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Martes, 21 de enero de 2014
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Falleció Claudio Abbado, uno de los más importantes directores de orquesta del mundo

Adiós a un gran músico del siglo XX

Tuvo a su cargo La Scala de Milán y fue conductor de las sinfónicas de Londres, Berlín (en 2000 la dirigió en un concierto inolvidable en el Colón) y Chicago y de la Filarmónica de Viena. Murió, ayer a los 80 años, en Bolonia, Italia.

Por Diego Fischerman
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“Hay cuestiones de interpretación que son opinables, pero la partitura es la partitura”, decía Abbado.

”Mi abuelo acostumbraba llevarme a caminar por las montañas”, contaba Claudio Abbado. “Y nunca decía demasiado. Yo aprendí de él a escuchar el silencio. Y, para mí, escuchar es lo más importante: escuchar a cada uno de los otros, escuchar lo que la gente dice, escuchar la música.” El, a su vez, fue un maestro de la escucha. Repetía esos consejos a los músicos de las orquestas juveniles Gustav Mahler, que fundó en 1986, o la Mozart, que creó en 2004. Condujo la Scala de Milán, la Opera de Viena y las orquestas más importantes del mundo: las sinfónicas de Londres y Chicago, las filarmónicas de Viena y de Berlín. Sus grabaciones de las sinfonías de Mahler son una de las referencias obligadas en ese repertorio. Y la Carmen de Bizet en que condujo a Teresa Berganza junto a un joven Plácido Domingo, Ileana Cotrubas y Sherril Milnes difícilmente sea alguna vez superada. Pero, además, incorporó al repertorio orquestal lo que nunca antes nadie había dirigido sistemáticamente, empezando por Arnold Schönberg y Alban Berg. Estrenó composiciones de Luigi Nono, Luciano Berio, Karlheinz Stockhausen y Salvatore Sciarrino, entre muchos otros. Y dirigió en cárceles y hospitales pediátricos. Fue un músico excepcional y un hombre de su época. Murió ayer, a los 80 años, en la ciudad italiana de Bolonia.

Claudio Abbado fue parte de un brillante grupo de intelectuales italianos de izquierda, en los ’70 y hasta los comienzos del siglo XXI, y mantuvo una posición de público apoyo crítico con el Partido Comunista de ese país. En un reportaje publicado por The New York Times a comienzos de los ’80 decía: “En la vida, cada hombre o mujer debe tener una posición. Cuando la gente dice de mí ‘es un músico, ¿por qué habla de política?’, es francamente estúpido. En La Scala hice un concierto en contra del fascismo en Italia. Era época de elecciones y los fascistas eran muy fuertes. En Italia, en ese momento, la oposición al fascismo era el comunismo. Sé que en Estados Unidos no es exactamente así, pero allí era de esa manera. En mi caso en particular, no pertenezco a ningún partido, he votado al comunismo simplemente porque ésa era la oposición al fascismo. Pero estoy en desacuerdo tanto con el comunismo italiano como con el ruso en muchísimos aspectos. Mi línea es muy clara. Busco la libertad. Y protestaré, siempre, contra lo que no sea la libertad”.

Para los amantes de la música de Buenos Aires que tuvieron la suerte de estar allí, hay un momento

inolvidable: el instante de desgarrada poesía –imposible saber cuánto duró en realidad– con que Abbado concluyó su interpretación de la Sinfonía Nº9 de Mahler cuando condujo la Filarmónica de Berlín en el Teatro Colón. El último movimiento de esta obra es lento y, además, termina en un pianissimo. Nada más alejado de la idea de conclusión espectacular. Nada más diferente que lo que podría suponerse como un pretexto para el lucimiento. Sin embargo, cuando la batuta de Abbado permaneció quieta, casi temblando, en el medio de la inmovilidad más absoluta, después de que la música fuera extinguiéndose en sí misma, pudo percibirse que todo, desde el omnipresente ostinato inicial, desde el contrapunto enloquecido del primer movimiento o de la fuga que intenta articularse en el medio de la danza popular del scherzo, hasta cada una de las explosiones y de los pianissimi repentinos, había tenido el sentido de conducir a ese momento. Nunca esa composición –y ese final– habían sonado así. Y nunca, como en aquellas caminatas del director con su abuelo, el silencio había resultado tan audible.

En ocasión de aquella visita, el director conversó con Página/12. Ya enfermo de cáncer –ese mismo año se le extirpó parte del estómago– había decidido renunciar a la Filarmónica de Berlín, donde, a partir de 2001, sería reemplazado por Sir Simon Rattle. “Esta orquesta toca mejor ahora que hace diez años”, decía entonces. Y no era una afirmación menor si se tiene en cuenta que su director anterior había sido Herbert von Karajan. “Esta es la única orquesta, creo yo, en la que casi todos sus miembros hacen, además, música de cámara. Música contemporánea, música barroca, tríos, dúos, cuartetos, grupos de percusión; todos los integrantes de la Filarmónica de Berlín son, sobre todo, músicos. Es decir, personas que saben hacer música, pero que, en particular, disfrutan haciendo música. Ahora, esta orquesta tiene muchos músicos jóvenes. Y no sólo alemanes. Es una orquesta internacional y abierta a la juventud. Quien la haya escuchado en los ’80 hoy no la reconocería. Se ha renovado en algo así como el 80 por ciento. Y, por supuesto, toca un repertorio mucho más amplio. Karajan dejó esa maravillosa amalgama de las cuerdas, esa calidad de empaste única. Creo que la elección de Simon Rattle como mi sucesor ha sido excelente. El continuará con esta línea de renovación. La orquesta hoy es una orquesta nueva, pero que lleva en sí la tradición de Furtwängler y de Karajan.”

Su despedida discográfica de la Filarmónica de Berlín fue con una nueva integral de las sinfonías de Beethoven. Y una de las primeras grabaciones con esa orquesta había sido, precisamente, con esas nueve sinfonías. Para Abbado, lo que separaba ambas lecturas era “el aprendizaje personal”. “A medida que se le dedica más tiempo a algo, se van encontrando nuevas cosas. Hay músicas que son inagotables y las sinfonías de Beethoven, ligadas como están, además, a la tradición de la orquesta (y de Von Karajan) son un vehículo inmejorable para ese aprendizaje. Pero también hay un aprendizaje general. Hay cosas que se saben ahora sobre las sinfonías de Beethoven y eran desconocidas hace diez años. Siempre se había tomado como fuente la primera edición publicada, en tiempos de Beethoven. Pero la primera edición no es lo mismo que el manuscrito y las investigaciones recientes demuestran que en esa edición había errores importantes. Hay una nueva edición (la de Norman del Mar, que es la que utilizó John Eliot Gardiner para su versión) y no sería sensato desconocerla. Hay cuestiones de interpretación que son opinables, que tienen que ver con la personalidad del intérprete, pero la partitura es la partitura.”

La obra orquestal de Ravel junto a la Sinfónica de Londres y, en particular, su Concierto en Sol con Martha Argerich como solista; la segunda integral de las sinfonías de Mahler, con la Filarmónica de Berlín; los discos de la serie Wien Modern, donde recorrió un repertorio inédito hasta ese momento; las canciones de Berg con Juliane Banse, y sus registros de los conciertos de Brahms y de Beethoven, con Maurizio Pollini al piano, son hitos interpretativos. Y en los últimos años, sus grabaciones de los conciertos para violín de Beethoven y de Berg, con Isabelle Faust como solista y la orquesta juvenil Mozart, de Bolonia, o sus formidables DVD con la Orquesta del Festival de Lucerna, se agregan a su legado. Su carrera, en rigor, coincidió casi punto a punto con la expansión del mercado discográfico y con la edad de oro del CD. Sus grabaciones de las décadas del ’80 y ’90, eventualmente, fueron las que reformularon el canon sinfónico cristalizado por von Karajan.

Había comenzado sus estudios de violín y piano a los ocho años, pero comentaba que sus elecciones habían dado un vuelco al ver a Leonard Bernstein dirigiendo los Nocturnos de Debussy al frente de la orquesta de La Scala donde su padre era violinista. Y Bernstein completó la impresión hablándole al niño: “Tienes los ojos de un director”, contaba Abbado que le había dicho. Como estudiante del Conservatorio de Milán, realizó un curso de verano con Friedrich Gulda en el Festival de Salzburgo, en 1955, y con Alceo Galliera y Carlo Zecchi en la Accademia Chigiana, en Siena, Italy, entre 1956 y 1957. Allí se hizo amigo de dos condiscípulos, Daniel Barenboim y Zubin Mehta, y éste que lo convenció de ir con él a estudiar con Hans Swarowsky en la Academia de Viena. Abbado y Mehta fueron juntos, también, al The Berk-shire Music Center de Tanglewood, en 1958, y allí fue donde Abbado ganó el Premio Koussevitzky para jóvenes directores.

Nuevamente en Italia, en 1958, comenzó a dar clases en el Conservatorio de Parma y debutó como director de ópera en Trieste. En 1960 dirigió por primera vez en La Scala y en 1963 ganó el concurso Dmitri Mitropoulos Memorial International, cuyo premio era trabajar durante un año como asistente de Bernstein en la Filarmónica de Nueva York. De regreso en Europa, Karajan lo escuchó conducir la Orquesta de la Radiodifusión Alemana de Berlín, en 1965, lo invitó a dirigir la Segunda de Mahler en el Festival de Salzburgo y lo contrató para que debutara al frente de la Filarmónica de Berlín en 1966. Fue director de La Scala desde 1968 hasta 1986, y a partir de ese año condujo la Opera Estatal de Viena. En 1971, fue nombrado director de la Filarmónica de Viena, sucedió a André Previn al frente de la Sinfónica de Londres, a Georg Solti en la de Chicago y, finalmente, a von Karajan en la de Berlín. En agosto de este año había sido nombrado senador vitalicio por el presidente italiano, Giorgio Napolitano, donando su sueldo a la escuela de música de Fiesole. Fue, sin duda, uno de los grandes músicos del siglo XX. Fue, también, una de esas personas capaces de transformar para siempre el medio en el que les toca actuar. Fue, sobre todo, un gran hombre.

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