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Jueves, 3 de abril de 2014
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Primer día del emblemático festival Lollapalooza

Ecos de aquel espíritu independiente

Arcade Fire, Nine Inch Nails, Phoenix, Lorde y Jake Bugg, entre muchos otros, le dieron brillo a un encuentro maratónico, atravesado por la heterogeneidad. En el plano organizativo, la primera jornada cerró con saldo positivo, aunque con detalles para ajustar.

Por Joaquín Vismara
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En Arcade Fire, cada gesto o detalle tiene una cuota de teatralidad estudiada.

Creado por Perry Farrell en 1991, Lollapalooza nació como un festival itinerante para despedir con honores a Jane’s Addiction, la banda que lo tenía (y ahora lo tiene de nuevo) como vocalista. Con el paso de las ediciones, se volvió el retrato más vívido de lo que en aquel entonces se llamó la “nación alternativa”, etiqueta pensada para algo que estaba en los márgenes de los circuitos comerciales, y sin embargo movía multitudes. Más de veinte años después, este rótulo ya no es aplicable por cómo la industria misma fagocitó a quienes se jactaban de estar por fuera de ella. Sin embargo, algo de ese espíritu todavía está presente en la primera edición local de Lollapalooza. Grupos como Arcade Fire venden discos de a millones, pero lo hacen desde sellos independientes o de pequeña escala; otros lo hacen desde la independencia y obligando a las grandes discográficas a aceptar las reglas del juego que ellos imponen, como es el caso de Nine Inch Nails.

La cosa arrancó temprano bajo un sol que no daba clemencia. Mientras Juana Molina destilaba su lectura de la folktrónica en el segundo escenario, Portugal, The Man tomaba por asalto el extremo opuesto del predio con media hora de retraso. La demora se debió a unos desperfectos técnicos que fueron imposibles de solucionar a tiempo, y así fue como el cuarteto de Oregon repasó lo más reciente de su discografía como si se tratara de un karaoke improvisado gracias al funcionamiento intermitente de los micrófonos de John Baldwin Gourley y Zachary Carothers. Con un indie oscuro ornamentado con sintetizadores y guitarras saturadas de distorsión, el grupo compensó los inconvenientes, pero justo cuando su show comenzaba a tomar color, los sonidos burbujeantes que llegaban desde el tablado aledaño devinieron un éxodo masivo de público.

Sobre el escenario principal, Capital Cities supo sacar provecho de las variantes contexto (un festival) y horario (tres de la tarde). A lo largo de una hora, el dúo que integran Ryan Merchant y Sebu Simonian se presentó con una formación expandida por el aporte de batería, guitarras, bajo y trompeta, todo al servicio de un electropop bailable y festivo. Con un solo disco bajo su brazo, el grupo fue al hueso de sus propios hits (“Center Stage”, “Safe and Sound”), y también echó mano a las luminarias ajenas al mezclar una versión de “Stayin’ Alive” de Bee Gees en clave electrofunk con “Undone” de Weezer. Para el cierre, la banda de Los Angeles se entregó a una relectura de “Holiday” de Madonna, que terminó por convencer a escépticos e indecisos.

En el tablado alternativo, Jake Bugg sorprende por el caudal creativo que acumulan su figura diminuta y sus veinte años recién cumplidos. Acompañado por no más que un bajista y un baterista, Bugg alterna entre el rock primigenio y los grupos guitarreros británicos de origen popular de los últimos veinte años. Lo suyo puede leerse como el cruce entre Johnny Cash y los primeros Arctic Monkeys, o un abordaje del Dylan eléctrico hecho desde la arrogancia pendenciera de Oasis. Los méritos de su set, que condensó diecisiete temas en una hora, tuvieron su contraparte de la mano de Julian Casablancas. En su debut porteño en su faceta solista, el ¿ex? vocalista de The Strokes dio un paso en falso enorme, como hacía rato no se atestiguaba. Al frente de una banda desprolija y caótica y con un sonido tan indescifrable como ensordecedor, el cantante poco hizo para intentar dejar en claro que estaba haciendo lo suyo con un mínimo de ganas.

Promediando la jornada, los cruces de horarios volvieron a poner en un dilema a los espectadores: o se veía a Imagine Dragons o se iba a presenciar el show de Lorde. El cronograma no permite alternar, pero la jovencita neocelandesa las tiene todas a su favor. Todavía no tiene la mayoría de edad y ya cuenta con un Grammy. A pesar de sus 17 años, Lorde no se presenta como un fenómeno adolescente, y de hecho sorprende por su madurez temprana. Sobre beats hiphoperos acuosos y teclados industriales, es una antidiva de estética romántica que puede permitirse cuestionar las ambiciones mesiánicas de las estrellas pop en “Royals”, aun a sabiendas de que ya ahora forma parte del mismo circo al cual apedrea con sus letras.

Mientras comenzaba a caer la noche, los franceses Phoenix salieron al ruedo en el escenario principal, con una muestra contundente de la efectividad del electro rock galo. “Entertainment”, “Lasso” y “Lisztomania” fueron un correcto equilibrio de fuerzas entre lo orgánico y lo digital, con guitarras y sintetizadores en constante diálogo. El cantante Thomas Mars rompió con su comportamiento escénico la pulcritud inmaculada que arrastran sus compañeros de banda.

En su tercera visita al país, Nine Inch Nails volvió a demostrar que lo suyo es la musicalización de los estados alterados. Con una puesta en escena más sobria que en otras ocasiones, Trent Reznor osciló entre pasajes industriales, beats quebradizos y cimbronazos rockeros de alto gramaje, mientras allá a lo lejos una versión deslucida de New Order echaba mano a sus hits. A lo largo de los años, la banda tuvo tantos integrantes como días el año, y cada recambio estuvo acompañado de una reformulación sonora. La versión 2014 de Nine Inch Nails hace especial énfasis en la estimulación anfetamínica de su obra en conjunto, con un sonido que borra las distancias entre el pasado (“Head Like a Hole”, “Sanctified”) y el presente (“Copy of A”, “Came Back Haunted”).

El dramatismo es clave en la música de Arcade Fire, pero también en su performance escénica, donde cada gesto o detalle tiene una cuota de teatralidad estudiada, desde su falso comienzo con Julian Casablancas simulando ser el líder de la banda a los pasos de danza artística de Régine Chassagne en “Sprawl II”. Esto no quita que el suyo sea un caso raro: la de Montreal es quizá la primera banda de indie barroco con ambición de estadios. Su búsqueda puede llevarlos de los guitarrazos garajeros de “Normal Person” a la emotividad sensible de “Rebellion (Lies)” y “Neighborhood #3 (Power Out)”, con escalas en los vapores neoyorquinos de “Reflektor” y alguna incursión en la música afrobeat en “Here Comes the Night Time”. Por su parte, “The Suburbs”, “No Cars Go” y “Wake Up” se reformularon en el Hipódromo como himnos de guerra de un clan tan sensible como celebratorio.

La primera jornada de Lollapalooza cerró con saldo positivo, aunque todavía quedan clavijas para ajustar. Si bien la oferta de su programación fue abrumadora, los horarios se respetaron en la mayoría de los casos y las condiciones técnicas fueron más que respetables, casi la totalidad del predio era un lodazal por lluvias de dos días atrás. La iluminación brilló por su ausencia y eso derivó en gran parte del público hundiendo sus pies en el barro al no poder observar adónde estaba pisando. Durante el show de Arcade Fire, se arrojaron sobre el público varias pelotas inflables gigantes, cada una con el logo de algún spónsor. Una de ellas fue a parar al escenario, y la escena terminó con Butler rompiéndola a los insultos, en un gesto que tuvo tanta literalidad como metáfora, porque ya va siendo hora de que se limite la invasión de las marcas en el rock. Si no se lo hace, se obstaculiza el espectáculo para todos.

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