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Lunes, 28 de abril de 2014
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Más de tres horas de show de Ciro y Los Persas, en Ferro

El ritual tuvo ambiente de cancha

Sin exigirse ni excederse en recursos, el ex líder de Los Piojos ratificó la mística celebratoria de sus recitales en su show más importante como “solista”. En rigor, Ciro hizo de Los Persas una entidad capaz de traducir y decodificar su propio lenguaje.

Por Juan Ignacio Provéndola
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Ciro es, antes que cantante, un narrador y un bailarín.

“¡Volvimos a los estadios!”, grita frente al micrófono, mientras la cámara móvil devuelve una toma cenital de un lugar lleno de gente y de banderas que se parece más a Plaza de Mayo que a Ferro. El recital lleva tres canciones y son sus primeras palabras al público. Andrés Ciro acaba de hacer “Arco”, el primer regreso de la noche a Los Piojos, la banda que él y sus compañeros diluyeron hace cinco años, dando por terminada con aquella despedida en River la era de canchas de fútbol como finalidad motivacional de la industria del rock en Argentina. El hombre que cerró una etapa vuelve al tablón para abrir otra, más personal, regresando a los grandes ambientes después de haber transitado la mediana medida con el Luna Park como escenario habitual.

Viene de tocar en Uruguay con La Vela Puerca y de comenzar una trajinada gira por el interior que luego continuará en Mendoza, Paraná, Corrientes, Jujuy, Salta y Tucumán, además de una escala en Asunción del Paraguay. Porque lo suyo no es el afán del atelier, sino el arrojo del vivo. Es un músico en activo; siempre lo fue, condición que se sobredimensiona con este debut solista en un estadio. Solista, que no quiere decir solitario: hizo de Los Persas una entidad capaz de traducir y decodificar su propio lenguaje. Su propia música, que es su voz. La que marca la cadencia, los colores y las texturas para adoptar distintas personalidades, tal como lo hace el mismo Ciro en el video de “Caminando”. Puede ser romántico, lúdico, farsante, reflexivo, urticante, reo del río desde la orilla del tango o del candombe, alcanzando una expresividad que lo identifica (así sea para sintetizar metáforas notables del tipo “quebró mi corazón como se quiebra un carbón encendido”, o bien para agitar con onomatopeyas sin sentido como “uopapáuopapá” y afines). Pero sin exigirse ni excederse en recursos. Porque su voz no es su principal talento. Ciro es, antes que cantante, un narrador y un bailarín. Un tipo que habla de un aviador, de una desequilibrada mental, de Jauretche o de la Guerra de Malvinas mientras su cuerpo tiembla de placer o se entumece conmocionado. Lo suyo es un ritual donde el fuego se siente bien cerca del escenario, con un repertorio que ofrece distintas intensidades, ya no tan interesado en la arenga perpetua, sino en los distintos climas que se pueden atravesar durante las más de tres horas que dura su show.

Desde el comienzo picante con los riffs cuchilleros de “Banda de garage” hasta el cierre de “Noche de hoy”, pensada como esas canciones que cierran las fiestas mientras se encienden las luces y se juntan los vasos desparramados por el piso, pasando por baladas (una de las especialidades de la casa), cuelgues casi lounges (“Ruidos”) y hasta escalas en los Rolling Stones, con un Ciro cifrado en un Jagger perfecto para hacer “Loving cup” y “Simpathy for the Devil”, este último mashupeado en la versión de “Tan solo” que contó con la participación de Micky Fernández, ex bajista de Los Piojos. Fue la única sorpresa de una lista de invitados que se cerró con las dos hijas del cantante: Katia, en la voz de “Caminando”, y Manuela, guitarra en mano para hacer “Me gusta”.

A pesar de la expectativa generada por la puesta en escena (a juzgar por las ambiciosos despliegues vistos en el Luna Park), no hubo en Ferro más que un gran panel de pantalladas led, viejo truco para evitar costosos cotillones, además de una intro hecha en animación, un recurso audiovisual muy en boga. El espectáculo adicional lo ofrecieron los edificios de fondos, lleno de balcones con sus luces encendidas de curiosidad que componían una especie de contracielo estrellado a espaldas del tablado. En escena, Ciro no vistió más que un saco plateado. O dorado, según desde qué ángulo se vieran las pantallas. Es que los estadios tienden esas trampas a los sentidos, aunque crecer también es resignar fidelidad y nadie pareció muy disgustado por pagar el costo del ritual persa, reconvertido ahora en multitudinaria fiesta popular.

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