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Martes, 28 de enero de 2014
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Jazz y música clásica, el lado que no se ve en la ceremonia

Las estatuillas sin pantalla

Algunas de las categorías de los Grammy para estos dos géneros son más que discutibles, igual que el hecho –localista– de que grabaciones de los sellos referentes de la música académica ni las tendencias más actuales del jazz estén ni siquiera entre los nominados.

Por Diego Fischerman
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Wayne Shorter ganó en “mejor solo de jazz improvisado”.

Nadie les da mucha importancia a los Grammy. Y nadie que haya sido nominado o premiado con él deja de mencionarlo a la hora de detallar sus merecimientos. Ya se sabe, es un premio que el mercado del disco se otorga a sí mismo. Es, de todos los galardones existentes en la materia, el menos especializado (ninguno lo es del todo) y el más permeable a las operaciones meramente comerciales. Y, a pesar de todo, algo dice acerca del “gusto de época”. Un gusto en el que, obviamente, mucho tienen que ver los designios –y los diseños– empresarios pero, como las empresas han comprobado dolorosamente más de una vez, los consumidores también tienen algo para decir.

De las 82 categorías en las que se otorgan premios, la primera dedicada a un género no masivo es la número 31. Es un rubro un poco misterioso. Y más misterioso aún resulta saber cómo se determina eso de “mejor solo de jazz improvisado”, que de eso se trata. Más allá de lo cual, siempre se trata de buenos temas incluidos en buenos discos de buenos músicos y valen como recomendación. Y es que estos premios, los dedicados al jazz y a la “música clásica” –que designa, con algún grado de imprecisión, la de tradición académica–, que ni siquiera se otorgan en el marco de la ceremonia oficial, a diferencia de los otros, son decididos por un jurado externo, contratado ad hoc y conformado por críticos “especializados” (sea lo que sea que eso quiera decir). El rubro 31, en este caso, tuvo como nominados al trompetista Terence Blanchard, por el tema “Don’t Run”, del álbum Magnetic; a Paquito D’Rivera por “Song for Maura”, del disco del mismo nombre; a “Song Without Word”, del gran pianista Fred Hersch junto a una de las mayores revelaciones de los últimos años, el joven guitarrista Julian Lage (en el disco Free Flying), al saxofonista Donny McCaslin con “Stadium Jazz” (en Casting for Gravity) y a quien, por razones tanto musicales como simbólicas, resultó previsible ganador, Wayne Shorter por “Orbits” (del notable Without a Net).

Como mejor disco de jazz vocal resulto premiado Liquid Spirit, de Gregory Porter, editado en la Argentina por Universal. Se impuso sobre el excelente Woman Child, de otra de las nuevas figuras a tener en cuenta, la cantante Cécile McLorin Salvant; The World According To Andy Bey, de Andy Bey; Attachments, de Lorraine Feather, y After Blue, de Tierney Sutton. El mejor disco de jazz instrumental resultó, para el jurado, Money Jungle, de la baterista Terri Lyne Carrington (es la primera vez que el rubro es ganado por una mujer), con competidores de la talla de Gary Burton, con el bello Guided Tour, donde toca Lage la guitarra y se incluye un homenaje a Piazzolla (“Remembering Tano”), Gerald Clayton, Kenny Garrett y Christian McBride. Y si la calidad de los mencionados es en general incuestionable, también lo es la llamativa ausencia de tendencias más actuales y de músicos europeos. En todo caso, varios de los discos más consensuados por la crítica durante el último año, de músicos como Leo Smith, William Parker, Steve Coleman, Keith Jarrett o Chris Potter, parecen pertenecer a otro mundo. Y quizás así sea.

Night In Calisia, de Randy Brecker junto al Wlodek Pawlik Trio y la Kalisz Philharmonic, como disco de gran ensamble, y Paquito D’Rivera en jazz latino (con Song For Maura) completaron los galardonados del jazz. Y, luego de saltar unas veinte categorías, dedicadas entre otras cosas a los discos de música cristiana, se llega al rubro 73, destinado a mejor interpretación orquestal y ganado por la Orquesta de Minnesotta dirigida por Osmo Vänskä, en las Sinfonías Nos. 1 y 4 de Jan Sibelius. Casualmente, o no, el director acaba de renunciar públicamente a la orquesta dado que la empresa que la regentea (así son las cosas) no cumplió nada de lo que le prometió para que abandonara su Finlandia natal y encarara el proyecto –que obviamente quedará inconcluso– que convirtió en estrella a la hasta ese momento oscura orquesta del Medio Oeste estadounidense. La tempestad de Thomas Adès como mejor grabación de ópera, Adam’s Lament, de Arvo Pärt, por Tõnu Kaljuste al frente del Coro de Cámara de Filarmónica de Estonia, la Sinfonietta Riga, la Orquesta de cámara Tallinn, el Coro de la Radio Letona y el grupo vocal Vox Clamantis (ECM) fue elegido como mejor registro coral y en el terreno de la “mejor interpretación de música de cámara o pequeño ensamble” resultó premiado el disco del joven octeto vocal Roomful Of Teeth, que conduce Brad Wells y se dedica a música actual de autores enrolados alrededor del posminimalismo, del cruce con tradiciones populares y de las estéticas de la “nueva simplicidad”.

La elección del Mejor disco solista instrumental también revela una fuerte apuesta localista (y estética): Conjurer, un concierto para percusión y orquesta de cuerdas de John Corigliano, por Evelyn Glennie junto a la orquesta de Albany dirigida por David Allan Miller. En mejor disco vocal no ganaron ni Cecilia Bartoli ni Jonas Kaufman ni Joyce Di Donato sino la local Dawn Upshaw, en una obra fronteriza entre géneros, Winter Morning Walks, de la compositora de jazz Maria Schneider, que también ganó en el rubro “obra contemporánea”. Y un disco con obras de Hindemith dirigidas por Christoph Eschenbach fue el galardonado en la incategorizable categoría de “compendium clásico”.

Lo notable, en todo caso, es que, si en el resto de los géneros musicales que el Grammy toma en consideración los premios reflejan con bastante rigor un cierto sentido común, resultante de una combinación entre los deseos de los fabricantes y las respuestas de sus compradores y más o menos rubricado por las revistas relativamente especializadas (en particular la Rolling Stone), en el caso de la música clásica parece ir militantemente en contra. En tanto ese sentido común obedece, sobre todo, a gustos y empresas europeas, el Grammy pone el acento, precisamente, allí donde ni el Gramophone Award ni el Diapason d’Or ni el Preis der Deutschen Schallplattenkritik lo hacen: orquestas norteamericanas, lo poco que se publica en sellos estadounidenses y la música contemporánea marginal al canon heredero de las vanguardias históricas europeas. Si fuera necesaria una sola prueba de la atipicidad de estos premios, dentro del panorama de las músicas de tradición académica, alcanzaría con las ausencias. Por un lado, el mercado discográfico se ha diversificado y casas como la británica Hypèrion o la francesa Harmonia Mundi han llegado a ser protagonistas. Por otro, los viejos monstruos, en particular Deutsche Grammophon y Decca, siguen ocupando un lugar central. Que entre los premiados no haya discos de Hypèrion o Harmonia Mundi ya es curioso. Pero que no haya uno solo de Deutsche Grammophon (un catálogo que incluye a Argerich, Dudamel y Netrebko, entre muchos otros), lo es aún más.

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