerra gaucha en Salta: Homero Manzi y Petit de Murat, que adaptaron el libro de Leopoldo Lugones; el director, Lucas Demare; Enrique Muiño, Amelia Bence, que era jovencita y tenía unos ojitos hermosos... Andaban buscando música para la película y en Salta les dijeron: “No pierdan tiempo. Vayan a buscar a unos estudiantes santiagueños que están en Buenos Aires, los Abalos”. Y allá fueron a buscarnos. Gracias a ellos nacieron el “Carnavalito quebradeño”: (canta) “Quebradeño a mí me dicen, porque nací en la Quebrada...”. y dos o tres temas más. Al final terminamos actuando, bailando, tocando la quena y el charango en la película. Yo era muy chango, todavía no había hecho ni el servicio militar. También hice mis travesuras ahí...

–¿Qué travesuras?

–¡Me comí una sandía del decorado y a la siguiente toma casi tienen que suspender la filmación! En un descanso me la llevé, sin que nadie se diera cuenta. Para un santiagueño, una sandía es como una tentación del diablo... Demare tenía un ayudante que dibujaba todas las escenas, para que en la toma siguiente estuvieran iguales. El fue el que se dio cuenta de que faltaba la sandía, se armó un despelote... Al final tuvieron que hacerla de papel maché. No dije que había sido yo. Recién cuando se cumplieron 25 años de La guerra gaucha, en un homenaje, me animé a contárselo a Demare. “¡Mirá, pibe, agradecé que pasaron muchos años, que si no..!”

–¿Y cómo empezaron a tener éxito Los Abalos en Buenos Aires, cuando no había ningún interés por el folklore?

–Algo bueno habremos hecho, ¿no? (Se ríe.) Nos dimos cuenta de que estábamos haciendo las cosas bien porque nuestras grabaciones empezaron a venderse una barbaridad de entrada. Llegamos a la siguiente conclusión: las grabaciones criollas de antes eran obras muy buenas, bien grabadas, pero casi nadie sabía bailarlas. Y en aquel entonces no había impresos de coreografías, ni nada por el estilo. Las grabaciones de Los Hermanos Abalos introducen un cambio, adentro cuentan todo lo que va pasando: primera, vuelta entera, segunda, media vuelta, zapateo, giro final, terminó la zamba. Explicábamos todo. ¡Faltaba que dijéramos “dale, bobo”! Ibamos ayudando a la coreografía. Mucha gente quería bailar y terminaba zapateando por la alegría de la danza, no sabía cómo hacerlo. Cuando grabamos nosotros, se corrió la noticia de que por fin había una grabación que orientaba la danza.

–El de ustedes era un espectáculo integral: música y danza.

–Claro. Creemos que hicimos un gran aporte en la danza, la música y el repertorio. En la difusión y en la enseñanza. Decíamos: “Ahora voy a cantar para ustedes una chacarera, una zamba, una huella, un triunfo, un escondido... son danzas”. Porque el día que la gente deje de bailar, se muere todo el arte popular. Esa es la importancia de la danza. Lo que un buen médico diagnostica mal, el arte popular diagnostica bien. ¿Querés ser feliz? Cantá, bailá, tocá un instrumento, hacé palmas, movete. A no dudar que los Hermanos Abalos ayudamos a que la gente descubriera el ritmo de las danzas, el ritmo de las cosas criollas.

–¿Y qué es para usted El Patio de Vitillo Abalos? ¿Con qué se van a encontrar los que lo vayan a ver?

–Recordando un poco aquel clima de infancia, cuando disolvimos Los Abalos yo hice el espectáculo El Patio de Vitillo Abalos. ¿Por qué? Porque en casa, a la tardecita, se llevaba el piano de la sala de música al patio. Como no llovía nunca, el piano dormía en el patio, a la sombra. ¿Y qué sucedía en esas tardes de patio? Venía un amigo, y otro y otro. Podía ser Enrique Farías Gómez, un poco mayor que Machingo, el padre de los que con el tiempo formarían los Huanca Hua. O Manuel Gómez Carrillo hijo, con el tiempo del Cuarteto Gómez Carrillo. Y empezaban a tocar. Machaquito y yo mirábamos... ¡Cuándo seremos grandes! Se iban ellos y empezábamos nosotros: Machaco cantaba, yo zapateaba. Así que a la tardecita se aprendía: el que sabía más le enseñaba al que sabía menos, y así, de hermano a hermano. Eran unas tardes preciosas. Esa fue nuestra escuela: el patio, las reuniones familiares. Bueno, algo de eso es lo que vamos a mostrar en este nuevo Patio, sólo que sobre un escenario.

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